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La sinofobia y el mito de una “segunda Guerra Fría” Opinión

La sinofobia y el mito de una “segunda Guerra Fría”

Carlos Monge
Por : Carlos Monge Periodista y analista internacional.
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La pregunta que cabe hacerse es qué les resta por hacer a países como Chile, periféricos y dependientes, que paulatinamente se van viendo envueltos en pendencias ajenas, para mantener sus ya escasos grados de autonomía en el escenario internacional. Lo primero sería, tal vez, negarse a aceptar marcos de referencia (frameworks), como el de una “segunda Guerra Fría”, impuestos desde afuera y que fuerzan a abanderizarse con uno u otro bando. Un tema que, sin duda, debe preocupar a un país como Chile, cuyo comercio exterior es dependiente, en un 35,8 %, de la vinculación con China.


A poco más de un mes de las elecciones estadounidenses y en vísperas del 71 aniversario de la proclamación de la República Popular China, por Mao Zedong, Mike Pompeo no podía haber elegido mejor ocasión para arrojar el guante de un nuevo desafío al Imperio del Centro.

El 28 de septiembre pasado declaró que Estados Unidos ha “empezado a construir una coalición global para hacer que retrocedan», en referencia a la «amenaza de este régimen autoritario que presenta China». Y se vanaglorió, además, de que su país habría conseguido que una serie de naciones –»desde África hasta el sureste de Asia y Sudamérica»– se hayan dado cuenta «de la amenaza que presenta el PC chino para su libertad y soberanía». El secretario de Estado y exjefe de la CIA añadió que este proceso «llevará años», pero que ya se ha dado un primer paso en términos del «reconocimiento de la amenaza».

Fue la arremetida más evidente, hasta ahora, de la Casa Blanca en una pugna que se ha venido incentivando, paso a paso, desde la llegada de Trump al Salón Oval y que consiste en el “desacoplamiento” de EE.UU. en relación con China. Revirtiendo de este modo un proceso que se inició con la “diplomacia del ping-pong” (1971), luego continuó con la visita de Richard Nixon a China en 1972 y la reanudación de relaciones diplomáticas en 1979, en una larga danza de salón diplomática que tenía como principal fin, para ambos, el aislamiento de la Unión Soviética.

Desaparecida la URSS, en 1991 otras variables comenzaron a articular la relación bilateral entre una potencia que vivía su triunfante momento unipolar (Estados Unidos) y otra que empezaba a emerger, lentamente, dejando atrás crisis recurrentes y subordinación en el sistema internacional, para intentar recuperar el rol dominante que el Imperio del Centro (Zhōngguó, en mandarín) siempre ocupó en el mundo antiguo, al menos hasta el siglo XVI, cuando es Europa, en general, la que toma el bastón del mando.

[cita tipo=»destaque»]Como afirma Juan Gabriel Tokatlián, en un artículo reciente (“EE.UU.-China: el gran desafío regional”): la pugna hegemónica entre ambos países no es comparable, por varias razones, ni por lejos a la disputa que enfrentó en el pasado a Estados Unidos y la URSS, “una enemistad integral debido a la existencia de dos modelos antagónicos en lo social, lo económico y lo político”. Lo de ahora, en cambio, es “una transición de poder de Occidente a Oriente (y no en el seno de Occidente), en un mundo con cuantiosos arsenales nucleares (hecho sin precedentes históricos) y con la presencia de diversos centros (estatales y no gubernamentales) con distintos atributos recursivos y de influencia. Mirar prioritariamente el equilibrio militar no contribuye a entender la dinámica de los vínculos sino-estadounidenses”.[/cita]

El proceso de “reforma y apertura” en la economía, iniciado por Deng Xiaoping, hace despegar a un sistema productivo muy retrasado y China se robustece en un proceso de ascenso ininterrumpido, que no tiene parangón en la historia. De 1978 a 2010 experimentó un crecimiento sin precedentes, con un aumento del 9,5% anual del PIB y se transformó ese último año en la segunda economía del mundo.

Este espectacular “estirón”, con innegables proyecciones geopolíticas, no podía sino preocupar a la elite estadounidense que se dio a la tarea de diseñar escenarios de contención para limitar o reducir los efectos de la aparición de esta nueva potencia desafiante, que ponía en cuestión al hasta ahora solitario hēgemón –los Estados Unidos de América– que dominaba, sin contrapesos, el tablero de la post Guerra Fría.

