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Libro «Entre dos mundos a un barco de distancia»: el respeto a la verdad CULTURA|OPINIÓN

Libro «Entre dos mundos a un barco de distancia»: el respeto a la verdad

Recientemente el mercado editorial chileno se ha visto enriquecido con la aparición del libro «Entre dos mundos a un barco de distancia», cuya autora, Melanie Kilian Thelen, recoge los conmovedores testimonios de un joven soldado chileno de ascendencia alemana, quien participa de la Segunda Guerra Mundial del lado de su patria originaria. No obstante, la escritora y su «testigo presencial» se queda en el umbral del juicio ético-político, y deja al lector sacar su propia conclusión; libremente y sin condicionamientos.


La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue el acontecimiento más determinante del siglo XX, tanto por sus consecuencias como por su alcance universal. Las «potencias del Eje» (los regímenes nacional-socialista de Alemania y fascista de Italia, a los que se unió el militarista Imperio japonés) se enfrentaron en un principio a los países democráticos «aliados» (Francia e Inglaterra, a los que se sumaron después los Estados Unidos y la Unión Soviética), quedando como los principales contendientes, a pesar de que multitud de países acabarían incorporándose a uno u otro bando. El mayor conflicto bélico de la historia ha generado un conjunto de cambios trascendentales, que deben conocerse para entender la actualidad. Su impacto ha provocado un duradero reflejo en el cine y la literatura, que, como testimonio del enfrentamiento, contienen un patrimonio biobibliográfico incomparable.

Dentro del pequeño universo monotemático de historias —las ortodoxias oficiales acerca de la Segunda Gran Guerra es posible acceder a una enorme producción teórica muchas veces marcada por un carácter fragmentario y disperso que tal vez terminen por deconstruir el fin de tres ficciones convencionales: la representación, la razón y la historia. 

La ficción de la representación va relacionada con la simulación del significado; la de la razón, con la simulación de la verdad, y la de la historia, con la de la eternidad.

Así las cosas, la búsqueda de la certeza acerca de los orígenes tanto históricos como lógicos, de la verdad y de la demostración y objetivos de tal búsqueda admiten conclusiones deductivas, permiten despojarse de los adornos exteriores de la versión «clásica» y de las adaptaciones que resultan ser una adecuación estilística más, basada esta vez en un positivismo técnico y científico, una simulación de la eficiencia.

Ya Friedrich Nietzsche en su Also sprach Zarathustra. Ein Buch für Alle und Keinen (Así habló Zaratustra), apuntó que el despertar al conocimiento era (pleno siglo XIX) equivalente, en su valor y en su significado, a su fe en el conocimiento; que, agrega, tener fe significa no querer saber la verdad. 

Otra fábula de solidaridad

Situada en las antípodas de la literatura samizdat, la información contenida en «Entre dos mundos a un barco de distancia» se debe principalmente a aquellos seres humanos cuyas vidas estuvieron ligadas a la paz (es sabido que la paz suele tener el rostro de una «guerra sin fin»), lucharon ciegamente y se negaron a ser barridos por la corriente de la historia. Junto a ello, Melanie Kilian establece determinadas premisas fundamentales que espejean la versión oficial del conflicto bélico en los albores de los años 40, a saber, el relato de la dominación y de la emancipación se une aquí claramente a «otra» historia acerca de la verdad y la muerte. Consiguientemente, contrasta la «narrativa de pureza», pues como apunta sagazmente la escritora chileno-alemana, hubo más de uno que sedujo a «los espíritus de sus enemigos tanto como a los de sus partidarios». 

Aquello que permanece en lo inexpresado, las visiones del enigma en la voz de aquel joven soldado chileno-alemán, Julio Emilio Kilian González, miembro de la artillería antiaérea de la luftwaffe no buscan una aproximación más o menos verosímil a la obscena realidad sino que renueva y vigoriza, sin ostentaciones analíticas ni descriptivas, el tronco secular que perturba la ingrata desfiguración del peso de las subjetividades colectivas.

