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Seguridad pública y el rol de los jueces Opinión

Seguridad pública y el rol de los jueces

María Soledad Piñeiro
Por : María Soledad Piñeiro Abogada, ministra de la Corte de Valdivia, expresidenta de la Asociación Nacional de Magistradas y Magistrados de Chile.
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El Presidente de la República, haciendo una ponderación errónea –pues decide inclinar la balanza en pos de obtener mejoras de imagen, sacrificando bienes relevantes–, vuelve sobre el populismo penal, en una de sus peores expresiones: apela a meras percepciones y temores, contrariando la evidencia abrumadora, desatiende la opinión unánime de los expertos (que no asignan rol alguno a la labor de los jueces en los índices de criminalidad y sobre los logros en materia de seguridad pública), desinforma acerca de la función esencial de los jueces, tergiversa la realidad, tratando de instalar como nota general del comportamiento lo ocurrido en un caso específico y, para mal de males, echa mano a un ejemplo erróneo, pues de trata de un caso correctamente resuelto de acuerdo a la ley y estándares regulares entregados por el máximo tribunal del país, refrendado en su momento por la Corte respectiva.


Los estudios serios de opinión (CEP junio 2019) siguen evidenciando como primera preocupación de las personas el tema de la seguridad pública. Basta recordar los eslóganes de campaña y las promesas que sobre la materia se toman la agenda pública en época electoral y la presencia preponderante del tema en los medios para refrendar una primera cuestión que no puede perderse de vista: las políticas de seguridad pública son de responsabilidad y están bajo la esfera de competencia del Poder Ejecutivo. Es el gobierno el que las diseña, asigna recursos, propone leyes y reformas (escenario en que la responsabilidad se extiende a los legisladores), controla funcionalmente a las fuerzas de orden interno encargadas de la prevención y control, cosecha los éxitos de las medidas adoptadas, de la misma forma que debe hacerse responsable políticamente por los fracasos. 

En épocas de paroxismo de campaña, se ha llegado incluso a la promesa –dibujada en variados eslóganes– de eliminar la delincuencia, contribuyéndose a generar una brecha nociva entre lo imposible y lo razonablemente alcanzable, en sociedades complejas enfrentadas a múltiples fenómenos que determinan el avance del delito en sus más variadas expresiones y  la permanente evolución y adaptabilidad de la criminalidad organizada.

Al margen de la contingencia política, de las discrepancias que pueda generar el tema, de los diseños de persecución penal, de las estrategias (o ausencia de ellas) de la funcionalidad y eficiencia de los órganos encargados de la prevención y control,  más allá de lo que decide uno u otro gobierno, los jueces tenemos un solo mandato invariable: resolver caso a caso, conforme a la ley y los antecedentes ponderados.

Específicamente en el ámbito penal (jueces de garantía), tenemos la obligación constitucional y legal de velar por la vigencia de las garantías de los sometidos a investigación penal. Una manifestación esencial de esa tarea es el  control, caso a caso, de la legalidad de los procedimientos policiales, como sucede en las audiencias de control de la detención. Un estudio no refutado –realizado por el Poder Judicial– sobre todas las causas del sistema del período 2010-2017, evidenció que de los controles de detención realizados por jueces de garantía en el país (más de 1000 en un día), solo el 0.8% es declarado ilegal. Redondeando, menos de un caso en 100. 

Un procedimiento policial no ajustado a los límites que la propia ley señala, queda expuesto a una declaración de ilegalidad por parte del juez. En esos casos, el procedimiento policial ha sido estropeado por los agentes que intervienen, no por el juez que lo declara ilegal. Esta función la cumplen, con alcance inmediato, los jueces de garantía, pero también puede y suele ser declarada por las Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema conociendo de recursos.

Los esfuerzos de la investigación, entonces, la evidencia recopilada y la posibilidad de éxito de ese procedimiento se malogra, no por la responsabilidad del juez, quien constata la infracción y aplica la sanción legal, sino por la de quienes, no obstante conocerlos, infringen tales límites.

Esa relación funcional de control desde el órgano judicial independiente existe en todas las democracias serias del mundo y lo normal es ir adaptando el actuar policial a los estándares definidos por los jueces, con especial atención a lo que señala de manera regular la Corte Suprema, ¡jamás pretender que los jueces se ajusten al actuar policial!, eso significaría el descontrol de quienes ejecutan la fuerza por encargo del Estado.

