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Las desventajas de la crisis climática frente al COVID-19 CULTURA|OPINIÓN

Las desventajas de la crisis climática frente al COVID-19

Jaime Hurtubia
Por : Jaime Hurtubia Ex Asesor Principal Política Ambiental, Comisión Desarrollo Sostenible, ONU, Nueva York y Director División de Ecosistemas y Biodiversidad, United Nations Environment Programme (UNEP), Nairobi, Kenia. Email: jaihur7@gmail.com
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En lo inmediato, lo que nos preocupa es que la crisis del COVID-19 está disipando la atención y el impulso para la acción climática. Ya se postergó hasta 2021 la COP26 que debía reunirse en Glasgow en diciembre 2020 y en la cual debían adoptarse medidas muy importantes para asegurar la plena ejecución del Acuerdo de París. Los impactos económicos tanto del virus como de la caída de los precios del petróleo también seguramente harán que los negacionistas intenten retrasar lo más posible la lucha contra la crisis climática. Ya consiguieron un punto a favor con el aplazamiento de la COP26. En pocas palabras: la acción climática se encuentra en peligro.


En la crisis del COVID-19 hemos asumido el inmenso riesgo de no tomar medidas hasta que fue demasiado tarde. Para la crisis climática incluso ha sido peor, porque debido a poderosos factores que juegan en su contra (negacionistas, intereses económicos, codicia) continuamos arriesgándolo todo al no reconocerla. ¿Vamos a lograr que suficientes personas comprendan la gravedad del problema antes de que sea devastador en sus impactos y posiblemente ya no sea reversible? Ambas crisis tienen el potencial de ser catastróficas para la humanidad, pero operan en diferentes escalas de tiempo. La peste ha impactado casi todos los aspectos de las sociedades de todo el mundo en solo unas pocas semanas. La crisis climática, por el contrario, se manifiesta de una manera mucho más pausada, pero en el largo plazo tendrá efectos mucho más perjudiciales.

En cierta forma, lo que está sucediendo ahora con el COVID-19 podría calificarse como un ensayo a las respuestas que vamos a tener que poner en práctica masivamente cuando superemos, alrededor del 2030, el aumento de los 2,0 °C en la temperatura media global en la atmósfera de nuestro planeta. Será entonces cuando comenzarán de manera muy frecuente e intensos los desastres climáticos de gran envergadura.

En el caso de la pandemia, las personas que serán confirmadas en siete a diez días más se están infectando hoy, o lo hicieron ayer o anteayer. Ya están contagiados, pero todavía no lo saben. Este retraso enmascara el problema que tenemos, por eso es tan peligroso levantar las cuarentenas antes de tiempo, ya que de todas formas los casos continuarán creciendo exponencialmente a medida que sucedan. Eso va a ocurrir por un largo tiempo más, según nos señalan los científicos, ajenos a las vicisitudes económicas inmediatas. Cuanto menos hagamos lo suficientemente temprano en cada región de Chile, en cada comuna, en cada barrio, como para cortarlo de raíz, más problemático y abrumador será más tarde. Cuanto más alarguemos las cuarentenas, más seguros estaremos. De estas cosas el Gobierno chileno y sus autoridades escuchan poco.

Mientras tanto, por su parte, la crisis climática lentamente continúa afectando la salud humana, la seguridad alimentaria, la conservación de la biodiversidad, la disponibilidad de agua potable y para riego, la seguridad agrícola, la estabilidad política y económica y la gobernanza, pero de una manera cubierta, casi oculta. Posee aquellos efectos dominó que menoscaban a todos los componentes de la sociedad de una manera muy lenta, por lo cual resulta muy difícil de cuantificar. De manera opuesta, los efectos nocivos del COVID-19, como lo estamos constatando, son inmediatos, pero está provocando resultados similares. Ha alterado por completo a la humanidad de una manera que no se había experimentado desde la 2ª Guerra Mundial.

