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Abolición del secreto pontificio, el fin de la impunidad Opinión

Abolición del secreto pontificio, el fin de la impunidad

Neftalí Carabantes
Por : Neftalí Carabantes Abogado, secretario general de la Universidad Central, ex subsecretario General de Gobierno de la administración de Michelle Bachelet.
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En buena hora, la sociedad civil, laicos y, por cierto, las heroicas víctimas de abusos, han dado una tenaz batalla, sin cuartel, contra la impunidad, logrando en el último tiempo sendas condenas en contra de pedófilos, pederastas y abusadores sexuales, así como han otorgado la convicción al Papa, no solo de remover de sus cargos a los religiosos y religiosas involucrados en estos condenables delitos, sino también la certeza de que había llegado el minuto de abolir el secreto pontificio.


El mundo ha sido testigo de una valorable y altamente relevante decisión del Vaticano –que no es arriesgado llamarla histórica–, por la cual puso fin al secreto pontificio en casos de violencia sexual y abuso de menores cometidos por clérigos. En la misma línea, el Sumo Pontífice decidió cambiar la ley sobre el delito de pornografía infantil, haciendo caer dentro de los casos de delicta graviora –los delitos más graves– la posesión y difusión de imágenes pornográficas que involucren a menores de hasta 18 años de edad.

Fácil es comprender que la decisión del Vaticano releva que el bien y la seguridad de los niños y jóvenes debe estar siempre por encima de cualquier protección del secreto, incluso del “pontificio”. Por ello, de aquí en adelante nada se opondrá al cumplimiento de las obligaciones y del imperio del derecho en cada país, incluidas las obligaciones de denuncia, debiendo la Iglesia acatar sin más trámite las resoluciones ejecutivas de las autoridades judiciales civiles, en tanto, a quienes realicen las denuncias sobre abusos sexuales, a las víctimas y a los testigos de oídas o presenciales, ya no podrá imponérseles vínculo o pacto de silencio alguno sobre los hechos atingentes a abusos de connotación sexual.

Valga recordar que el secreto pontificio obligaba a todos los participantes de un procedimiento canónico a guardar estricto secreto, bajo juramento, respecto de los hechos de los que hubiesen tenido conocimiento y, por ende, libraba a los sacerdotes de enfrentar procesos investigativos judiciales, consagrando, dicho sea de paso, un régimen de nula colaboración por parte de la Iglesia católica frente a las denuncias de abusos sexuales. Del otro lado, las víctimas se sentían desamparadas y acusaban que la Iglesia católica era institución que se dedicaba a reciclar delincuentes, protegiéndolos con el silencio institucional, librándolos de la acción de la justicia y consagrando su impunidad.

La decisión de abolir el secreto pontificio, obviamente, no afecta en modo alguno al sello sacramental, es decir, al “secreto de la confesión”, que es algo diametralmente diferente del secreto pontificio, contemplado para las causas o procesos judiciales canónicos, en lo referente a testimonios, documentación, informes y peritajes, es decir, toda la información que generada en este tipo de causas, quedaba bajo la sagrada reserva del secreto pontificio.

Ahora bien, su abolición no significa que los documentos pasen a ser de conocimiento público y estén destinados a ser divulgados, puesto que la reserva de las víctimas y de los testigos deberá protegerse siempre. No obstante, de aquí en adelante, la documentación deberá ponerse y estar siempre a disposición de los órganos persecutores o judiciales civiles para la investigación de los casos incoados en sede canónica, es decir, elimina cualquier obstáculo en la vía de comunicación entre la autoridad eclesiástica y las víctimas, y entre la autoridad eclesiástica y la del Estado. Por ende, la autoridad del país que pida a una diócesis información sobre un caso de abusos no volverá a recibir la respuesta de “lo lamentamos, esta información está protegida por el secreto pontificio”.

En momentos en que Chile avanza lentamente en su intento por hacer justicia en casos de encubrimiento y abusos sexuales cometidos por obispos, curas, monjas y sacerdotes, la eliminación del secreto pontifico viene a refrendar la absoluta supremacía del imperio del Derecho y, por ende, la plena competencia de la justicia ordinaria –civil o penal– en materia de abusos sexuales cometidos por sacerdotes.