¿Puede alguien razonablemente proponer que este control deba relajarse?

¿Puede la democracia hacer más laxos los controles sobre los agentes que monopolizan el uso de la fuerza?

¿No hay acaso evidencia reiterada, y conocida en múltiples casos, que apunta a la necesidad de que esa función de control de las policías se ejerza de manera acuciosa y sin ceder a eslóganes populistas?

El control de las policías se ejerce en una dimensión funcional, por vía jerárquica, desde las jefaturas institucionales en la cadena de mando y –por otra parte– por el responsable político de la institución. 

El control judicial es diverso; lo hace el juez, un tercero imparcial e independiente. Distinto al control político y administrativo y está previsto en la ley. Es, ante todo, una garantía fundamental en favor de los ciudadanos en una democracia y no admite laxitud, carta blanca, ni confianzas retóricas hacia la función policial. El control administrativo y político podrá relajarse; el judicial, no.

Los jueces estamos sometidos a la ley, caso a caso, y no a la conveniencia política ni a los eslóganes; no podemos alinearnos con nada diverso al mandato de la ley. Todo lo demás, incluido, las pretendidas “coordinaciones” y deferencias hacia las políticas públicas del gobierno de turno, es improcedente, extraño a nuestra función constitucional y legal. La función judicial es una garantía de la vigencia de los derechos y las libertades y uno de los escenarios de esa labor es el proceso penal, donde la posibilidad de abuso policial, o transgresión de los límites legales (garantías de las personas), es siempre una amenaza al Estado democrático de derecho. 

No puede desatenderse además que la lógica, refrendada por la experiencia, revela que la existencia de un control judicial intenso de la actividad de los agentes de persecución criminal, contribuye sustancialmente a mejorar su eficiencia y eficacia, pues la imposición de estándares y exigencias al trabajo policial inciden en su profesionalismo y, por ende, en la calidad y confiabilidad de la información sometida a consideración de los jueces.

Relajar esos estándares, solo aporta oscuridad a los procedimientos, de modo de asentar inseguridad sobre si quien es sancionado es realmente el culpable o solo se da una imagen aparente de eficiencia y eficacia, produciéndose el efecto contrario al perseguido, al mantener al agente criminal sin control ni sanción.

Desempolvando una causa de hace más de un año (control de detención declarado ilegal en ciudad de San Antonio), el Presidente de la República ha pretendido conectar su discurso con la legítima demanda ciudadana por más seguridad, valiéndose del señalamiento con el dedo  de “algunos jueces” como responsables de supuestos “mantos de impunidad”, “garantías para los delincuentes”, “desprotección de las víctimas”.  

El Presidente de la República, haciendo una ponderación errónea –pues decide inclinar la balanza en pos de obtener mejoras de imagen, sacrificando bienes relevantes– vuelve sobre el populismo penal, en una de sus peores expresiones: apela a meras percepciones y temores, contrariando la evidencia abrumadora, desatiende la opinión unánime de los expertos (que no asignan rol alguno a la labor de los jueces en los índices de criminalidad y sobre los logros en materia de seguridad pública), desinforma sobre la función esencial de los jueces, tergiversa la realidad, tratando de instalar como nota general del comportamiento lo ocurrido en un caso específico y, para mal de males, echa mano a un ejemplo erróneo, pues se trata de un caso correctamente resuelto de acuerdo a la ley y estándares regulares entregados por el máximo tribunal del país, refrendado en su momento por la Corte respectiva.

La consecuencia es grave. El Presidente vulnera la independencia judicial, que le impone abstenerse de presionar a los jueces, sobre todo habida consideración de su posición preponderante como máxima autoridad de la República, su acceso privilegiado a los medios de comunicación y, sobre todo, su incidencia funcional determinante en la carrera de los jueces (es quien los nombra), al tiempo que mantiene y alimenta una polémica  estéril y una tensión institucional.

La ANM debatirá en los próximos días internamente la comunicación de estos hechos al relator de ONU sobre Independencia Judicial, desde que, lamentablemente, observamos la configuración de una constante de política populista en escalada y a cualquier costo.

En el intertanto, no queda más que hacer votos por que el Presidente de la República y las autoridades del área política de su gobierno actúen con autocontención en la materia, respeten la independencia de los jueces, asuman autocríticamente sus responsabilidades e implementen políticas eficaces de prevención y control de la actividad delictiva. Por el bien del país.  

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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