Conviene recordar que las formas para tratar con cada crisis también son diferentes. Si se mantiene el confinamiento, el uso de mascarillas y el distanciamiento social, se ayuda a romper la cadena de transmisión del COVID-19, ofreciendo una medida de protección a los demás. Este es un poderosos incentivo, ya que al mismo tiempo de proteger del contagio a los demás, también uno se protege a sí mismo. En el caso de la crisis climática sucede algo muy distinto. Si reducimos nuestras emisiones de gases de efecto invernadero, ayudamos a limitar el sobrecalentamiento, pero el beneficio que obtenemos de esa reducción es insignificante. Tanto para nosotros como para los demás es un incentivo muy débil. Esta es una de las razones por la cuales las personas y los países han actuado rápidamente para limitar la propagación de la pandemia, pero no han actuado con la misma urgencia para detener el cambio climático.

Las sociedades y los gobiernos de todo el mundo, desde febrero, han respondido con diferentes modalidades al COVID-19. Algunos como Trump, Johnson, Bolsonaro, Morrison negaron que existía, mientras que otros fueron proactivos, como Merkel, Macron, Trudeau y la UE. El resto de países, una gran mayoría, estuvo oscilando entre una y otra posición, entre ellos, el Gobierno chileno. Los más inactivos, hasta muy tarde, fueron EE.UU., España e Italia y he ahí los resultados desastrosos que están teniendo. Lo positivo de este abanico de respuestas es que ahora, a fines de abril de 2020, disponemos de una valiosa información derivada de todas estas reacciones naturales que nos demostrará cuáles modalidades funcionaron y cuáles fracasaron. Cuando las experiencias se vayan asentando, sabremos a ciencia cierta cuál estrategia o modalidad fue la más efectiva.

En este devenir, algunos han cuestionado duramente el costo económico de las cuarentenas a una ciudad o estado. Pero evitan referirse a que no hacer nada habría sido mucho más desastroso. Por ejemplo, el número exponencialmente creciente de casos habría provocado el colapso de todos los servicios de salud, camas, respiradores y multiplicado las muertes, entre otros efectos. Se habrían agotado antes los suministros médicos, no habría suficientes médicos y enfermeras, y la calidad de la atención se habría desplomado. Son estos efectos a la vida los que se valoraron en su justa medida en aquellos países donde se impusieron medidas de control estrictas. Lo inevitable fue que más tarde se provocó una grave interrupción económica en muchos países.

¿Qué significa todo esto? Que es perentorio manejar con mesura, cuidado y discreción la crisis para evitar años a la salud y la vida de las personas, pero también a la economía y al desempleo. Sin demagogias, politiquerías ni falsas noticias, al final todo se sabe. Se asumió el riesgo indudable de dañar a las pequeñas empresas y, más aún, sabemos que muchas personas ni siquiera tienen tres meses de ahorro para vivir. ¿Cómo se van a recuperar de esto? ¿Nos veremos encerrados en una década de depresión después? ¿Vamos a perder una generación entera en sus 20-30 años y sus oportunidades? Por todo ello, un elemento que no podemos dejar de lado, además de los costos económicos, son los enormes costos psicológicos y emocionales para las personas. Estos costos podrían ser mayores que cualquier otra cosa de la que estemos hablando respecto a la pandemia. No lo sabemos aún.

Por otra parte, la innovación puede ser crítica para lidiar con ambas crisis. Obviamente, la solución definitiva para el COVID-19 es la vacunación. Una vez que haya una vacuna disponible, la demanda será alta. Las personas tendrán otro poderoso incentivo para evitar infectarse. Cuando muchas personas se vacunen, la sociedad también estará protegida, gracias a la inmunidad colectiva. Esto hace que los incentivos sean muy fuertes para que cada país vaya a implementar la vacunación rápidamente.

Otra cosa muy diferente será enfrentar seriamente la crisis climática. No habrá vacunas para enfrentarla, es decir, se trata de una situación mucho más difícil. ¿Por qué? Porque la demanda de tecnologías innovadoras podría ser limitada si los combustibles fósiles siguen abaratándose. Entonces, desafortunadamente, incluso a nivel social, el beneficio de reducir las emisiones será bajo para un país individual en relación con el beneficio global. Y eso sería muy peligroso. Peor aún, debido a que el umbral para la catástrofe climática es muy incierto (2030-2040), cada país tendrá razones para creer que sus propias emisiones no serán fundamentales. En otras palabras, el temido «cambio climático catastrófico» podría terminar siendo el resultado cruel de la incapacidad de todos y cada uno de los países para limitar sus propias emisiones. Esa es la tragedia que se nos cierne respecto a la crisis climática. Por tal razón, su solución es mucho más complicada y compleja. Algunos la califican de “imposible”. Personalmente, mantengo mi optimismo.

