Publicidad
La vía chilena del capitalismo académico Opinión

La vía chilena del capitalismo académico

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
Ver Más

Los dispositivos de “excelencia” y “calidad” –afines a los sistemas de administración corporativa– son parte de una «racionalidad depredadora» que, junto con instrumentalizar el rol docente, entiende calidad como eficacia o rendimiento de procesos productivos mercantiles. El carácter aparentemente “neutro” –abstracto y general– tras el cual se encubre la noción de “calidad”, sirve para reproducir un modelo cerrado sobre sí mismo que, con sus procedimientos de medición basados en «métricas uniformadoras», no matiza los juicios que emite sin someter dichos juicios a discusión, borra la particularidad histórica, social e imaginaria de los universos de referencia y sus «cualidades experimentales».


En el contexto de las transformaciones de los sistemas universitarios –tendencias «glonacales»– la sociedad chilena experimentó (años 80 y 90) la configuración de un «sistema terciario» –masificación acelerada–, traducido en la consolidación de un “rubro rentable” para la iniciativa de agentes privados que pavimentaron el camino de la «Universidad del incentivo». Aquí se erigió un sector de “servicios educacionales” que se benefició –empresarialmente– de la dinámica de los “mercados emergentes” vinculados a la irrupción de la gobernanza promovida por el BID y el Banco Mundial (Stoker, 1996: Acosta, 2010).

Tal consolidación de la “industria de educación terciaria” ha sido consecuencia del desmantelamiento de la Universidad de los «presupuestos nacionales». Este proceso obedece a un marco global de mercantilización del conocimiento, como asimismo, a la tecnocratización de las funciones de las instituciones de Educación Superior (IES de aquí en adelante) que implantó la “universidad-empresa” (college = docencia) para asegurar el aumento de productividad del “capital humano” inserto funcionalmente en las nuevas relaciones mercantiles de la globalización capitalista.

En nuestro presente se ha naturalizado la necesidad de establecer «mecanismos de aseguramiento de la calidad» en los procesos reproductivos del capital, bajo las lógicas tecnoempresariales de la “excelencia”, la “calidad del servicio” y los “desempeños de gestión” –junto a otros indicadores de logro–.

Tales indicadores, propios de la pauperización académica, dicen representar un avance importante en la consolidación de instituciones docentes (Lemaitre; 2015) y hacen connivencia con la producción de un conjunto de exigencias y sellos de accountability. En lo inmediato, la jubilosa «vía chilena de capitalismo académico», donde la Universidad ocupa el lugar de la «renta infinita», comprende un pavoroso rescate de la «agónica filosofía» y la coyuntura nos informa del fáustico «fin de la historia» en los planes de estudio. De paso, la indexación se ha comportado como una especie de «limpieza étnica» de la intelectualidad crítica.

Y así, entre alta tecnocracia y aristocracia cognitiva, ha obrado un movimiento depredador de la creatividad intempestiva del pensamiento –»experimentación», «imaginación» y «desfases respecto al oficialismo cultural»– que ha difundido la monotonía escritural, la expulsión de la imaginación como metáfora de la realidad y no su negación (Freud, la tragedia griega, Edipo y Electra), y ha validado un sinfín de certificaciones para alivianar el «ejército de reserva» de doctores que deben lidiar con un modelo que administra la crisis y devela el destino manifiesto de la deserción ocupacional. De este modo, y en pleno repliegue del discurso crítico, las humanidades están cada vez más confinadas a representar un «adorno» en las mallas curriculares.

En alguna medida, y admitiendo la factualidad de la CNA, los procesos de acreditación de las IES irrumpieron para legitimar –normar el crecimiento, estigmatizar la ideología y clasificar el riesgo– la venta de servicios educacionales de baja rentabilidad en los mercados del conocimiento, recurriendo a mecanismos de control y regulación que instalan la ficción de la “calidad del servicio” dirigida a un tipo de estudiante-consumidor. De tal suerte, se fue consolidando, estratégicamente, la «Universidad managerial» como “bien de consumo” (2011), mediante la rúbrica gerencial contra la rentabilidad de los servicios donde «lo contiguo», «lo inmediato», «lo fáctico» y «lo predecible» adquieren una protagonismo fundamental.

