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Crítica de cine: “Mustang”, en la noche de la gramática interna Una película de Deniz Gamze Ergüven

Crítica de cine: “Mustang”, en la noche de la gramática interna

Nominado a mejor filme extranjero, en representación de Francia durante la última versión de los Oscar 2016 (debido al origen de su producción), este crédito rodado en un lúdico rincón de Turquía (y hablado en la lengua local), simboliza una atractiva metáfora audiovisual acerca de la soledad espiritual, el deseo de amar, y las ansias de libertad, enunciados en el lenguaje artístico de una profunda sensibilidad femenina: el relato de los días de un grupo de cinco hermanas, y su obligada hoja de ruta biográfica, en una sociedad rural y patriarcal.


“Desearía que mi vida no dejase tras ella otro murmullo que el de una canción de centinela, una canción para engañar la espera. Independientemente de lo que se logre o deje de lograrse, lo magnífico es la espera misma”.
André Breton, en El amor loco

La persistencia de Mustang: Belleza salvaje (Mustang, 2015), en la cartelera santiaguina, constituye un hecho digno de celebrar: me acuerdo de esos filmes franceses que a finales de la década de 1990 y a principios de este siglo, uno veía sorprendido, en la desaparecida sala Tobalaba, en el Normandie o en El Biógrafo (que es donde se proyecta esta cinta), y la emoción de observar una película formidable, hacía que la emoción y los sueños, se hicieran realidad, mientras caminaba en estado de trance por la calle, una vez concluida la función.

El primer largometraje de ficción de la directora y actriz turca, Deniz Gamze Ergüven (1978), pese a ser una ópera prima, representa una obra audiovisual que de una forma simple y certera (por sus planos, encuadres y ángulos de toma), aborda tópicos siempre estimables y “refrescantes”: el ansia y la búsqueda de la libertad espiritual, la soledad afectiva, la orfandad, el abandono, y todo aquello, bajo los sorprendentes códigos de una madura sensibilidad femenina; en una emotividad cinematográfica que reflexiona desde su condición de género, sin duda, pero también desde una humanidad que traspasa con holgura estrecheces y calificativos estéticos de manual.

Huérfanas de padre y de madre, las cinco hermanas que viven con su abuela y un tío (las protagonistas de Mustang) experimentan esas ausencias dentro de la libertad propia de unas niñas que salen de la escuela a la que asisten, para correr por la playa, y luego jugar al “caballito de bronce”, salpicando en el agua salada del mar, antes de volver a la casa familiar, donde les esperan, a causa de esos comportamientos adolescentes, múltiples trabas y conflictos, especialmente por los malos entendidos y chismes, que se derivan de las descritas andanzas juveniles.

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Las actuaciones de esas debutantes intérpretes, sobre una puesta en escena que apela a los primeros y cerrados planos, a fin de expresarse, resulta en elevados momentos representativos: bajo las vicisitudes propias de la intimidad filial, o en la relación de ellas con las personas que las tienen a cargo (el tío y la abuela); las muchachas evidencian, así, una naturalidad y una posesión de sus roles que posibilita, que el conjunto, sin excepción, se aprecie personificado por roles completos, definidos y dueños de un carácter artístico y “humano”.

Aquel sería nuestro primer punto de análisis: la buena elección de los actrices escogidas, por parte de la realizadora, y la manera acabada en que éstas (empero su juventud), se manifiestan al frente de una cámara: creíble, desenvuelta, y con un aurea distinguible ya sea por su talento compositivo, y también, desde luego, gracias a las exactas indicaciones leídas desde el libreto (redactado por la directora, junto a la escritora francesa Alice Winocour).

La historia se sitúa en un ambiente social y familiar opresivo: las hermanas deben llegar castas al matrimonio (así lo obligan la costumbre pública y moral, a la que adhiere la comunidad donde se desenvuelve el argumento), y sus interacciones con los varones de su edad son restringidas y vigiladas por sus tutores. Víctimas de su belleza y de la incomprensión, ese quinteto de chiquillas se encuentra asfixiado, y castigado al menor indicio de “culpabilidad”, por supuestamente seducir a los miembros del sexo opuesto.

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Una estrategia logradísima: el encuadre de la fotografía traduce con excelentes resultados la contraposición entre los espacios de “cárcel” (la casa cuyas ventanas se aprecian cubiertas de barrotes), y el verde de los árboles, el rumor del mar, el silbido del viento, y la luminosidad abierta de lo diurno y el frescor grato y “tierno”, de la noche. Acompañan ese lenguaje suscrito por la dirección artística, los suspiros y la tensión de la música incidental creada por Warren Ellis.