Bajo una prosa transparente, sencilla y clara, Melanie Kilian plantea sus propios desafíos, puesto que el peligro constante es que se pueda incurrir en la neutralidad engañosa  y simplista del tempo, del canon, aunque tampoco, en el través de sus páginas, es  posible constatar el recrudecimiento, el fervor proselitista ni los salmos fúnebres. Si «Entre dos mundos a un barco de distancia» tiene en sí mismo algún significado o existencia coherente, ello estriba no en la erudición sino en la empatía con aquellos lectores posibilitados para percibir y sentir los rasgos del amor y la muerte, materia prima esencial de la literatura. Se trata de un libro en que pocos lectores podrán desencantarse porque solo una pequeña minoría habrá tenido la oportunidad de llegar a estar encantada con la guerra.

Así escribe:

IV. EL VIAJE SIN RETORNO

Han pasado casi dos meses desde que me inicié en el servicio del trabajo y últimamente ya no hablamos de lo que hicimos el fin de semana. Más bien hablamos de política, de la cual francamente no entiendo mucho, ni menos en un país donde la estructura gubernamental es diferente a la que estudié en el colegio, de hecho, ni siquiera tienen presidente. Pero como no me gusta quedar en la ignorancia traté de ponerme al corriente.

Bien, lo que en mi país es un presidente aquí es el canciller y en estos minutos ese título lo lleva Adolf Hitler. Aparentemente él ha sido el gestor de este resurgimiento del país, de su rápida reconstrucción y de que la nación vuelva a ser una gran nación. Lo oí hablar un par de veces y me gusta, es un tipo que sabe lo que hace y lo hace bien. En el Arbeitsdienst, muchos hablan de recuperar las tierras alemanas que nos quitaron en la Gran Guerra, dicen que con Hitler eso no será problema y que en unos meses podremos volver a ser los de antes.

Llegué ese fin de semana a comentarle a Fritz sobre las discusiones políticas del trabajo, pero no me tomó muy en cuenta, solo dijo que una guerra no es buena para nadie. Me di cuenta de que mi tío ni siquiera había oído lo que le hablé, yo no dije nada de guerras, eso es absurdo, sólo se trata de recuperar lo nuestro.

—Tú ni siquiera eres alemán, de qué “nuestro” estás hablando— replicó mi tío ante mi insistencia con el tema.

Eso me ofendió profundamente. Ni siquiera mi padre me había tratado como un niño a esta edad, ya cumplí 18 años, de hecho, tengo derechos. No seguí esa conversación y me fui a mi cuarto. Tampoco vi a María en todo el fin de semana, lo cual me deja aún más melancólico. Nuestra relación va bien. No sé si estamos pololeando, pero debo confesar uno que otro mágico beso. 

Cada semana de trabajo cobraba mayor fuerza el tema de recuperación territorial. Algunos de mis amigos ya estaban decididos a dejar el servicio del trabajo y unirse a la causa alemana. Pero al poco tiempo la decisión ya se había tomado en el alto mando. Un llamado público citaba a todos los jóvenes alemanes entre 18 y 40 años a inscribirse en el entrenamiento para reservas de primera línea. La idea no es llegar a un conflicto bélico, pero debíamos estar preparados. Podíamos inscribirnos en la infantería, en la naval o en la aviación, cada uno podría elegir y el gobierno nos daba la instrucción necesaria a cambio de nuestro servicio.

Es increíble, yo vine aquí a estudiar algún título técnico y ahora tengo la oportunidad de ser piloto. Y por sobre todo, tengo la oportunidad de participar en la recuperación de esos territorios que se perdieron en una horrible guerra durante la cual mi padre hizo hasta lo imposible por participar. 

¡Definitivamente, este es mi gran momento!

Llegué a casa ese viernes y antes de que pudiese decir nada, Fritz me aborda aceleradamente diciendo:

—Por fin contacté a tu padre, él está haciendo todas las gestiones desde Chile con la embajada, solo tienes que esperar a que te llamen y ese mismo día vas a la embajada para que te designen un barco hacia América. Debes empacar y tener todo listo, ya que cuando llamen de allá no habrá tiempo para nada.

—Pero tío…—, no logro terminar mi frase cuando mi tío interrumpe aceleradamente.

—¡Nada de peros, tú solo haz tu maleta, que esto es rápido! Si te llaman tienes que ir de inmediato y sin perder tiempo.

¿Y ahora qué quiere? ¿Que después de tres meses aquí salga corriendo a mi país con las manos vacías? Realmente no logro entender como puede ser tan poco nacionalista, es su país y está fragmentado, este es el momento de recuperarlo y él también podría formar parte de la historia, sin embargo, solo piensa en sacarme del medio, como si fuese una molestia en esta hazaña.

