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“Apuntes de un escritor malo” de Mauricio Bares: Todos somos Anónimo Hernández Crítica literaria

“Apuntes de un escritor malo” de Mauricio Bares: Todos somos Anónimo Hernández

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Con un humor refinado pero no menos sarcástico, y con un acertamiento del todo admirable, el mexicano Mauricio Bares, finalista en el Premio Herralde de Novela, en 2005, nos trae “Apuntes de un escritor malo”


“(La literatura) nos recuerda que, gracias al lenguaje o por culpa suya, no somos quienes decimos que somos. Decir es ser otro”, Heriberto Yépez.

“—Me llamo Anónimo…Anónimo Hernández —insistía mientras ellos asentían sonrientes confundiendo mi nombre una y otra vez.

—No te preocupes, Inédito, pronto te publicaremos…” (pág. 23).

Con un humor refinado pero no menos sarcástico, y con un acertamiento del todo admirable, el mexicano Mauricio Bares, finalista en el Premio Herralde de Novela, en 2005, nos trae “Apuntes de un escritor malo” (Coedición entre la editorial mexicana Nitro/Press y Ceibo ediciones, 2017), un libro de relatos acerca de un escritor, el infortunado Anónimo Hernández, pero también de aquel mundillo cruel, el literario, hipócrita, lleno de máscaras, atravesado por el ego, el machismo, el clasismo, lo bueno y lo malo de trabajar con las palabras.

Destaca, por ejemplo, que un escritor malo es casi tan importante como uno bueno, “por la sencilla razón de que los escritores malos contribuimos a que destaquen los destacados”. O que el escritor también adolece de vanidad, porque “por mucho que los escritores nos presentemos como personalidades intelectuales, ninguno escapa de la apreciación anatómica que el público hace de su persona”.

Bares nos habla de La muerte de Abstemio Cruz, El jardín de los cerezos que se trifulcan o Cien años de sobriedad, no con el afán ramplón de mofarse de novelas clásicas, exitosas o favoritas, sino que desmonta, con la excusa del recurrente olvido de nombres y títulos, la falsa creencia de que escribir tiene ese halo romántico, superior, divino, que puede ser replicado a modo de guía o molde para otros escritores.

“La gente tiende a pensar que la vida de un escritor es glamorosa, que vive en un limbo algodonado, que camina flotando gracias a su sabiduría y su facilidad de palabra, que las mujeres se despelucan por subir a su nube, que todo tenemos a una Marilyn jalándonos hacia una cama king-size con sábanas de satín. Nadie es capaz de visualizar lo ordinario que implica el trabajar todo el día frente a una pared, proyectando en ella lo que no vivimos rededor, hablando solo, contestando solo, incluso gritando solo, inventando otra escenografía para lo que en realidad es un cuartucho desaseado y solo, imaginando otras vidas para un tipo también desaseado y solo” (pág. 35).

“Hay que pagar la comida, el techo, la ropa. Las palabras lo dicen todo, porque a diferencia de otros profesionales (incluso del hampa o de la política), una expresión como hacer el súper en mi caso se limita a conseguir qué comer; comprar una casa se reduce a pagar el techo; e ir de shopping se constriñe a buscar qué ponerme(pág. 47).

Escritor Mauricio Bares

Hay mucho de azar y poco de esfuerzo. Hay mucho de estética y poco de ética, de calidad. “Porque si eres guapo, qué importa lo que escribas. Tú solo teclea. No te faltarán editores. Ni lectores. Ni admiradores. Tu galanura saltará los obstáculos de las mesas de redacción, de la aprobación otorgada por el respetable, y conseguirá el apasionamiento de tus seguidores”. Si no, diría Bares, pregúntenle a Kundera, el verdadero “Sting de la literatura”, o a Vargas Llosa, “que chaparrón y todo, rompe corazones ya entrado en la tercera edad”. Por eso el propósito de las fotos en solapas y contraportadas. La obra necesita un rostro, “porque el artífice detrás de ella tiene un aspecto”, el cual es calificado por el público. Al menos para los feos, dirá el autor, están las fotos artísticas.

En el relato Escritores sin sexo, nos habla de una junta editorial que fue alborotada por la presencia de una “dama de los tacones”, revolucionando, por tanto, las hormonas de los comensales. ¿“Una urgencia fisiológica”? ¿“El mero despliegue testicular”? En el fondo, el impulso cavernario solaza la supuesta sofisticación y las ínfulas de escritores y editores.

“La tinta corrió con mayor frenesí y los dígitos desafiaron a los ceros y los unos, y a los unos y a los otros. Si el olfato y las miradas de mis nuevos amigos atendían el llamado del instinto en cada taconeo, sus proyectos y cifras brotaban por doquier. Incluso se prodigaban. Un poco de carne originaba lo que ninguna junta editorial asalariada podía lograr en sus oficinas de lujo” (pág. 22).

En los relatos Un escritor y su hijo y Un escritor y su hijo 2, nos cuenta Bares, no sin ese humor “de escopeta”, los altos y bajos de la vida de los escritores: desde las dificultades económicas, a contrapelo de la creencia popular, hasta el afán por criticarlo todo, porque nada les gusta. Aunque también hay cierto trascender, la tarea de nombrar el mundo, de definirlo, y significarlo. La tarea del escritor. El trabajo del lenguaje.

“Lo importante fue que, saliendo de allí, pude ejercer el don hasta entonces negado: nombrar el mundo. Y no solo para mí, o para unas hojas que nunca encontrarían lectores, sino para mi hijo. Lo hice para sentir ese placer básico de la comunicación” (pág. 49).

 “Por eso, cuando salgo a pasear con mi bodoque, me abstengo de sesgar la información y solo le instruyo: palomas, microbús, nubes, parque, caca, cuidado. Nada de consignas políticas, nada de sociología para principiantes, nada de máximas filosóficas. Quizá una pizca de ética de vez en cuando: no jodas a nadie, pero si te joden, responde” (pág. 53).

También hay en “Apuntes de un escritor malo”, inverosímiles máquinas como Escribator (mitad androide, mitad estufa), que arrasan con todo, incluso con escritores malos como el protagonista; talleres literarios que, como voraces perros, destruyen cualquier intento de creatividad; ferias literarias más parecidas a supermercados donde la gente recorre como “autómatas sonrientes” y “donde lo más parecido a un algodón de azúcar era un capuchino azucarado hasta la madre”. Y mucho más.

¿Quieren saber, por ejemplo, el verdadero y único asalto a Carlos Monsiváis?

Podemos, en definitiva, sonreír con este peculiar libro, con  Anónimo Hernández y sus historias, pero serán no pocos los tentados (bienvenidos sean) a escudriñar con menos inocencia el oscuro, prosaico y nada melindroso mundo de los escritores y la creación literaria.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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