Negar la existencia de crímenes, genocidios y masacres de conocimiento universal, es algo que nadie en su sano juicio puede plantear. Pero la democracia no tiene sentido si negamos la capacidad de nosotros mismos para conocer de todo tipo de propuestas y afirmaciones, y deliberar sobre ellas, haciendo uso de nuestra buena fe y sentido común. Por ejemplo, nos beneficiamos mucho más sabiendo quién es admirador de Manuel Contreras, que no sabiéndolo. Gracias a ello, podremos no votar por él.
A pocas semanas de su peak mediático, ya pareciera que el proyecto de ley que proponía criminalizar el “negacionismo histórico” difícilmente verá la luz. Las razones son varias. Solo por aspectos de técnica legislativa, era casi imposible que la iniciativa superara el filtro constitucional.
En el mundo parlamentario tampoco tuvo apoyo, como poco a poco fue evidenciándose desde todas las bancadas –lo que habla bastante bien de la creciente solidez de nuestra cultura democrática–.
Para rematar, el Ministerio de Justicia hace pocos días anunció que en marzo enviaría una indicación proponiendo, en su lugar, un delito general de incitación a la violencia y al odio, asumiendo los estándares internacionales sobre la materia. Es decir, hizo lo que cualquier observador atento estaba esperando que hiciera: tomó una pelota que estaba dando bote, en el área chica, sola y sin arquero. Casi un regalo –sin perjuicio de que muchos de los objetivos colaterales buscados por los proponentes hayan sido ya cumplidos, más allá de que su proyecto se transforme o no finalmente en ley–.
Pero el debate no ha concluido y, dado que seguirá formando parte de la agenda nacional por algún tiempo, conviene hacer algunas precisiones.
Se ha señalado reiteradamente que en varios países europeos existe una norma similar a la propuesta para Chile. Ello es inexacto. Nuestro proyecto es tan significativamente diferente a sus “inspiraciones”, como lo pueden ser el agua y el aceite.
En el mundo penal, existe amplio consenso, recogido incluso en algunas normas internacionales, de que los delitos de riesgo potencial deben ser evitados.
[cita tipo=»destaque»]Finalmente, conviene recordar que el delito de negacionismo surgió en Europa para evitar una estrategia de abuso del derecho que comenzó a ser usada por grupos altamente ideologizados, los que abusaron del amplio estatuto de garantías propio de la libertad de expresión y de prensa, para publicar “estudios históricos” sin base ni respaldo alguno. Pero los delitos creados para enfrentar esta situación, fueron minimalistas y precisos, y condicionados por una exigencia de peligro concreto, cosa que el proyecto chileno no hace.[/cita]
Asimismo, se exige una alta precisión descriptiva a cualquier conducta que se sancione. Un tipo tan genérico como “el que negare las violaciones a los DDHH cometidas en Chile” (entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990, contenidos en ciertos informes), produciría tanta incertidumbre y confusión, que el debate interpretativo en torno al mismo sería tan agotador como infinito. Su aplicación a casos concretos no solo sería muy desigual, sino también generalmente imposible.
Los tipos penales europeos, en cambio, son particularmente acotados. No solo por razones de técnica y garantía, sino también para no afectar actividades legítimas, como, por ejemplo, la actividad historiográfica, que precisamente consiste en revisar y cuestionar los relatos del pasado.
Igualmente, los delitos europeos son cuidadosos de no afectar la vida familiar y privada –lo que alguien diga en un almuerzo de día domingo, por ejemplo–, ni a los reportajes periodísticos, los procesos judiciales en curso, etc. –con el proyecto actual, el doctor Beca, ex yerno de don Eduardo Frei, ¿debería ir a la cárcel por sostener que no hubo homicidio? ¿O no estará incluido por no estar en los informes señalados?–.
Volviendo al tema central, la diferencia más importante entre el proyecto chileno y los europeos, es que los últimos no pretender castigar una simple opinión o, por absurda o minoritaria que esta sea, cuando no genera daño.
Es decir, solo han considerado dignas de persecución penal y presidio a las expresiones que, por su propia naturaleza y especiales circunstancias, son efectivamente capaces de alterar el orden público, incitar a la violencia, o esconden un claro propósito de injuriar y causar daño, no las meras opiniones. En el resto de los casos, debe prevalecer y prevalece la libertad de expresión. Además, mayoritariamente las prohibiciones europeas solo se refieren al Holocausto judío, excluyendo expresamente a los demás genocidios, crímenes de guerra, de lesa humanidad, así como todas las demás “verdades judiciales”.
Pero aún en esa arena se exige cuidado. El Convenio Europeo obliga a que las restricciones a la libertad de expresión sean proporcionadas y compatibles con las necesidades propias de una sociedad democrática. Y su Corte de Justicia ha considerado, por ejemplo, que las condenas establecidas por tribunales franceses a quienes rindieron públicos homenajes al Mariscal Petain –precisamente sobre la base de tipos penales de negacionismo–, fueron restricciones ilegítimas a la libertad de expresión y, por tanto, no compatibles con la Carta de DDHH de la Unión Europea.