La cuestión de la calidad, su aseguramiento y permanente mejoramiento, se han convertido en un problema fundamental de la fallida discusión pública sobre educación. Pese a su hegemonía, la ficción de la “calidad” debe ser imputada en todas sus definiciones, y diferenciada en sus usos. Persistir sobre el trasfondo de lo que nombra tal palabra ayuda a detallar los lugares comunes petrificados del actual discurso que prioriza lo técnico-operacional y «desprecia» la dimensión hermenéutico-reflexiva.

Los dispositivos de “excelencia” y “calidad” –afines a los sistemas de administración corporativa– son parte de una «racionalidad depredadora» que, junto con instrumentalizar el rol docente, entiende calidad como eficacia o rendimiento de procesos productivos mercantiles.

El carácter aparentemente “neutro” (abstracto y general) tras el cual se encubre la noción de “calidad”, sirve para reproducir un modelo cerrado sobre sí mismo que, con sus procedimientos de medición basados en «métricas uniformadoras», no matiza los juicios que emite sin someter dichos juicios a discusión, borra la particularidad histórica, social e imaginaria de los universos de referencia y sus «cualidades experimentales».

Lo mismo pasa con las definiciones imperantes de qué entender sobre el dispositivo estandarizador que aquí está en juego. Uno de los significados naturalizados alude a la norma de fabricación fordista de un producto o servicio regulado por la competitividad de los agentes en un mercado. La lógica técnico-empresarial que hoy se impone en el campo de la educación hace prevalecer lo simplificador de esta definición, bajo la cual “estandarizar” se vuelve sinónimo de serializar y homogeneizar.

Las nociones de “excelencia” y “calidad” deben ser rechazadas porque, en su «racionalidad abstracta», destruyen la particularidad de los proyectos universitarios y sus finalidades educativas sostenidas por la “misión-visión” de cada institución. Como ya lo sabemos, más allá de una estratificación obesa del laicado universitario o de la tradición eclesiástica, las comunidades no deben tener el mismo perfil ni cumplir con la homologación docente o los fines que se agotan en la función técnico-profesionalizante.

Según el paradigma concentrado en la rational choice, tanto los individuos como los grupos y las instituciones solo pueden cambiar mediante un esquema de estilo y recompensas al desarrollo. Ergo, hemos transitado desde la acreditación de programas educativos, estimulando la estandarización, donde aún subsiste una pequeña parte de investigadores que caminan por las «cornisas institucionales», pero cuyas prácticas, en muchos casos, favorecen la simulación y el ritualismo.

En suma, los fondos están fatalmente condicionadas a negociar año por año y programa por programa para resolver las condiciones materiales de vida. En nuestra parroquia, la incertidumbre de recursos genera una alta dosis de pauperización, incertidumbre y hace del posdoctorado un amortiguador para no padecer las estéticas de la cesantías y sus escarnios.

En suma, ¿fin de la educación? De momento, la versión parroquial de capitalismo académico augura una carrera excedentaria por las nuevas exigencias de la plusvalía, donde la masificación populista del doctorado es insuficiente para el enrolamiento en el mercado académico. De tal suerte se abren brechas de sobreexigencia en el mapa universitario que obligan a analizar excedentes de productividad, asimetrías de información y posibles «fallas de mercado», según reza la jerga gestional.

Aquí, en nuestro mundanal tupido, no hay «pacto republicano» para una nueva ciudadanización del conocimiento. El ocaso del campus individual es también el fin de una determinada figura intelectual, aquella que creía posible la «metáfora del exilio» (Said) o del «punto de vista» (Sarlo): las murallas de la universidad fueron desbordadas no solo por la expansión de sus conocimientos, sino también por una «oligarquía tecnocrática» que, ante la desregulación propia del laissez-faire, no hace más que sellar un compromiso a perpetuidad con los saberes manageriales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias