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Crítica de cine: “Te kuhane o te tepuna”, que al muerto lo devoren sus cometas Una película de Leonardo Pakarati

Crítica de cine: “Te kuhane o te tepuna”, que al muerto lo devoren sus cometas

Memoria, identidad, búsqueda ancestral, denuncia, poderes sobrenaturales y nostalgia se funden en este largometraje documental que indaga acerca del pasado de la etnia Rapanui, y su recorrido vital en la historia de la Isla de Pascua, hoy una provincia de Chile. Una conmovedora y a ratos poética composición audiovisual, que sin embargo adolece de problemas al instante de exponer su discurso e intención narrativa, en el objetivo de envolver al espectador bajo su retórica fílmica.   


“En la voracidad del tiempo nadie tiene domicilio fijo”.

Alejandro Jodorowsky, en Pasos en el vacío

Te kuhane o te tupuna (en castellano El espíritu de los ancestros, 2015) es una obra cinematográfica que investiga la esencia del pueblo Rapanui, a través del relato de una familia (los Pakarati), situados en el contexto mayor de la trayectoria de la Isla de Pascua y su conflictiva (en la hipótesis del autor), relación con el Estado de Chile, y antes con las potencias coloniales europeas.

En el discurrir de ese alegato antropológico, sociológico y político, se efectúa una interesante mixtura de géneros audiovisuales (el periodismo televisivo y las técnicas investigativas inherentes al formato documental), con el propósito de evocar los sentimientos de pérdida, transculturación, y despojo, que ha sufrido esta etnia polinésica, en los últimos trescientos años.

En la exposición de esa problemática, irrumpe el simbolismo que representa la figura del moái Hoa Hakananai’a (El Rompe Olas), la personificación estatuaria de un dios autóctono, hecho de basalto, y sustraído y expoliado por agentes mercantes ingleses, durante el siglo XIX, y que hoy, en consecuencia, se exhibe en un museo de Londres. Ese viaje iniciático y de “recuperación”, también, constituye uno de los puntos altos en la estructura narrativa de esta película. El “pero” crítico, sin embargo, es que aquel conjunto de elementos dramáticos y fílmicos, llamativos y sugerentes por sí solos, se amalgaman en una simbiosis –lamentablemente- por momentos confusa en su manifestación definitiva: el relato plástico pierde intensidad, interés y en algunos pasajes las malas decisiones de la sala de montaje son evidentes: la falta de sustancia cede y da paso, ulteriormente, a la languidez narrativa.

No obstante, nuestra apreciación sobre Te kuhane o te tupuna, se elabora concentrándonos en lo valioso que guarda su propuesta estética: la entrega de una cartografía audiovisual acerca de la etnia Rapanui, a través del tranco inexorable del tiempo. En esa apuesta creativa, el documental es inédito y novedoso, pues poco o nada en el formato, se había producido en torno a este cuerpo cultural integrante, y minoritario, del conjunto de la nacionalidad chilena.

Se expone, de esa manera, una génesis cinematográfica de los orígenes del pueblo pascuense. Desde el descubrimiento por parte de un marinero holandés, las masivas deportaciones de sus habitantes para llevárselos como esclavos hacia los países europeos, el robo del moái Hoa Hakananai’a, y la casi aniquilación demográfica de los aborígenes, hace no tanto: a fines del siglo XIX, relata Pakarati, apenas quedaban en la isla unos doscientos seres humanos adscritos a la tribu original, además de haber acontecido el decomiso de una decena de valiosas piezas arqueológicas, ahora repartidas por los museos del mundo, especialmente en Inglaterra.

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Una opción estética, sin duda, que une a este realizador, con la obra siempre auscultadora de Patricio Guzmán, y su reflexión cinética en torno al pasado, el genocidio de los grupos cazadores y recolectores del sur profundo, y su emplazamiento a la historiografía reciente, que se ha escrito y pensado en Chile. Y al igual que el autor de Nostalgia de la luz, Pakarati es fustigador, atemporal, denunciante y reivindicador, inclusive, de ese dios de piedra cautivo por los ingleses en Londres, “El Rompe Olas”, el que debería ser devuelto, dice, para que los Rapanui estén en paz consigo mismos y con el resto del mundo.

