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“Lear, el rey y su doble”, en el imaginario de Flavia Radrigán y de Jesús Urqueta CULTURA|OPINIÓN

“Lear, el rey y su doble”, en el imaginario de Flavia Radrigán y de Jesús Urqueta

José Miguel Ruiz
Por : José Miguel Ruiz Escritor, poeta y profesor de Castellano (UC). Ha publicado, entre otros libros, “El balde en el pozo” (poesía, 1994), “Cuentos de Paula y Carolina” (narrativa, 2011) y “Gramática de nuestra lengua” (2010). Mención Honrosa en los Juegos Literarios Gabriela Mistral de la I. Municipalidad de Santiago, 1975. Primer Premio en el Concurso de Poesía de la P. Universidad Católica de Chile, 1979. Premio Municipal de Arte, Mención Literatura, de la I. Municipalidad de San Antonio (1998).
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La obra presenta momentos estéticamente inolvidables, escenas muy potentes; en la penumbra, por ejemplo, al inicio, con un  juego de luces y sombras, como un cuadro de Rembrandt, el viejo y decrépito rey es aseado en su cama por su bufón. La potencia escénica de un cuerpo semidesnudo, vista casi con los ojos de un pintor; el contraste entre el poder y la decadencia; la música, los efectos de la iluminación, los diálogos entre Lear y el bufón, el monólogo del viejo rey, repasando, desde la soberbia del poder, parte de su vida. Esa conciencia que es el bufón; el intercambio de roles entre ambos personajes.


La connotada dramaturga Flavia Radrigán, en “Lear, el rey y su doble”, toma parte de la historia del rey Lear de Shakespeare, en relación con el viejo y otrora poderoso monarca, ahora decadente y final, en conflicto con sus hijas y su relación con Cordelia, la amada hija menor, incesto de por medio; pero esa es la intertextualidad. Flavia Radrigán hace otra cosa que retomar la tragedia shakesperiana y recrearla en una nueva obra; y el director, Jesús Urqueta Cazaudehore, los actores Francisco Reyes y Daniel Antivilo, con la escenografía, diseño e iluminación de Belén Abarza, pondrán en escena una obra en que la trama, la escenografía, su simbología, la iluminación, la ambientación sonora (Álvaro Pacheco) van a la par con el texto, para una puesta en escena memorable. 

[cita tipo=»destaque»]Una obra que no resulta fácil reseñar: hay que estar frente a ella, dispuesto a las emociones que sobrevienen por el texto, la dramaturgia, lo escenográfico, lo sonoro, y las actuaciones de dos actores que conocen, por su experiencia, los recovecos del alma humana. Y el vasto y profundo imaginario creador de la dramaturga Flavia Radrigán, del director, en fin, del colectivo involucrado.[/cita]

Cada cual puede apreciar esta obra desde su sensibilidad, experiencias previas ‒teniendo en cuenta o no el referente shakesperiano‒, desde sus propias motivaciones, gustos y desafecciones; pero creo que el espectador de esta coincidirá en la notable puesta en escena. Ver a dos actores como Francisco Reyes, como Lear, y Daniel Antivilo, como el bufón ‒que representa al pueblo, la conciencia, quien interpela al viejo rey, próximo ya a la decadencia total y a la muerte: lo que es revisitar su propia vida, para ver qué de ella ha estado bien y qué no‒ es ya algo muy potente. Una gran actuación. La  relación de Lear con su pueblo, con sus hijas, desde el poder total, traspasado todo límite en sus afectos y decisiones. Todo esto trasladado, en un salto temporal, a la vida actual, a los avatares de hoy, en esa suerte de eternidad y de permanencia de las acciones y sentimientos humanos.

La obra presenta momentos estéticamente inolvidables, escenas muy potentes; en la penumbra, por ejemplo, al inicio, con un  juego de luces y sombras, como un cuadro de Rembrandt, el viejo y decrépito rey es aseado en su cama por su bufón. La potencia escénica de un cuerpo semidesnudo, vista casi con los ojos de un pintor; el contraste entre el poder y la decadencia; la música, los efectos de la iluminación, los diálogos entre Lear y el bufón, el monólogo del viejo rey, repasando, desde la soberbia del poder, parte de su vida. Esa conciencia que es el bufón; el intercambio de roles entre ambos personajes. Qué potente puede ser un actor, o dos actores, solo o solos sobre el escenario, cuando se alcanza una gran intensidad dramática, cuando lo sonoro, la iluminación, la escenografía que puede significar una corona invertida colgando del techo, o el espacio cerrado en que se encuentran los personajes, confluyen en ello.

Una obra que no resulta fácil reseñar: hay que estar frente a ella, dispuesto a las emociones que sobrevienen por el texto, la dramaturgia, lo escenográfico, lo sonoro, y las actuaciones de dos actores que conocen, por su experiencia, los recovecos del alma humana. Y el vasto y profundo imaginario creador de la dramaturga Flavia Radrigán, del director, en fin, del colectivo involucrado.

Brillante puesta en escena, memorables actuaciones y dirección, a la altura de recordar, como referente, la gran tragedia de Shakespeare, y abandonándola Flavia Radrigán lo preciso para crear la obra original y propia, con su sello de ahondar con decisión en las problemáticas y relaciones humanas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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