En este nuevo contexto, una interpretación posible es que la Iglesia católica, a través de la medida, estaría reconociendo tácita y públicamente que existió un patrón de ocultamiento de delincuentes, es decir, de perversos sexuales que contaban con una institución canónica que los protegía y los ocultaba –secreto pontificio–, una verdadera muralla investigativa, que amparaba el hecho de no dar información a las autoridades civiles, estableciendo un verdadero pacto de silencio, cuyo fin –querido o no– era encubrir delitos.

En vista de lo anterior, cobra suma relevancia conocer cuál será la nueva actitud que adoptará la Iglesia católica respecto de aquellos sacerdotes condenados por estos crímenes, toda vez que, hasta hace pocos años, los autores de este tipo de atrocidades ni siquiera eran sujetos de expulsión por causa de abuso sexual infantil y, de hecho, se les trasladaba de parroquia, de ciudad, de país, o se mantenían en secreto los lugares a donde eran confinados a realizar una vida de penitencia y oración.

Por de pronto, la ejemplar e inusual medida adoptada por el Papa Francisco –en ejercicio de su autoridad suprema– de expulsar del sacerdocio a Fernando Karadima (que originalmente había sido sancionado por la Santa Sede en 2011 a una vida de “penitencia y oración” por denuncias de abuso sexual de menores), constituye el mínimo piso moral en la escala de sanciones canónicas para este tipo de delitos, sin perjuicio de que se lleguen a establecer responsabilidades civiles y penales en cada caso.

A mayor extensión, la abolición del secreto pontificio debiese traer consigo que las denuncias, testimonios y documentos procesales relativos a los casos de abusos, conservados en los archivos de los Dicasterios Vaticanos, así como aquellos que se encuentran en los archivos de las Diócesis, y que hasta ahora estaban sujetos al precitado secreto, podrán ser entregados a los fiscales investigadores que los soliciten.

Se abre paso a un periodo en que se deberá confirmar y formalizar –por otra instrucción papal–, el canal que deberán seguir las solicitudes de información al Vaticano, ya sea a través de una carta rogatoria internacional, usual en el contexto de las relaciones entre estados, o si, en cambio, se deberá hacer uso de un procedimiento diferente, en casos en que los documentos solicitados se guardan en los archivos de las curias diocesanas. De hecho, en la práctica un gran número de fiscales instructores o magistrados de indistintos países envían solicitudes directamente a los obispos. De todos modos, no debieran verse afectados los regímenes particulares que pudiesen estar previstos y regulados en acuerdos o concordatos entre la Iglesia y cada Estado.

Es de toda justicia reconocer que la abolición del secreto pontificio lleva consigo la impronta de Charles Scicluna, arzobispo de Malta y Secretario Adjunto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, quien desde el 2001 es probablemente el que más tiempo y esfuerzo ha dedicado a combatir los abusos a menores en entornos eclesiales, transformándose en la bestia negra de los abusadores. Valga recordar que, en el mes de febrero del corriente año, Scicluna adelantaba que está “previsto reformar la cuestión del secreto pontificio, en razón que “sirve para garantizar la libertad de la Iglesia, pero en el caso de abusos sexuales esto no se puede aplicar, es contraproducente y, por lo tanto, requiere una reforma”

Asimismo, es dable reconocer el valorable y riguroso trabajo que en Chile desarrolló monseñor Scicluna, al punto de expresar que “el único camino de la Iglesia católica es colaborar con la justicia chilena”. Es insoslayable que las víctimas de abusos golpearon una y otra vez las puertas de la Nunciatura y lamentablemente no fueron escuchadas. A contrario sensu, Charles Scicluna en su paso por Chile trabajó sigilosamente con deliberada y total independencia de la Nunciatura, no solo investigando denuncias de abusos, reuniéndose con las víctimas, sistematizando información y determinando responsabilidades, sino que fue aún más lejos, al levantar un completo y riguroso informe de los graves casos de abusos ocurridos en Chile, distanciándose radicalmente de la verdadera muralla investigativa que hasta ese momento había implicado históricamente el secreto pontificio.

