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Una oportunidad en el Ministerio de las Culturas CULTURA|OPINIÓN

Una oportunidad en el Ministerio de las Culturas

Sin lugar a dudas, los desafíos son múltiples y no alcanzan siquiera a dimensionarse aquí. Sin embargo, la feliz coincidencia de un proceso constituyente en curso que entiende la relevancia de asegurar derechos culturales y un Gobierno con un programa consistente en esta materia, hacen que esta montaña de desafíos se pueda observar claramente como una oportunidad para las culturas en Chile. En especial, si la participación política en los procesos es una de las expresiones fundamentales de la democracia cultural y, por tanto, la responsabilidad no descansará solo en la gestión ministerial sino en toda la ciudadanía convocada a promoverlos y velar por ellos.


Tras una pandemia de destrucción de trabajo en el sector creativo y en medio de un proceso constituyente que se ha propuesto incluir derechos culturales en la nueva Constitución, el Presidente electo Gabriel Boric ha nombrado a quien será ministra de las Culturas, las Artes y el Patrimonio: Julieta Brodsky.

Con una vasta trayectoria en investigación en el campo cultural y constante presencia en los debates y acciones impulsados por distintas entidades gremiales, su nombramiento abre la oportunidad de ponderar el rol de un sector históricamente postergado en la agenda pública, visibilizar su contribución y dar un paso decisivo para la instalación de la coordenada cultural como un enfoque transversal en la acción del Estado.

Presencia, contención, apertura al diálogo y, en suma, una forma de hacer política de un modo más cercano, emerge como un imperativo para el ciclo que se abre el 11 de marzo y que estará marcado por la formulación de nuevas Políticas Culturales para el período 2022-2026.

Partiendo por las urgencias, una primera decisión relevante para la ministra será en un tema en el que es experta; la precariedad de las condiciones laborales de las trabajadoras y los trabajadores culturales. El programa de gobierno recoge este guante y persigue convocar a un diálogo social vinculante con las organizaciones para avanzar en esta materia. Aparece en el horizonte la creación de un estatuto que, tal y como lo han hecho países como España, Austria y Colombia, reconozca las particularidades de la actividad y otorgue dignidad a quienes la ejercen.

Se trata de personas que por lo general son altamente cualificadas, pero que no reciben una retribución económica que les permita hacer sostenible su trabajo. Y donde un quinto de ellas no cuenta con un seguro de salud y más de un tercio con ahorros previsionales. Una situación de larga data para el sector, pero que la pandemia ha profundizado, y que se traduce en una oportunidad real para avanzar en una agenda que la enfrente.

Pero, a corto plazo, la gestión de las modalidades de ayuda al sector cultural, conforme a la evolución de la pandemia, será un desafío relevante. Aun cuando pareciese haber pasado lo peor, la propagación de nuevas variantes amenaza con un potencial retroceso o, a lo menos, interferencias en la normalización de la actividad del sector.

Precisamente, uno de los aspectos más criticados hacia la saliente administración fue la disposición de fondos concursables para enfrentar la emergencia en un contexto de crítica previa y generalizada por parte del sector a este modo de financiamiento. Adaptar o derechamente modificar esta forma de enfrentar la emergencia es una decisión clave y que no admitirá postergaciones.

Esto se vincula con un debate de fondo: la reforma al sistema de fondos concursables, piedra angular de la política cultural del país desde 1992. En este aspecto, se podría distinguir una “agenda corta” que sea capaz de desburocratizar la gestión de los concursos y avanzar hacia la incorporación de criterios de asignación que no descansen exclusivamente en la “excelencia” de un proyecto. Hoy, Fondos Cultura presenta barreras invisibles que dificultan la participación de agentes y comunidades con menores capacidades para postular o cuyos perfiles son más territoriales y menos disciplinares, entre otras brechas. Un debate postergado o abordado con sorprendente timidez a la fecha.

La “agenda larga” es más compleja y debe responder a la demanda por el fin de la concursabilidad como mecanismo de asignación preferente de recursos, enarbolada desde hace un buen rato por el sector. Serán puestos sobre la mesa argumentos como la necesidad de garantizar un enfoque de derechos culturales de modo efectivo, considerando que el derecho a la creación forma parte de ellos, y también respecto al rol del Estado en la selección de proyectos, atendiendo a la protección de la libertad creativa y el pluralismo democrático.

Asimismo, el diseño de un sistema que asuma y se adapte a la naturaleza de los agentes culturales y no viceversa; en especial, las organizaciones, que cumplen un rol de mayor permanencia en la implementación de política cultural y que, por tanto, vienen demandando mayores niveles de aportes basales que garanticen la continuidad de sus líneas de trabajo en el tiempo y no sujetas a una permanente concursabilidad.