Esa misma tarde sonó el teléfono en casa de mi tío. Él había salido a buscar pan para la noche y yo contesté. Era de la embajada, me solicitaron tomar el primer tren a Hamburgo y embarcarme en un barco que llegaría a Argentina. 

No sé qué hacer, ¿qué es lo correcto? Si me voy dejaré a María, y quién sabe si después vuelva. Además, ¿qué haré en Chile si ni siquiera ingresé a la universidad? Esto sólo será un par de meses, por qué tanto ajetreo… ¡Uf! Mi cabeza da vueltas como un torbellino. Siento la puerta principal abrirse, y la primera pregunta de mi tío es saber si ha sonado el teléfono, ante lo cual solo niego con la cabeza mientras mis pensamientos siguen desorientados. Creo que solo quería tener más tiempo para pensar bien. No dormí nada esa noche de domingo y al día siguiente no fui al servicio del trabajo. Apenas desperté subí al piso de María para hablarle, pero ella estaba en su trabajo. Entonces fui al centro de la ciudad, a la tienda de enrolamiento montada provisoriamente en cada ciudad. Había una fila enorme que salía hacia afuera, la mayoría jóvenes como yo. Me puse en la fila y todos nos preguntábamos mutuamente donde nos inscribiríamos. Tengo mucho tiempo para pensar ya que esta fila avanza lentísimo.

Hmmm, ¿Infantería?, no, en ningún caso, ellos se lo pasan marchando y yo odio eso. Podría ser en la naval, pero ¿y si me meten a un submarino?… ¡Uf!… Ni hablar… Bueno, parece que sólo me queda aviación, y además siempre quise ser piloto. Ya había tomado mi decisión y me sentía muy seguro de ella, así es que el resto de la espera fue conversar con los demás.

Pasadas varias horas por fin llegó mi turno. Me atiende un caballero de unos 50 años y después de copiar todos los datos de mi pasaporte en una hoja con varios calcos debajo, me pregunta si tomaré cielo, mar o tierra.

—Cielo.

Replico con toda seguridad.

—Ok, firme aquí, me responde el caballero detrás del mesón.

Después de firmar el dichoso papel con tres copias en calco, me entregan una y me dicen que vuelva en dos semanas para recibir instrucción.

Volví a casa y no fui capaz de comentarle a mi tío lo que había hecho ese día. Él solo insistió con su pregunta, si habían llamado de la embajada. Su tono de voz ya no estaba agitado, más bien me pareció resignado. 

A María sí le conté de mis decisiones. Ella tampoco estaba segura del real significado de mis actos, pero por ahora significó que seguiremos juntos, y eso bastó para ambos.

Ya no necesitaba asistir al servicio del trabajo, me había enrolado en el ejército y esa es otra forma de servir al país. El tiempo de las siguientes dos semanas sería muy bien invertido en mi relación con María.

Y así fue, nuestra relación va viento en popa, y las dos semanas pasaron volando. Claramente mi tío ya supo de mi enrolamiento, pero jamás supo de la llamada. De hecho, creo que asumió que las gestiones de mi padre en Chile simplemente no tuvieron éxito y ante ello yo no tuve ninguna opción. En Alemania yo soy tan alemán como cualquier otro ciudadano por lo que debo atenerme a todas sus leyes y el gobierno es sumamente riguroso en el cumplimiento de estas.

Me presenté el día de la citación. Era la misma tienda, pero todos los que estamos aquí hoy habíamos optado por “cielo”. Hay mucha ansiedad en esta carpa, parece que estamos en una especie de improvisado salón de clases esperando al maestro. Cada tanto nos pedían silencio, hasta que finalmente ingresa un personaje uniformado presentándose como coronel de la fuerza aérea alemana. Durante una hora aproximadamente nos explicó lo importantes que éramos nosotros para el país y en qué consistiría nuestro entrenamiento inicial. Todos debíamos recibir primero la instrucción de recluta, la cual duraba seis meses y se impartirá en las instalaciones de Berlín. Durante todo ese tiempo estaríamos recluidos al interior de las instalaciones militares y sin posibilidad de contactarnos con nadie. El traslado a Berlín lo costeaba el gobierno y sólo debíamos llevar algunas pertenencias básicas, ya que allá nos proveerían de uniformes, útiles de aseo, alimento diario, camas y ropa de cama.

