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Crítica de cine: “Joselito”, en un bosque próximo a cantar Una película de Bárbara Pestan Florás

Crítica de cine: “Joselito”, en un bosque próximo a cantar

Inspirada en un caso policial que conmocionó a la sureña isla de Chiloé, hace unas décadas, esta ópera prima de origen nacional, gesta lo mejor de su oferta narrativa y audiovisual, en la factura de su dirección de fotografía, la que evoca a los grandes maestros de la pintura criolla, de los siglos XIX y XX. Con deudas en su estructura dramática, empero, la obra compensa el juicio artístico con elaboradas técnicas de montaje y en ese afán por retratar desde el silencio y las imágenes, la imposibilidad de comunicarse dentro del despojo y de la pérdida.


“Quiero ser mi propio testimonio, la realidad de mi signo / mas ¿qué pueblo inmenso galopa, respira, sufre?”.

Humberto Díaz-Casanueva, en Vigilia por dentro

Analizar una cinta como Joselito (2014), largometraje inaugural de la realizadora Bárbara Pestan Florás –en el género de la ficción- requiere dividir aguas entre dos parcelas de análisis claramente limitadas: por un lado, la sustancia propia de lo netamente audiovisual (fotografía, montaje, mezcla y diseño de sonido), y por otro, lo relacionado con la narración dramática de la pieza en cuestión (calidad del libreto y actuaciones del elenco interpretativo).

Hecha esa indispensable distinción, es cuando recién podemos afirmar que la presente obra personaliza una lograda composición fílmica (en lo netamente técnico), pero que es un título carente y algo errático, si se le desmenuza desde una perspectiva estrictamente literaria. Deseo ser ecuánime: la dirección fotográfica (a cargo de Javiera Véliz Fajardo), debe ser una de las mejores que he observado en el cine chileno del último tiempo (descontando los créditos encomendados a Inti Briones, su desempeño recuerda al de Gabriela Larraín, en Raíz, o al de Nicolás Ibieta Alemparte, en Mar, de Dominga Sotomayor Castillo).

La historia, sin embargo, y pese a estar basada en un caso policial real, que data de 1998, se encuentra delgada y famélica en su columna argumental, en una idea que apostó por concebir a roles pasmados, incapaces de comunicarse y de representar un relato y caracteres psicológicos definidos, claros, reconocibles y humanos; porque, concebir a los integrantes de los grupos sociales y económicos menos favorecidos de la sociedad, como sujetos autómatas casi sin voz es, creo, en alguna medida ningunearlos y concederles cierta simpleza interior e espiritual, que es el opuesto a lo que significan en la realidad: seres complejos en su sensorialidad, como todos los organismos pensantes que habitan el amplio espectro del tejido comunitario.

Joselito Still 8

 

El trabajo de Javiera Véliz Fajardo encarna la nota más alta de esta partitura cinematográfica. En efecto, la reflexión y los lineamientos de su creación de fotogramas, atestigua un conocimiento de los mayores pintores nacionales que han retratado el sur de Chile: Antonio Smith, Onofre Jarpa, Alberto Valenzuela Llanos, José Manuel Ramírez Rosales y Alberto Orrego Luco.

Cada encuadre de Joselito posee una intencionalidad abiertamente pictórica, a fin de manifestar emociones contenidas y una sentimentalidad trunca, que entre romanticismo idealizado, y un afán de realismo social sincero, sintetiza una cosmovisión estética que sólo puede ser producto de una meditación acabada y directa, de ese espacio fílmico al que se anhela reproducir; aquí, construido con talento, bellísima ambientación, y un tratamiento de las luces externas e interiores, que revelan atención a los detalles, en el camino de una sensibilidad que persigue destacar la asfixia existencial y la falta de horizontes y de esperanzas, de esa familia compuesta por escasos dos individuos (Joselito y su padre, Camilo, interpretados por Cristián Flores y por José Soza, respectivamente).

De esa manera, entonces, se forja en Joselito la creación de una puesta en escena que, además de ambiciosa en sus antecedentes teóricos (pictóricos y cinéticos) apunta, con ayuda del montaje, a concebir la ficción de un universo chilote que se debate más allá del océano, el bosque selvático, y la modestia material de sus casas de madera: habitaciones domésticas, iglesias patrimoniales, liturgias populares y en la secuencia de un grupo de niños que corre hacia una meta inexistente, mientras son observados por dos ancianos, en la metáfora de una hermosa contradicción temporal: la vida que despunta, frente a la muerte que acecha y atosiga.

Joselito Still 3

Porque si hay un nudo argumental verificable en este largometraje, cuyo lenguaje fílmico lucha, también, entre el documental y los planos inherentes a una ficción, es ese: el de la ancianidad derrotada ante una juventud que pugna por desenvolverse fuera de la locura y de la falta de afectos y de lazos filiales, que rompan con la estandarización de un simple papel legal o de un documento genealógico: de esa forma, también, Joselito es un relato acerca del dolor emocional, que ronda sobre la falta de oportunidades, y que critica la pobreza obligada (urbana), en que se desplazarían los habitantes del último confín austral, del antiguo imperio español: la isla grande de Chiloé, en la hipótesis dramática de la directora.