A la luz de los infructuosos esfuerzos que en la actualidad libra el Ministerio Publico por acceder al material eclesiástico, denominado “Informe Scicluna”, así como a toda la información que posea el Vaticano que pudiese ser útil para el éxito de las investigaciones de abuso sexuales en Chile, cobra especial relevancia la abolición del secreto pontificio. Esto, debido que, al no existir impedimento legal canónico alguno que ampare la restricción, el único camino posible del Vaticano es la entrega del “Informe Scicluna” sin más trámite.

Es menester recordar que, en el mes de agosto del año pasado, la Fiscalía envió tres requerimientos de asistencia internacional al Vaticano en materia penal, además de la petición de acceso al Informe Scicluna, pero lamentablemente a la fecha solo ha recibido respuesta a una de esas solicitudes, negándose por parte del Vaticano, expresamente, el acceso al Informe Scicluna,  por lo que a luz del nuevo marco regulatorio se torna imperioso que la Fiscalía insista y reitere su importante solicitud, a efectos de hacer luz y justicia en los casos de abusos cometidos en territorio nacional.

Las evidencias indican que un total de 80 religiosos involucrados en casos de abusos sexuales fueron condenados en los últimos 15 años en Chile. A la fecha, la Fiscalía mantiene abiertas 159 investigaciones por delitos sexuales contra niños, niñas, adolescentes y adultos cometidos por clérigos y laicos relacionados con la Iglesia católica, lo que finalmente arroja un total de 271 víctimas con procesos investigativos en curso.

A estas alturas del siglo XXI no es comprensible que tantos hombres, que se suponía debían consagrar su vida a Cristo, hayan incurrido en este tipo de abusos, de forma tan cruda y sistemática, en algunos casos hasta llegar a construir verdaderas cofradías del horror al interior de la Iglesia católica.

En este nuevo escenario la Iglesia católica deberá asumir importantes desafíos. El primero, fortalecer el trabajo de prevención de este tipo de delitos. Es hora de revisar la forma en que ha operado la justicia y el sistema procesal canónico, y, por ende, reformar aspectos tan sustantivos como, por ejemplo, que el tribunal eclesiástico sigue siendo juez y parte a la vez, sin las garantías del debido proceso para víctimas ni para acusados. A este gravísimo problema se suman la completa falta de transparencia del proceso, la inexistencia del principio de bilateralidad de la audiencia, sus infructuosos resultados, y la ineficacia de las penas y medidas decretadas para la prevención de nuevos delitos.

Todo lo anterior, a la luz de esta nueva etapa, donde los grados y clases de participación criminal pueden sufrir variaciones, correspondiéndole por tanto a la Iglesia adoptar un rol activo y vigilante en todo el camino o iter criminis del delito sexual, debiendo hacer carne, en su rol de persona jurídica moral, los deberes de denuncia, colaboración, investigación, sanción y eventual reparación, en el marco de estos tipos penales. La máxima debe ser: nunca más obstrucción. De aquí en adelante, solo esclarecimiento y colaboración.

Es indubitado que la Iglesia ejerce además un deber de cuidado en sus propias instituciones de formación – seminarios y noviciados–, a partir de lo cual se podría argumentar que es la misma institución la que debiese proceder a la denuncia, en vez de esperar, solamente, la denuncia por parte de la víctima.

Las chilenas y chilenos tienen el legítimo derecho a saber qué ocurrió. Las víctimas tienen derecho a que se haga justicia y se consagre la verdad, respetando, por cierto, las garantías para los acusados y sobre todo para las víctimas que pidieron resguardo de su identidad ante la sociedad. Algunos delitos pueden estar prescritos, pero el dolor de las víctimas no caduca.