No pude dejar de pensar en María. Decidí quedarme pensando que así no la perdería, y ahora debo alejarme por medio año… ¡Uff!… Es demasiado tiempo. Caminando a casa mi mente no dejaba de pensar, había tanto que entender.  

En casa me esperaba mi tío con una exquisita comida. Se notó que hubo un esfuerzo adicional en su preparación. Nos sentamos en la mesa y charlamos como nunca. Desde el principio pensé que nuestra comunicación no era la mejor, pero esa tarde de primavera sentí que podríamos ser muy buenos amigos.

—¿Partirán pasado mañana cierto?—, me preguntó con un dejo de tristeza.

Asentí con la cabeza, mientras él continuaba,

—Te echaré de menos. Por favor nunca trates de ser un héroe, sólo mantente a salvo y vuelve pronto.

Con esa última frase nos abrazamos, y luego subí a ver a María. Salimos a caminar tomados de la mano. Creo que lo nuestro ya era una relación formal, y al parecer aceptada por su padre ya que lo único que él me pedía constantemente era que jamás me lleve a su hija a Chile. Hablamos de tantas cosas, de la vida de nosotros, incluso por primera vez hablamos de nuestro posible futuro juntos, y para ello este distanciamiento de seis meses sería todo un reto, pero al menos yo estoy muy convencido de mi amor por ella, además no tengo posibilidad de conocer a ninguna otra chica, mal que mal estaré recluido con un montón de hombres malolientes. Acabo de darme cuenta de que estaré en franca desventaja, pero entonces nos echamos a reír y concluimos con un maravilloso beso que sólo podía expresar lo mucho que ella también me quiere.

Un beso que no quiere escapar de mis recuerdos y que incluso me acompañó a Berlín. Aquí nos reunieron a todos en un gran recinto abierto. 

Aunque no se compara con el agradable y cálido clima de mi querido Chile, nos acompaña una tibia brisa primaveral. 

Nos encontramos todos de pie en la mitad de esta gran superficie cercada provisoriamente con vallas y cubierta parcialmente con lonas. Hacia el fondo se ven numerosas mesas blancas y en cada una de ellas distingo instrumentos o artefactos médicos. También hay hombres y mujeres vestidos de blanco transitando por todo el recinto, y bien al fondo se ven algunas carpas. Cada quince o veinte segundos se oye un nombre por unos altavoces y alguno de nosotros que se siente aludido se acerca a la soga que nos separa del sector de los mesones, entonces uno de los personajes blancos abre el cordón dejándolo pasar e invitándolo a tomar asiento en algún mesón desocupado. 

Llevaba casi dos horas observando cuidadosamente este ritual, e intentando adivinar todo lo que aquí acontece, cuando oigo por los altavoces:

—¡Julio Emilio Kilian González! 

Levanto la cabeza e intento abrirme espacio entre la multitud que aún espera. Cuando por fin llego a la soga y paso al otro lado, veo a uno de los hombres de blanco que con la cabeza levantada al igual que yo pareciera estar buscando a alguien. Desde el fondo se encamina directo hacia mí y cuando nos encontramos a una distancia prudente me dice a modo de pregunta:

—¿Julio Kilian? ¿Julito de Chile?

Un poco desconcertado respondo que sí, ese soy yo. Entonces el hombre, a quien aún no reconozco, me da un abrazo de esos que echaba de menos en este país más bien distante en sus relaciones personales. Al soltarnos él insiste con sus preguntas:

—Pero ¿qué haces aquí?, ¿cuándo llegaste?, ¿por qué estás aquí?

Son demasiadas preguntas y como no respondo de inmediato el hombre parece entender que debía presentarse antes de continuar.

—Soy el doctor Friederich Stein, tu médico de familia, ¿no me recuerdas? Te he atendido desde que tenías apenas meses.

Ahora sí, mi mente logra aclararse, claro que sí, nuestro médico de cabecera de toda la vida. Se fue de Chile hace siete años y ahora está aquí, en la misma ciudad en la que me tocó realizar el entrenamiento recluta, eso sí es coincidencia. Un nuevo abrazo e incluso unos lagrimones de emoción prosiguieron después de aclarar nuestra relación.

