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La dimensión desconocida del genio de Mistral CULTURA|OPINIÓN

La dimensión desconocida del genio de Mistral

Joaquín Trujillo Silva
Por : Joaquín Trujillo Silva Investigador CEP. Profesor de las universidades de Chile y Santiago de Chile
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Más allá de los elogios de lo maternal, la escuela rural astronómica o el billete de cinco mil pesos, poco sabemos aún de lo que significó esta mujer para nosotros y acaso es posible que no lleguemos a saberlo nunca. En la dimensión desconocida no se entra por ningún arco triunfal.


En 1889, cuando la República de Chile se preparaba para una lucha fratricida que saldó miles de muertos en los campos de la civilidad por 1891, nacía en uno de los cajones transversales, una mujer que sería criada entre mujeres, y en la pobreza regularmente digna de los antiguos campos. 

Su contacto con la botánica pintoresca desarrollada por Adolfo Iribarren, un patrón de fundo que se transformó en algo así como un tutor, nos habla de una forma especialísima de ese otro almácigo que Erasmo de Rotterdam tituló la educación del príncipe. De ahí que el poema con que ella cantó este episodio “tropical” de su niñez haya estado referido a la ilusión de “ser reinas” que confidenciaba a sus amigas de infancia, y que parece haber sido un sueño compartido. En otro, guardará distancia de estas coronaciones.

[cita tipo=»destaque»]En su sabiduría palpita un estado superior de la mente. Gabriela Mistral es, como Andrés Bello, simbólicamente no canjeable, fuera del comercio, pero está por sobre éste en lo que respecta al coraje de la lengua.[/cita]

Lucila Godoy Alcayaga, que el domingo hubiera cumplido 130 años, habitó siempre una dimensión paralela. Lo extraordinario es que esta dimensión no fue la de las “lunas de la locura” sino que la de su propia realidad transformada en la realidad de tantos otros, que acaso sea la definición del genio. 

Pero esta dimensión fue siempre muy suya, y se hacía notable por lecturas independientes como la de la Biblia o Sri Aurobindo. Aislada de la poesía local, no se enfrascó en las a ratos absurdas polémicas de la masculinidad lírica, ricas en ingenio, pero de elocuencia circunstancial. Incluso Borges la considerará, ya consagrada, una superstición chilena. “Ninguneada”, lo suyo será la creación de una concreta dimensión internacional en la que se las arregló para mantener un permanente contacto con la dura realidad pedagógica. 

Gabriela Mistral pudo afirmarse gracias en parte a los agudos cazatalentos de los gobiernos chilenos que le extendieron la calidad de cónsul vitalicia, el de Alessandri, entre ellos. 

Fue también en esta dimensión donde ingresó definitivamente en el campo de fuerza de almas afines: Stefan Zweig, Thomas Mann, Miguel de Unamuno, Romain Rolland, Maurice Maeterlinck, aquellas que en general fueron indóciles a la capitulación desquiciada que la intelectualidad del siglo XX hizo de los principios fundamentales del viejo humanismo. Gabriela Mistral no cedió ante los intentos elaboradísimos de proclamar la inexistencia práctica de la humanidad, de despostarla —hasta metafísicamente— en razas o clases antagónicas. 

Y es que en ella supieron combinarse todos aquellos principios derogados por la astucia de su tiempo, por el lugar común o la taquilla. 

Esta fue, en cierto sentido, la ingenuidad que la hizo sabia y contundente, una sensatez desconfiada y a veces solitaria, muy de su origen.  

En su poesía misma nos contó de las oscuras dimensiones subterráneas en las que la rosa es horrible, en que el más vital de los fluidos —el agua— no contempla en ella más que una aberrante raíz, un algo sin prolongación. Asimismo, observó que, del lado luminoso del mundo, el ciego ignora la realidad de la flor, y que, por lo tanto, existen soles al margen del tendido eléctrico; que hay una historia secreta en paralelo a las grandes extenuaciones de la Historia, ese océano al que todas las famas buscan ir a dar, antes de consumirse en la tierra o evaporarse en el cielo.

Esta fuerza que pudo haberse incoado en la comunidad primigenia que asediaba los braseros, caló en ella lo bastante hondo como para hacerla quizás el personaje más libre de la historia de Chile.

Su comentado lesbianismo bien puede ser interpretado como una extensión de su amplitud emotiva, de su transcripción primordial del afecto; su filia fue con nombre y apellido. 

Muchos escritores aspiran a la pluralidad de máscaras, pocos, en cambio, son capaces de su propio desenmascaramiento sin, a consecuencia, esfumarse ellos mismos. Y es que la excepcionalidad tan radical de Mistral tiene la punzante veracidad de Sócrates, la excitabilidad pulcra de Dante, la jerarquía augusta de Goethe.

Porque en ella hubo muy poco de derivativo.

En su sabiduría palpita un estado superior de la mente. Gabriela Mistral es, como Andrés Bello, simbólicamente no canjeable, fuera del comercio, pero está por sobre éste en lo que respecta al coraje de la lengua.  Nacionalsocialismo. fascismo, estalinismo, falangismo ni otros “ismos” de franquicia tercermundista pudieron reducirla a sus logotipos. Al menos, por esta juiciosidad de estar en el mundo sin estar en él —como San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Ávila— es que su genio debe ser llamado extraliterario.  

Tal vez si Chile hubiese en el pasado reparado más en la dimensión desconocida que nos sugirió el genio de Mistral, y menos en todos los calcos indisimulados, los argumentos de molde, los eslóganes y banderas importadas desde el afuera que Mistral conquistó, hubiese cometido menos errores y tendría que hoy lamentar tal vez otras brutalidades.

Más allá de los elogios de lo maternal, la escuela rural astronómica o el billete de cinco mil pesos, poco sabemos aún de lo que significó esta mujer para nosotros y acaso es posible que no lleguemos a saberlo nunca. En la dimensión desconocida no se entra por ningún arco triunfal.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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