En consecuencia, habiéndose eliminado el secreto pontifico, la Iglesia católica chilena tiene la gran oportunidad de mostrarse dispuesta a revisar su pasado y a decir toda la verdad sobre los abusos sucedidos al alero de la institución, puesto que la verdad no prescribe. Para ello un primer paso altamente valorable sería establecer una Comisión Nacional de Verdad, Justicia y Reparación, donde asuma con hidalguía su responsabilidad moral, se establezca una memoria histórica de los abusos sexuales y se prevenga la no ocurrencia de estos en el futuro.

No cabe duda que falta mucho por andar, en particular, alcanzar justicia en los casos de abusos. No obstante, además se abre paso al reconocimiento por parte de la Iglesia de su responsabilidad patrimonial, a través de indemnizaciones reparatorias a las víctimas, tal como ya lo han dictaminado los tribunales superiores de justicia. Lo anterior, debido al patrón de conducta que configuran las actuaciones negligentes de la Iglesia en Chile, tanto, al descartar de plano las denuncias en lugar de considerar la posibilidad de examinar si tenían  elementos de veracidad, como por su aversión a investigar y sancionar a los pederastas, protegiendo con su inactividad a los abusadores, como si ellos fueran víctimas de una infamia y agresión pública contra su buen nombre y descuidando por completo lo ocurrido a las víctimas del abuso.

El Estado de Chile también debe asumir sus responsabilidades, por de pronto, debe dar cabal cumplimiento a su obligación de actuar diligentemente, de la cual se ha desentendido por muchos años. Las autoridades deben investigar y desentrañar las estructuras de poder con la rigurosidad que exige la gravedad de los hechos. La falta de investigación, sanción y reparación genera responsabilidad internacional del Estado de Chile y, al mismo tiempo, de la Santa Sede, en materia de Derechos Humanos.

Por ello, es clave que la Fiscalía continúe desarrollando con más fuerza que antes la persecución penal pública y el trabajo de protección de las víctimas y testigos, además de seguir garantizando que la persona denunciante, sin importar en qué parte del país se encuentre, tenga una misma respuesta por parte de todos y todas las fiscales del país. Resulta también esencial que la Fiscalía Nacional, a la luz de la abolición del secreto pontificio, actualice los protocolos de actuación de los fiscales en la investigación de delitos sexuales cometidos por miembros de la Iglesia católica.

Del mismo modo, la Fiscalía Nacional debe persistir en la designación de fiscales preferentes u otros profesionales que puedan cumplir la función de contacto con ella en estos temas. En la actualidad, son ocho las regiones que cuentan con fiscales preferentes o abogados en calidad de puntos de contacto (FRM SUR, FRM Oriente, XV, III, VII, IX, XIV y X) para investigar y perseguir penalmente a los autores de estos delitos.

Corren nuevos vientos en la Iglesia, y sabido es que vienen nuevas generaciones de sacerdotes que nada tienen que ver con algunos de sus antecesores, que están rompiendo paradigmas de los perfiles tradicionales, con renovada vocación y con un valioso trabajo en las calles, poblaciones, no necesariamente al interior de templos, siendo fácil encontrarlos en Facebook, YouTube, Twitter, signos inequívocos de una verdadera renovación de la vida consagrada.

Resulta sencillo comprender entonces, que la abolición del secreto pontificio abre un camino de luz en contra del ocultamiento, la cultura del encubrimiento y del secreto mal entendido. Como sociedad, debemos ser capaces de comprender que no es a la Iglesia católica a la que se persigue, sino a los delitos cometidos por personas que no merecen ser parte de ella. La única postura de la Iglesia de aquí adelante debe ser la de absoluta colaboración con la justicia, tanto intra como extramuros eclesiásticos.

En buena hora, la sociedad civil, laicos y, por cierto, las heroicas víctimas de abusos, han dado una tenaz batalla, sin cuartel, contra la impunidad, logrando en el último tiempo sendas condenas en contra de pedófilos, pederastas y abusadores sexuales, así como han otorgado la convicción al Papa, no solo de remover de sus cargos a los religiosos y religiosas involucrados en estos condenables delitos, sino también la certeza de que había llegado el minuto de abolir el secreto pontificio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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