Friederich me explica que aquí nos toman muestras de sangre, anotan nuestras debilidades médicas y nos realizan un chequeo de rutina, todo para tener absoluta claridad sobre nuestras condiciones de salud. Yo le comento de mi venida a estudiar y de cómo se fueron dando las cosas. Él se detiene, me sienta en uno de los mesones y, mirándome a los ojos, comenta:

—Julito, viniste en el peor momento, esto es mucho más que una recuperación de nuestros territorios y dudo mucho que dure solo unos meses como dice todo el mundo. ¿En qué te inscribiste? 

—En la fuerza aérea.

—Ok, haremos una cosa, te voy a inscribir en un curso de sanidad, con este curso te mantendrán lejos del frente ya que tú serás quien se encargue de ayudar a los heridos, ¿estás de acuerdo? 

El doctor Friederich hablaba con tanta convicción y tan golpeado que sus preguntas parecían órdenes militares a las cuales yo era incapaz de negarme. 

El mismo continuó con la toma de muestras, y llenó mi cartilla casi sin preguntar nada. Me pregunto cuántos pacientes habrá tenido como para recordar tan bien cada enfermedad que yo haya padecido en mi infancia, creo que ni mi madre hubiese llenado con mayor exactitud esa planilla.

Luego nos despedimos con otro fuerte abrazo al estilo chileno, y entonces me guían hacia el lado opuesto de donde veníamos. Tuve que pasar por otros mesones en los cuales me entregaron una mochila de lona gruesa, un uniforme, zapatos y una bolsa de lona.

—Se cambia de ropa en las carpas del costado, y deje toda su actual ropa en la bolsa de lona por favor. 

Esas fueron las indicaciones de una amable señorita, a la cual obviamente hice caso.

Todo me calzaba a la perfección, me pregunto cómo lo harán, cómo pueden ser tan eficientes. Claro, el doctor me preguntó por mi talla y calce, luego pasó la hoja hacia atrás y conversamos otro tanto, seguro que en ese lapso armaron mi paquete de vestuario y al terminar ya estaba todo listo para que yo lo reciba, y así con las decenas de soldados que pasaban por este filtro médico y terminaban vestidos y esperando en un banco igual que yo. Es como una gran máquina de soldados, entran civiles y salen soldados. Bromeamos un rato con el tema de la máquina, mientras se iba llenando el banco de soldados vestidos, y en cuanto se llenó alguien nos pide levantarnos y seguirlo ordenadamente. Sin cuestionar ni preguntar nada todos nos levantamos y en una gran fila de veinte o veinticinco hombres lo seguimos. Bastante más adelante se observa una fila idéntica a la nuestra, que seguro fue el banco lleno anterior al nuestro.

—Vieron que es una máquina, dijo Christian en voz alta y todos soltaron una gran carcajada.

Christian es el quinto de la fila, justo dos delante de mí. Él también viene de Colonia, al igual que Norbert, y hemos hecho amistad desde nuestra inscripción. Los tres optamos por fuerza aérea y esperamos permanecer juntos. 

La caminata se extiende por varios minutos y las pesadas mochilas, más los sacos de ropa, comienzan a molestar. Algunos se quejan, pero el hombre guía hace caso omiso a los comentarios, solo continua la marcha como si fuese sordo. Pasamos por grandes extensiones de barro y pasto hasta llegar a una seguidilla de galpones. Parecían hangares de aeropuerto, pero bastante más pequeños. Nos detuvimos frente a uno de ellos con un número ocho sobre la puerta.

El guía se detuvo y nos pide enumerarnos, el último número que se oye atrás en la fila es el veinticinco, entonces nos abre la puerta y en un tono muy autoritario nos ordena que tomemos una litera, acomodemos nuestras pertenencias, y en veinte minutos nos esperaría a todos formados en el patio central.

A estas alturas quisiera saber dónde hay un baño y a qué hora nos servirán alimento, pero estas personas realmente te intimidan ya que nadie se atreve a preguntar nada, solo obedecemos como fieles soldados alemanes. Bueno de hecho creo que eso es lo que soy ahora.

Norbert ya había tomado posesión de una litera y colocado su mochila y bolsa sobre ella, desde el fondo me hacía señas para que tome la litera a su derecha.

—Julio, toma la litera de abajo, mi padre dijo que son más fáciles de hacer y es más rápido levantarse. 

Su padre estuvo en la Gran Guerra, por lo que seguro sabe lo que dice, motivo suficiente para que me apresurara a tomar la litera de abajo y a la derecha de Norbert.