Por similares razones, el Tribunal Constitucional Español declaró inconstitucional e inaplicable el artículo del Código Penal relativo al negacionismo (aunque dejando sin efecto bastante más de lo que estrictamente era necesario anular, en mi opinión).
Además del ejemplo europeo, los promotores del proyecto han citado el pacto de San José de Costa Rica, que contiene el catálogo de DDHH más validado de nuestro continente, pero entendiéndolo en forma muy distinta a lo señalado por la propia Corte Interamericana, la Comisión y la inmensa mayoría de los intérpretes.
En efecto, la OEA, especialmente a través de su Relatoría Especial, ha hecho campañas permanentes para evitar y restringir las sanciones penales en materia de expresión y de opinión. Los espacios existentes para sancionar la apología del odio o de la guerra son muy acotados, y están condicionados a que las expresiones tengan una capacidad real de generar un “peligro actual o inminente”.
Es decir, están mucho más cerca de la propuesta anunciada por el Ejecutivo, que de la propuesta que habíamos conocido.
Todos coincidimos en que las violaciones a los Derechos Humanos son deleznables y que su relativización o negación es reprobable.
Pero algunos de los patrocinantes del proyecto han dicho que, sin la aprobación de este delito, la democracia está amenazada. ¿Significa ello que nuestros dirigentes políticos han sido tan irresponsables, que nos han obligado a vivir casi por 30 años con una “democracia en riesgo”?
También se ha dicho que, sin sancionar –con multas y cárcel– a estos futuros delincuentes, se corre el riesgo de que los crímenes se repitan –nuevamente, casi 30 años bajo riesgo–. Pero incluso una finalidad meramente preventiva y eventual, sin una relación causal evidente, no justificaría una restricción tan severa ni un recurso tan radical como la reacción penal.
Por el contrario, podría haber mayor riesgo para la democracia en el establecimiento de verdades oficiales, en la restricción de la libertad de expresión, pensamiento u opinión, como en el establecimiento de tipos penales indeterminados.
En buena medida, la democracia consiste en contar con un espacio para sostener, con el mínimo de restricciones posibles, un debate desinhibido, vigoroso y abierto sobre todo tipo de materias, donde incluso el error más absurdo tenga oportunidad de expresarse y, también, de ser refutado.
Esta fórmula es aceptada globalmente como uno de los pilares de la democracia y conlleva beneficios que superan con creces las molestias e irritaciones que, razonablemente, nos puedan generar los ignorantes, los fanáticos/porfiados e, incluso, quienes padecen algún tipo de condición psiquiátrica –la negación de la realidad es muchas veces un síntoma, aun cuando sea parcial y selectivo–.
Ya en los albores de la libertad de expresión, John Milton defendía espacios para el error, porque aseguraba que la verdad “brillaba más a su lado”. De hecho, incluso el negacionismo más obtuso, nos aporta información clave a la hora de tomar decisiones. Por ejemplo, nos beneficiamos mucho más sabiendo quién es admirador de Manuel Contreras, que no sabiéndolo. Gracias a ello, podremos no votar por él. O impedir que sea profesor de nuestros hijos o de los hijos de otros (porque aún hay profesores, incluso universitarios, que son ardientes negacionistas).
La amenaza de cárcel que el proyecto propone tendrá un efecto inhibidor y podría privarnos de este conocimiento.
Negar la existencia de crímenes, genocidios y masacres de conocimiento universal, es algo que nadie en su sano juicio puede plantear. Pero, como esbozábamos más arriba, la democracia no tiene sentido si negamos la capacidad de nosotros mismos para conocer de todo tipo de propuestas y afirmaciones, y deliberar sobre ellas, haciendo uso de nuestra buena fe y sentido común. Este proceso nos permitirá estar de acuerdo, al menos, en las cosas más básicas, permitiendo la libre expresión de todo y de todos, confiando en que la verdad logrará imponerse.
Como decía un clásico: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libre”. O para recurrir a un autor más moderno como Roxin: «Una verdad histórica no puede depender del derecho penal (es decir, de la amenaza y del miedo) para subsistir».
Las expresiones que inciten o promuevan la violencia o a la desestabilización social, o que por sí mismas provoquen daños (injurias y calumnias) son repudiables por sí mismas y, ciertamente, pueden ser sancionadas, civil y penalmente. Pero ello no es más que derecho clásico, más allá de las nuevas figuras que dibujemos.
Finalmente, conviene recordar que el delito de negacionismo surgió en Europa para evitar una estrategia de abuso del derecho que comenzó a ser usada por grupos altamente ideologizados, los que abusaron del amplio estatuto de garantías propio de la libertad de expresión y de prensa, para publicar “estudios históricos” sin base ni respaldo alguno. Pero los delitos creados para enfrentar esta situación, fueron minimalistas y precisos, y condicionados por una exigencia de peligro concreto, cosa que el proyecto chileno no hace.