En esto, el programa de gobierno incorpora de forma explícita a las asociaciones sin fines de lucro que promueven la toma de conciencia de la diversidad cultural y el medio ambiente, un gesto hacia un grupo de agentes que se ha mantenido periférico en la definición de culturas, pero que forma parte del quehacer cultural hace bastante tiempo. Un desafío aun mayor cuando se trata de repartir recursos limitados.

Conecta esto directamente con la discusión constituyente, marcada en el caso de las culturas por un trabajo amplio, participativo y de gran nivel. En simple, puede decirse que incorporar derechos culturales en forma explícita en el texto constitucional presume un rol del Estado que garantice su ejercicio, lo que colisiona con un sistema transversal de financiamiento que casi exclusivamente está basado en concursos, e interpela a la búsqueda de nuevos instrumentos con otras características que las ensayadas hasta la fecha.

En este punto, y yendo al programa de gobierno, Puntos Cultura aparece como el proyecto más emblemático. Basado en la experiencia de Brasil bajo el Gobierno de Lula da Silva, y replicado en Argentina, consiste en apoyar pequeños y medianos espacios o instancias que alcancen una escala territorial local, y que favorezcan la participación cultural de las comunidades, reconociendo y promoviendo las manifestaciones culturales locales.

Un elemento relevante e innovador es el modelo de gestión, con amplia presencia de actores locales de la sociedad civil, resultando así un espacio natural para la puesta en práctica de los derechos que serán reconocidos en la Nueva Constitución, y ciertamente un gran desafío para la articulación de una gobernanza eficaz que avance en la complementariedad con los distintos programas ministeriales que se despliegan en el territorio (CECREA, Centros Culturales, Bibliotecas Públicas, etc.).

A mayor escala, el desafío debiese tratar sobre la capacidad de llegar a esos amplios grupos que hoy están excluidos de la participación cultural en Chile: adultos mayores, habitantes de comunas con menores recursos, territorios aislados, entre otros. Entonces, resulta coherente el énfasis del programa de gobierno en la educación artística, como instancia de descubrimiento y ejercicio de estos derechos, así como de formación de capital cultural. Con énfasis en los derechos de la niñez y la infancia, pero entendiéndola como un proceso que se da a lo largo de todo el ciclo de vida.

Un punto importante: avanzar en prácticas de educación artística con perspectiva de género, que permitan romper los estereotipos, esos que hacen que, a modo de ejemplo, la actividad musical sea realizada en una gran proporción por hombres, mientras que las mujeres sean más lectoras. El programa de gobierno enfatiza una educación artística intercultural, acorde al marco de derechos. Y es precisamente en este punto desde donde se deriva uno de los principales desafíos en el ámbito del patrimonio.

Gran parte del período correspondiente a la saliente administración estuvo marcado por la redacción y el intento de tramitación parlamentaria de esta ley. Si bien la iniciativa es apoyada en lo nominal por amplios sectores y colores políticos, debido al consenso en cuanto a la obsolescencia de la norma de 1970, las distintas organizaciones y actores del ámbito patrimonial han dado cuenta de amplias omisiones en su formulación y la fragmentación de la institucionalidad que implicaría bajo la consigna de la descentralización.

Aún más, el proceso de trabajo asociado al proyecto ha recibido contundentes críticas, en especial en lo referido a los estándares de participación ciudadana y la inexistencia de Consulta Previa a Pueblos Indígenas (Convenio 169 OIT), aun cuando la norma trata temas que directamente les afectan a las comunidades y que su acervo cultural es una dimensión constitutiva ineludible de la noción de patrimonio en el país.

Se trata de un aspecto sensible, considerando que el Ministerio de las Culturas lleva ese nombre producto de la exitosa Consulta de 2015, en el contexto de la discusión de la ley que dio origen a este nuevo ministerio en 2018. Es decir, el sector cultural es uno de los pocos que ha realizado un proceso de Consulta exitoso desde el Estado de Chile bajo los estándares del Convenio, lo que interpela a construir esta clase de procesos desde ese antecedente. Por último, el reconocimiento institucional de Sitios de Memoria y Derechos Humanos y una nueva Ley de Archivos son otros aspectos de suma relevancia marcados por el reconocimiento de una mirada amplia de las culturas.

Sin lugar a dudas, los desafíos son múltiples y no alcanzan siquiera a dimensionarse aquí. Sin embargo, la feliz coincidencia de un proceso constituyente en curso que entiende la relevancia de asegurar derechos culturales y un Gobierno con un programa consistente en esta materia, hacen que esta montaña de desafíos se pueda observar claramente como una oportunidad para las culturas en Chile. En especial, si la participación política en los procesos es una de las expresiones fundamentales de la democracia cultural y, por tanto, la responsabilidad no descansará solo en la gestión ministerial sino en toda la ciudadanía convocada a promoverlos y velar por ellos.

Andrés Keller es investigador adjunto del Observatorio de Políticas Culturales (OPC).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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