Junto a esos factores audiovisuales, la soledad de esas muchachas turcas (en el contexto mayor de la pretendida laicidad de un Estado en donde la praxis de la religión musulmana, todavía se confunde con el respeto y el cumplimiento hacia las leyes civiles); se corporiza en un melancólico, maravilloso, y mortal esplendor de significados: las secuencias pasan a develar los secretos que se esconden en el pudor obligatorio de ese grupo familiar, y conceptos tales como el nihilismo, y el sinsentido de la vida (a raíz del sentimiento y de la constatación de las carencias fundamentales, y de una soledad afectiva radicales), se asoman grandilocuentes, y proyectadas con hermosos fotogramas.

Un matrimonio de rasgos tribales y antiguo, por ejemplo. Una escena que debería encarnar felicidad y la apertura hacia una experiencia de encuentro y de plenitud próximas, se transforma, por la obligatoriedad y la imposición, en una secuencia que encuadra el dolor, la impotencia y el inicio de una nueva y “otra” manera de vivenciar la ausencia, la penuria y el desamor. Ese discurso narrativo, en lo logros de su estrategia, le debe bastante a la actuación del elenco, y después, a esa conjunción exquisita y elocuente (en su ideología) entre planos cerrados, el atisbo del mar y de la playa, los rostros de los intérpretes, las habitaciones de las niñas, y la sensación, que tiene cada una de ellas, de sentirse absolutamente “sola” en el mundo.

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La directora plantearía una hipótesis estética a modo de expresar esa esfera anímica, y hacerla juzgar bajo el sucedáneo de realidad que genera una imagen cinética: el número de niñas (cinco) que comparten sus jornadas, lejos de forjar la compañía entre ellas, aumenta la ubicuidad de estar sin nadie que las entienda, y menos las comprenda, en el drama que cada una experimenta debido al hecho de crecer desprovistas de la ayuda y de la protección de sus padres. Y el peso de la vida, de la existencia, parece caer con la fuerza y la desazón que uno padece cuando cree, efectivamente, que ningún otro ser humano, puede vislumbrar siquiera, el dolor, la rabia, la tristeza y la frustración, que guardamos en el vocabulario de nuestra gramática interna.

Mustang: Belleza salvaje, asimismo, es una película que disecciona, audiovisualmente, la idea de la espera. De la expectativa que genera un acontecimiento que todavía no sucede, pero que se realizará, y que nos afectará para bien, dentro de un futuro posible. Puede tratarse de la felicidad, de encontrar por fin a alguien, de toparse con la emoción instantánea del amor, y como es el caso de esta obra, donde se aguarda el instante de la libertad: el arribo de una cotidianeidad más absoluta, legítima y valedera, dirigido hacia las desventuradas protagonistas.

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Esa finalidad dramática y fílmica, se revela mediante el tratamiento de una sexualidad torcida y abordada sin placer y sentimientos auténticos de por medio: la oscuridad de la iluminación en las escenas correspondientes, y el fuera de campo que oculta la visibilidad de los ejercicios amatorios, refrendan esa intención de enterrar, por lo menos en esa etapa de sus trayectorias, cualquier indicio de gozo y de erotismo corporal, para las jóvenes mujeres.

Así, la noción estética de la feminidad, se evidencia en esa sintaxis de la represión, que se desarrolla en ese balneario de provincias (que como todos los sueños, presenta un lado gris), y que se enfrenta a la modernidad rastreable en un atardecer, que se desintegra encima de los edificios europeizantes, de la cosmopolita Estambul, o bien en un partido de fútbol observado en vivo o por televisión, de la “Súper liga” turca (una bellísima hipérbole visual de la libertad incontenible).

Hay algo de “ser mujer” y no hombre, sin ir más lejos, en la ópera prima de Deniz Gamze Ergüven: como si la orfandad de Francois Truffaut, en Los cuatrocientos golpes, por ejemplo, sólo constituye el privilegio de un muchacho solitario, sensible y atormentado; acá, la gesta de la rebelión en contra de la dominación física y espiritual, fuera un asunto, también, propiedad nada más que de uno de los géneros, y nunca de ambos. El amor heterosexual, en Mustang, en efecto, se evidencia como un tópico vedado, aunque se le espere, se le anhele, y los personajes se preparen con el propósito de vivirlo.

Este es un largometraje, perdónenme lo majadero, hermoso, trágico, triste, plañidero, y que digitaliza un nudo dramático de esperanza: la de llegar a tener, si los astros, la audacia y la suerte lo permiten, un mañana superior a los de antes. Un debut maravilloso para una directora dueña de un talento sorprendente, que siguiendo a André Breton, transforma un canto literario de pura posibilidad e interrogantes (su guión), en un conjunto de secuencias cinematográficas inolvidables.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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