Aprovecho los minutos de descanso para salir a buscar un baño. El campo es enorme y francamente no sé hacia dónde caminar para iniciar mi búsqueda. Afortunadamente al rato me topo con algún coronel u oficial, aun no distingo el rango según sus decorados en el uniforme, pero me dirijo a él de la manera más formal que puedo, preguntando por los servicios sanitarios. Sin decirme nada él señala hacia un galpón más bajito que estaba como a treinta metros del nuestro. Agradezco la seña y me apuro en llegar a destino. 

Este galpón, blanco inmaculado, parece un hospital, todo tan limpio y ordenado. La verdad no deja de asombrarme el rigor, la disciplina, el orden y capacidad de esta nación, a ratos me siento sumamente orgulloso de mi raíz germana.

Vuelvo muy aliviado a mi litera, pero no alcanzo a recostarme cuando Norbert me mueve el hombro diciendo:

—Vamos Julio, hay que ir a formarse. 

  Son las cuatro de la tarde, no he comido nada desde el desayuno, y ese tampoco fue muy abundante. Bueno, es de esperar que de aquí marchemos a los comedores. 

Seguimos de pie formados en una fila a la mitad de la nada y nadie viene. Tal vez equivocamos el horario, pero justo entonces suena un agudo silbato y todos nos estremecimos y volvimos a enderezar nuestras espaldas, y sin mover la cabeza miramos hacia todos lados como tratando de adivinar el origen del sonido. Un hombre alto y bien uniformado se acercaba por el costado.

—Es un sargento—, me susurra Norbert al oído. 

Él conoce la mayoría de los rangos gracias a su padre. Cuando el sargento estaba como a cuatro metros se detiene y nos saluda, a coro le devolvemos el saludo, y luego se presenta: 

—Soy el sargento Ulrich, y estaré a cargo de su entrenamiento de recluta. Pasarán seis meses bajo mi mando y espero contar con excelentes soldados después de eso. Les aseguro que estos seis meses serán intensos y muchas veces desearán no haber nacido, pero también les aseguro que cuando estén en el frente agradecerán infinitamente los conocimientos y entrenamientos que aquí recibieron. 

Mañana a las 7 am los quiero en este mismo lugar para comenzar su entrenamiento, por ahora solo vayan a los comedores y luego a sus literas, no desperdicien las horas de descanso ya que en el futuro las echarán de menos.

Terminó su discurso con un fuerte “Rompan filas” y después de eso nos fuimos al comedor. Tengo demasiada hambre, de verdad espero que los platos sean abundantes.

Nuevamente en ordenadas filas pasamos con nuestros platos por un largo mesón en el cual nos sirvieron una especie de puré, con toda clase de verduras. Parecía alimento de bebés. También cogí un pan, un vaso de jugo y una manzana.

No sé si lo disfruté engañado por el hambre o esto realmente estaba delicioso. Según Norbert estos platos vienen equilibrados con la dosis justa de nutrientes, proteínas, vitaminas, y todas las “inas” que nuestros cuerpos necesitan. 

Debo decir que las literas son bastante cómodas, pero a pesar de ello esa noche se me hizo eterna. El dulce beso de despedida de María se repetía en mi mente una y otra vez como si quisiera estar seguro de no olvidarlo. Pensaba en los amigos que ya tengo en este nuevo rumbo que tomó mi vida, en Norbert el grandote sabelotodo, en Christian el que nos otorga un toque de humor cada vez que puede, en Adolf que cada tanto bromea con su tocayo, el canciller. En fin, somos muchos y francamente ninguno tiene muy claro hacia dónde navega este barco al que nos hemos tenido que embarcar, pero todos estamos muy ilusionados con la idea de que haremos historia y recuperaremos lo que nuestros padres perdieron.

Triii… Exactamente a las seis quince de la madrugada suena por los altavoces de toda la instalación militar un silbato que literalmente nos sacudió de las literas. Estaba oscuro, y antes de ver nuestros relojes la mayoría pensó que algo malo estaba ocurriendo. Pero inmediatamente después del silbato se oye una voz:

—Todos a las duchas y en veinte minutos los queremos vestidos con uniforme de ejercicios en los comedores.