En lo inmediato, lo que nos preocupa es que la crisis del COVID-19 está disipando la atención y el impulso para la acción climática. Ya se postergó hasta 2021 la COP26 que debía reunirse en Glasgow en diciembre 2020 y en la cual debían adoptarse medidas muy importantes para asegurar la plena ejecución del Acuerdo de París. Los impactos económicos tanto del virus como de la caída de los precios del petróleo también seguramente harán que los negacionistas intenten retrasar lo más posible la lucha contra la crisis climática. Ya consiguieron un punto a favor con el aplazamiento de la COP26. En pocas palabras: la acción climática se encuentra en peligro.

La crisis del precio del petróleo está interactuando con el virus de una forma muy compleja, lo que puede ocasionar un impacto real en el cambio climático en ambas direcciones. Si el petróleo es más barato, será más difícil competir para las energías renovables. Aunque sabemos que la competencia no es directa, ya que el petróleo se usa principalmente para el transporte, mientras que la mayoría de las energías renovables se usa para producir electricidad. Sin embargo, en los próximos años, los precios baratos del petróleo podrían alentar a las personas a comprar vehículos más grandes o a continuar con las empresas que queman combustibles fósiles. O, también, con el precio por los suelos, podría provocar que muchos productores más pequeños de petróleo y gas cierren sus negocios. ¿Qué sucederá? Arduo anticiparlo.

El caso del transporte aéreo es interesante. Constituye la mayor fuente de emisiones de gases de efecto invernadero en todo el mundo. Como resultado del confinamiento hoy son muchas las personas que consideran positivo trabajar y socializar de forma remota. Todos luchamos por comunicarnos virtualmente y, según pasan los días de confinamiento, estamos aprendiendo mucho más sobre los contextos en los que se pueden evitar los viajes aéreos sin grandes pérdidas para la interacción directa de persona a persona. En última instancia, este descenso podría también estar ayudándonos a lidiar con la crisis climática, ya que nos facilitará reconocer cuáles de nuestras interacciones pueden reducirse mediante la comunicación a distancia.

Otra cuestión muy positiva que sobresale de lo experimentado en las últimas seis semanas es que las sociedades de todo el mundo están aprendiendo a valorar más a la ciencia y las advertencias de los científicos, cuando se hacen proyecciones sobre escenarios catastróficos pero plausibles. Por los efectos del COVID-19, hoy hemos aprendido a respetar hechos objetivos y ya no se niegan eventos porque simplemente no queremos enfrentarlos. Se comienza también a valorar las acciones colectivas por el “bien común” y se reconoce lo importante que es para un gobierno apostar a lo proactivo. Hoy estamos más cerca de abandonar la desidia y la inacción medioambiental, muy comunes en las últimas décadas. Por esta razón, el presente se hace propicio para invertir ahora mucho más, tanto en la acción climática como en adoptar medidas precautorias sobre posibles futuras pandemias.

La importancia de la cooperación global para enfrentar el COVID-19 es indiscutible. Igual lo es para detener el sobrecalentamiento global. El mundo ha logrado grandes cosas en el pasado trabajando juntos. Un ejemplo en el ámbito de las enfermedades infecciosas fue la erradicación de la viruela; en lo medioambiental, la Convención Mundial para la Protección de la Capa de Ozono y el Protocolo de Montreal. Estos esfuerzos tuvieron éxito porque, cuando cada país se aseguró de que otros países desempeñarían su parte, cada uno tenía un fuerte incentivo para desempeñar dicha parte. No despreciemos la cooperación internacional ni a la ONU, de ella dependerá preservar con igualdad los beneficios económicos, sociales y medioambientales para todos. No nos hagamos eco de aquellos vociferantes que la atacan con el único propósito de anteponer sus propios intereses económicos mezquinos al “bien común” de toda la humanidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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