Esa meditación audiovisual, la que ofrece este largometraje (por momentos brillante en su engranaje artístico), decae, como afirmábamos, a causa de esa indecisión realizadora en cuanto a qué género fílmico utilizar: o periodismo de investigación o documental. Una duda que, después, se reflejaría en las determinaciones llevadas a cabo por el equipo de montaje: las descripciones del libreto se pierden, y extravían en pasajes cinematográficos de escasa emoción y, también, de pírrica conexión, con la tesis del director y las demás secuencias de la pieza.

Así, fragmentos que deberían aportar en contenido y peso argumental, son sólo un estorbo y una trampa autoimpuesta por Pakarati, a fin de esconder, en apariencia, el discurso ideológico que encierra su obra: el alegato de la etnia Rapanui, vista en tanto víctima del impulso dominador de la Europa occidental (Chile incluido). En plena época repúblicana contemporánea, sin ir más lejos, y bajo la administración de la Armada (la marinería), la Isla de Pascua fue utilizada en calidad de leprosario, o bien como lugar de destinación, para quienes sufrían esa terrible enfermedad, ya bien entrado el siglo pasado: es decir, en un emplazamiento de “reciclaje”, de seres molestos e incómodos a los que mejor esconder allá, difuminados en el horizonte, bien lejos del continente.

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Imágenes de archivos “actuales” y antiguas (éstas, traídas desde Canadá), fotogramas de mapas y recreaciones de viajes interoceánicos, entrevistas, planos y tomas en el Museo Británico de Londres, sirven a fin de construir este andamiaje cinematográfico atractivo, aunque algo fallido, recalcamos, en su concepción y factura real: en efecto, y después de que concluyen sus secuencias, el espectador queda con la sensación de que se pudo haber insistido mucho más en ciertas tesis de interpretación histórica y de denuncia, o simplemente de evocación, gracias a lo hermoso y poético que resulta pensar con tristeza en idiomas, dialectos, dioses monolíticos, parientes y culturas desarraigadas y vapuleadas, por la inclemencia del desarrollo tecnológico y económico.

Así, los minutos de mayor aplauso artístico y cualitativo de Te kuhane o te tupuna, reverberan cuando el mismo Pakarati, su hija y su padre, enseñan para el otro lado de la pantalla, la importancia para su etnia del moái prisionero en Inglaterra: la proyección de un poder sobrenatural, venido desde el espíritu de los ancestros difuntos, con el objeto de proteger y ayudar a vivir, a estos descendientes del presente, y los que vendrán, los del futuro.

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Un documental imprescindible al instante de filosofar en la multiplicidad de vertientes identitarias, que confluyen sobre el río que recibe el nombre de Chile, fundamentalmente en esta hora, cuando la nación se cuestiona e interroga acerca de nuevas formas de sociabilidad, respeto, tolerancia y entendimiento, entre sus millones de ciudadanos. No en vano, algunas secuencias del crédito recuerdan los conflictos suscitados hace algunos años, y la petición de los Rapanui, con el propósito de restringir el número de visitas de extranjeros y foráneos, a la capital, Hanga Roa, además de protestar por el abandono material y cultural -en que los tendría el poder central-, instalado cómodamente en la burocracia del continente.

Empero, persiste esa incómoda sensación crítica de que ciertos pasajes del largometraje, en especial los montados en la medianía del producto, se hayan lejos de encontrarse en el mejor lugar fílmico y literario, o que simplemente, sobran al segundo de enarbolar esa bella teorización argumentada por Leonardo Pakarati: el de la soledad y orfandad de un pueblo ancestral, violentado por un invasor de varias caras; y al que le han robado hasta sus rituales, historia, pasado y su rostro divino: ese moái, sin el cual no puede sobrevivir encima de la faz de la tierra, ahora, y menos en la emoción de un posible “por venir”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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