Rápidamente todos nos levantamos y apuramos el paso a las duchas. Como no podíamos ducharnos todos juntos, la espera de turnos impidió que muchos llegaran a tiempo. Nos sentamos a tomar un rápido desayuno, ya que el altavoz solicitó nuestra presencia en el campo de entrenamiento a las siete en punto. 

No somos el único grupo de veinticinco en estas instalaciones, de hecho, hay más de veinte galpones con literas y cada uno de ellos aloja a veinticinco soldados.

La mayoría de nosotros nos formamos a las siete en punto, sin embargo, a los cuatro atrasados se les ordenó ponerse el uniforme de combate con la respectiva mochila y para ello tenían cinco minutos. Una vez reincorporados los cuatro uniformados, iniciamos todos juntos una marcha.

Definitivamente esto se ve más fácil desde afuera ya que nos costó mucho sincronizarnos y mantener un ritmo constante. La instalación completa tiene un perímetro recorrible de quince kilómetros y nosotros ya habíamos dado dos vueltas marchando. Me sentí realmente exhausto, pero cuando miro de reojo a Erik, uno de los atrasados con uniforme y mochila, francamente me vuelve la energía al cuerpo, solo la mochila pesa unos quince kilos, y el uniforme con casco y fusiles debe pesar otros tantos. Francamente Erik estaba al borde del desmayo, y mientras pensaba sobre ello otro de los atrasados se desplomó en el suelo. Algunos se detuvieron, pero la mayoría continúo su marcha y entonces suena el silbato:

—Jamás se deja atrás a un compañero de unidad, ustedes son la unidad ocho y como equipo tienen la responsabilidad de llevar a los compañeros caídos. 

Con esa instrucción el sargento volvió a tocar el silbato esperando nuestra reacción al respecto. La mayoría, incluyéndome, nos quedamos paralizados, sin saber qué hacer, pero otros más despiertos tomaron al caído entre cuatro personas y retomaron la marcha, después de unos metros logramos volver a sincronizar nuestros pasos. 

Ese día marchamos treinta kilómetros durante la mañana y por la tarde nos atormentaron con ejercicios que simplemente agotaron nuestra energía hasta el borde del desmayo. Terminada la jornada nos advierten que la meta diaria es de cuarenta y cinco kilómetros, y que los ejercicios de la tarde no habían llegado ni a su inicio. Esa noche nos desplomamos en las literas y mientras unos terminaban de acomodarse otros ya roncaban. La noche se hizo nada hasta oír nuevamente los altavoces a las seis quince de la madrugada. Traté de levantarme rápidamente, pero mi cuerpo simplemente no respondió. Un profundo dolor se apoderó de cada uno de mis músculos y mis esfuerzos no daban fruto. Noté que no soy el único en estas condiciones, en realidad la mayoría de nosotros estábamos igual. Entonces, apenas a las seis y veinte, ingresa el sargento Ulrich a nuestro galpón. 

Con una sola orden pide que nos pongamos de pie al lado de las literas, algunos obedecieron al instante, otros a duras penas se sostenían con la misma litera, y los menos afortunados simplemente se quedaron tendidos. Yo fui de los que apenas se sostenían. Con absoluta sequedad y cero indulgencias, el sargento da una última orden para que todos sin excepción saliésemos al patio a formarnos, y si uno solo se quedaba todos marcharíamos ochenta kilómetros con uniformes de combate. Todo el equipo era responsable de cada uno y con enorme esfuerzo salimos arrastrando a los más averiados. 

Hace muchísimo frío a esta hora de la mañana, aun al término de la primavera. Este país parece no conocer el calor de un verdadero verano. Ulrich nos insultó por casi treinta minutos, aludiendo a lo débiles, mamones y medio hombres que éramos. Luego nos dejó de pie por dos horas, al término de lo cual nos derivó a las duchas y nos ofrecieron un débil desayuno. Casi no hubo tiempo para nada de eso, ya que a la carrera nos volvimos a formar para pasar otras tres horas de pie, esta vez con uniforme de combate.

Ese día pasamos muchísimas horas de pie, y nuestro descanso no llegó hasta pasadas las once de la noche, ya que tuvimos que limpiar todos los platos de los almuerzos y de la cena, y también limpiamos los comedores. Éramos dos unidades completas trabajando en esto y no comprendíamos como las demás unidades lograban soportar el trato.

Jorge L. Núñez A. abogado y escritor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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