Ahora bien, esa apuesta por los silencios como exclusivo articulador de la relación parental y traumática, que se evidencia como motor dramático de la cinta, me parece que, fue una decisión errada y algo estándar: son demasiadas las películas del novísimo cine chileno, que se lanzan en esa estrategia ya superada hace décadas en otras latitudes: la ausencia de palabras o de diálogos verbales, denuncian una precaria imaginación a la hora de redactar un parlamento coherente y correlativo a los grupos sociales y humanos que se desean radiografiar. La tensión no es sinónimo de autismo silente, al contrario, pues salvo cuando se respira en total soledad, a la manera de un místico o de un ermitaño, la abismante mayoría de los seres humanos habla, y enuncia lo que les sucede, y anticipan, en frases, reacciones y comportamientos visibles, la catarsis y la explosión anímica que arribará en el posible y futuro día siguiente, para ellos y para quienes le rodean en la proximidad cotidiana.

Joselito Still 4

En definitiva, ese rasgo (una pandemia de la cinematografía nacional actual) sólo desnuda la grave insolvencia de nuestros realizadores con el propósito de esbozar, literariamente (y luego en una traslación audiovisual), realidades que se hallan al lado, desdibujadas, invisibles, en espera del escritor o el cineasta que las alumbre, las arrope, y les entregue “vida”, en el fondo: una opción por relativizar la cotidianidad del tejido social chileno, en especial de las clases sociales menos favorecidas por la dinámica de una economía moderna que, además de falsa, resulta equívoca y pasada de moda. Ya lo verificaron los escritores criollistas de antaño (desde el “rural” Mariano Latorre, hasta el citadino “Nicómedes Guzmán”), esta pura y fuerte verdad: que en un diálogo popular se emplazan matices, vivezas y giros lingüísticos, imposibles de rastrear en otros estratos de la sociedad.

Las actuaciones de José Soza y de Cristián Flores, en esa cartografía solicitada por la directora, sólo responde a parámetros más o menos convencionales, insisto: mutismo, gestualidad exagerada, miradas perdidas, desconfianza afectiva y una corporalidad escénica que más bien asemeja al de un título teatral, que al de un rodaje de grabación, y sus exigencias interpretativas, al frente de una cámara.

Joselito para nada es una mala película, deseo ser elocuente en esto. La creación de ambientes y de régie, llevada a cabo por su equipo realizador: simplemente notables, de “primera” categoría. Su propuesta contiene escenas bellísimas, de evidente intencionalidad y de códigos, por levantar una ideología cinematográfica: la atmósfera chilota, así, con su religiosidad arcaica y veneración popular, tributa a los mejores documentalistas de nuestra historia (a Jorge Di Lauro, a Nieves Yankovic, y a Aldo Francia, con su par de títulos dedicados a la virgen de Andacollo, y a un sinnúmero de cuentistas y de cronistas literarios, de otras épocas).

Joselito Still 5

Acompañan ese dialecto inventado con la cámara, y después perfeccionado en las labores de la sala de montaje, una mezcla y un diseño de sonido, cuyos logros, en ese territorio y provincia desprovista de las facilidades de una gran ciudad, reflejan intuición y experticias para aprovechar los exiguos insumos tecnológicos con que se cuenta, y un gran talento a la hora de no subvalorar un elemento tan gravitante en la consecución de una producción simbólica, léase, de apellido cinematográfico: cómo se escucha ese mundo ficticio de imágenes y de secuencias en movimiento, a este lado de la pantalla, y de la realidad.

Joselito es una buena y rescatable ópera prima: el talento audiovisual de la cámara dirigida por la dupla Pestan y Véliz, es evidente, no hace falta repetirlo, y sus fotogramas seducen a la memoria y al prendamiento estético de los sentidos. No obstante, me detengo, sin ser majadero, en lo débil y en lo feble de su propuesta dramática y literaria (de guión): con la posesión de una historia verídica como columna vertebral para hilar el discurso narrativo, se pudo haber hecho bastante más en la cimentación de diálogos, y en la fabricación de modelos humanos que respondiesen mejor a los imperativos de un nudo de crimen y de asesinato, en donde víctima y victimario, pertenecían a una idéntica familia. Pero, escúchenme, y pese a eso, en esta película se delatan apellidos ilustres del arte nacional, en pintura (ya anotamos esos patronímicos), en ficción escrita (ídem), y por supuesto, en la disciplina que nos ocupa, el cine: acá se adeuda demasiado a Ricardo Larraín y a Pablo Perelman, y aquello es aplaudible y muy digno de festejar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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