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Cuando el físico chileno Andreas Reisenegger conoció a un simpático profesor que se convertiría en Premio Nobel de 2017 Columna de divulgación científica

Cuando el físico chileno Andreas Reisenegger conoció a un simpático profesor que se convertiría en Premio Nobel de 2017

Cuando llegué a hacer mi doctorado en física en el Instituto Tecnológico de California (Caltech) en 1988, en uno de los cursos que tomé me tocó como profesor Kip Thorne. Un excelente pedagogo, además de ser un tipo muy simpático, un poco hippie, accesible y sencillo, que nos dijo en la primera clase: “Si no va en contra de su religión, llámenme Kip”.


Hace poco más de 100 años, Einstein formuló su “Teoría General de la Relatividad”, que explica todos los fenómenos relacionados con la gravedad en forma muy elegante, como resultados de un espacio-tiempo elástico y deformable.

En esta descripción, cada objeto curva el espacio en su entorno, alterando la geometría con respecto a las reglas de Euclides y Pitágoras que aprendimos en el colegio, y las trayectorias curvas de los objetos cercanos resultan de esta distorsión de la geometría.

Estas alteraciones del espacio-tiempo son más fuertes mientras más concentrada está la materia, siendo relativamente débiles en el caso de la Tierra (por eso no percibimos la geometría distorsionada), pero muy fuertes en agujeros negros y estrellas de neutrones.

Si los objetos en cuestión se mueven, la alteración de la geometría es dinámica, como cuando hacemos olas con la mano en la superficie de una pileta. Tanto en la pileta como en el espacio, las distorsiones se producen en un lugar dado, pero se propagan desde ahí, debilitándose a medida que se desparraman.

Las oscilaciones del espacio, que se propagan a la velocidad de la luz, son una consecuencia directa de la teoría de Einstein, y las llamamos “ondas gravitacionales”.

En el caso de un sistema binario, es decir, dos objetos astronómicos que orbitan uno en torno al otro debido a su atracción mutua, en cada vuelta generan una onda que se propaga hacia el infinito, llevándose energía del sistema. Como consecuencia de esto, los dos objetos se van acercando, orbitando cada vez más rápido, y por lo tanto emitiendo ondas cada vez más rápidas e intensas, hasta que finalmente se funden en uno solo.

En el entorno de un par de agujeros negros o estrellas de neutrones, estas oscilaciones pueden ser muy fuertes, pero van debilitándose con la distancia, tanto así que Einstein pensó que nunca podrían detectarse.

Todo esto era conocido, aunque no para mí, cuando llegué a hacer mi doctorado en física en el Instituto Tecnológico de California (Caltech) en 1988. En uno de los cursos que tomé, me tocó como profesor Kip Thorne, un excelente pedagogo, además de ser un tipo muy simpático, un poco hippie, accesible y sencillo, que nos dijo en la primera clase: “Si no va en contra de su religión, llámenme Kip”.

En una recepción de bienvenida, tuve la oportunidad de conversar con él y escucharlo contar alucinado acerca de las ondas gravitacionales y del proyecto LIGO, que estaban iniciando en colaboración entre Caltech y el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) para detectar estas ondas. En el campus había un prototipo de 30 metros de largo, construido y manejado por un físico experimental escocés rechoncho, de cara roja y acento incomprensible –por lo menos para mí-, llamado Ron Drever.

Kip era un teórico que había hecho y siguió haciendo contribuciones importantes a la comprensión más profunda de la teoría de Einstein, en particular al cálculo preciso de la forma de las ondas gravitacionales que serían emitidas por fenómenos astrofísicos como los pares de agujeros negros, además de escribir excelentes libros sobre el tema, tanto para especialistas como para el público general.

Por otro lado, motivado por el afán de detectar estas etéreas ondas, Kip fue uno de los principales impulsores del gigantesco y descabellado experimento LIGO, consistente en dos “interferómetros” en extremos opuestos de Estados Unidos, cada uno formado por dos brazos perpendiculares de 4 kilómetros de largo, dentro de los cuales van y vienen rayos láser que permiten detectar con precisión exquisita cuando uno de los brazos se alarga y el otro se acorta por el efecto de una onda gravitacional.

Dado lo pequeño del efecto a medir y las múltiples fuentes de ruido, para estar seguro de que lo detectado es realmente una onda gravitacional es necesario que por lo menos dos interferómetros separados por una gran distancia registren la misma señal con sólo milisegundos de diferencia.

Casi tres décadas después de mi conversación con Kip, el 11 de febrero de 2016, muchos tuvimos la oportunidad de ver la transmisión de la conferencia de prensa en que los líderes del proyecto LIGO, entre ellos Kip y la vocera científica del proyecto, la argentina Gabriela González, anunciaron la primera detección de una onda gravitacional, producida por el baile frenético de dos agujeros negros antes de fusionarse, lo cual ocurrió en una galaxia muy lejana hace unos mil millones de años.

Ahí, en una fracción de segundo, se liberó 5 mil veces la energía que emite el Sol a lo largo de toda su existencia de 10 mil millones de años. Sin embargo, dada la gran distancia, esto produjo en los brazos de LIGO un cambio de longitud menor que el tamaño de un núcleo atómico, una milésima de una millonésima de una millonésima del largo total de estos brazos. ¡No es de extrañar que haya tomado décadas construir un detector tan sensible!

Desde entonces, la colaboración LIGO, formada por cerca de mil científicos de muchos países, ha anunciado otras tres detecciones de ondas gravitacionales, todas ellas generadas por fusiones de pares de agujeros negros muy distantes. Las características de las ondas detectadas por LIGO permitieron verificar con gran precisión las predicciones de Einstein, además de mostrar por primera vez que existen los agujeros negros binarios, invisibles para todos los telescopios convencionales.

Dado esto, muchos ya esperábamos que el Nobel de Física 2017 reconocería esta gran hazaña. Como por reglamento no puede ser otorgado a más de tres personas, recayó en tres grandes líderes y visionarios representantes del proyecto, por un lado Rainer Weiss de MIT, por otro lado Barry Barish y Kip Thorne de Caltech. (Ron Drever falleció pocos meses atrás.)

Hoy, Kip ya no calcula ondas gravitacionales, sino que está dedicado a actividades que unen la ciencia y el arte, como la película “Interestelar”, en cuya creación tuvo un rol importante.

Sin embargo, podemos asegurar que la historia de las ondas gravitacionales no termina aquí, sino todo lo contrario: está recién despegando. La tecnología de los interferómetros está mejorando, haciéndolos más sensibles, y un nuevo interferómetro, KAGRA, está en construcción en Japón.

Pronto la detección de ondas gravitacionales se hará rutinaria, y con seguridad no serán sólo pares de agujeros negros, sino también pares de estrellas de neutrones o pares mixtos (un agujero negro y una estrella de neutrones), que al fusionarse emitirán luz visible, rayos X y otras ondas electromagnéticas además de las ondas gravitacionales, permitiendo un estudio más en profundidad de las propiedades de la materia más densa del Universo. ¡Y quién sabe qué otras sorpresas nos traerá este nuevo canal de comunicación del Universo!

Andreas Reisenegger. Profesor, Instituto de Astrofísica, Pontificia Universidad Católica de Chile e investigador del Centro de Excelencia en Astrofísica y Tecnologías Afines CATA

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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