El razonamiento imperante en Washington era simple: China aprovechó las ventajas de la globalización y su vinculación con la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 2001, para extender sus redes de intercambio y, con ellas, su influencia hacia todos los rincones del planeta, sin que la vigencia de una economía de mercado (sui generis y con grandes rasgos de intervención estatal, pero economía de mercado al fin) en su dimensión doméstica, significara que el Partido Comunista cediera ni un ápice de su dominio o demostrara voluntad alguna para evolucionar hacia una democracia liberal, de corte occidental clásico.

Hecha esa constatación, los planificadores estatales y de la defensa comenzaron a hacer proyectos estratégicos acordes a esta nueva definición de escenarios.

El pivote al Asia de Obama

La estrategia del “pivote asiático” se insinúa ya en 2009, cuando Obama deja claro que en su mandato recién iniciado Asia será una prioridad, en un discurso en Tokio. Luego, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, plantea en el Foro Regional de ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), en julio de 2010, una nueva estrategia de contención de China, para lo cual EE.UU. requerirá aliados regionales. Y queda consagrada en 2011 como doctrina oficial al ser reforzada por un artículo de octubre de ese año, en Foreign Policy, en el que Hillary explicita este giro.

Coherente con este diseño y teniendo como premisa básica la idea de Halford John Mackinder, enriquecida posteriormente por otros teóricos de la geopolítica anglosajona, respecto a que quien controle el corazón del continente euroasiático (Heartland) controlará el mundo, Obama ideó dos ejes maestros de articulación económica y comercial: el Acuerdo de Cooperación Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés) y la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (ATCI), enfocada hacia Europa.

Firmado en febrero de 2016 en Auckland (Nueva Zelanda), tras cinco años de arduas negociaciones, el TPP convocó a doce países: Australia, Brunei, Canadá, Chile, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur, EE.UU. y Vietnam, que juntos representan el 40% de la economía mundial. Principal ausente: China. Una exclusión, por cierto, nada inocente. En mayo de ese año, Obama declara: “América debe escribir las reglas. América debe mandar. Otros países deben seguir las reglas establecidas por América y nuestros socios, y no al revés (…). Eso es lo que podremos hacer con el TPP».

En este contexto, criticó la llamada Asociación Regional Económica Integral (RCEP), con 16 países miembros, incluida China, que también prevé la creación de una zona de libre comercio alrededor de la cuenca del Asia-Pacífico. Claro que Obama no contaba con que su sucesor en el cargo, Donald Trump, decidiera botar al tacho de la basura al TPP, en su forma original, al retirar a su país de ese acuerdo, diciendo que prefería “acuerdos comerciales bilaterales que generen empleos e industria en Estados Unidos otra vez”.

En un estilo más confrontacional, Trump se lanza al ataque contra China en marzo de 2018. El punto de partida es la imposición de aranceles por US$ 50.000 millones a los productos chinos, argumentando que Pekín se ha aprovechado de la buena voluntad de EE.UU., al emplear “prácticas desleales de comercio” y una transferencia forzada de tecnología americana a China. Se inició, así, un tira y afloja en el campo económico que se ha prolongado hasta ahora con medidas e inmediatas represalias de ambos países, pausadas por algunas breves treguas.

Pero eso no ha sido todo. Las medidas antichinas, a todo nivel, han ido in crescendo: sanciones personalizadas a altos funcionarios del PC chino; prohibición o imposición de barreras a compañías chinas del sector de la tecnología de la información, como Huawei y TikTok; interrogatorios y vigilancia cercana a estudiantes y científicos chinos que trabajan en EE.UU. y, como guinda de la torta, cierre forzado del consulado chino en Houston. Para no hablar de las repetidas referencias de Trump al “virus chino”, en alusión al coronavirus que, como se sabe, tuvo su punto inicial de irradiación en la ciudad de Wuhan.

En suma, asistimos, tal como lo plantea un informe del Qiao Collective –un sitio web promovido por la diáspora china–, a lo que Pompeo llama “el fin del ‘compromiso ciego’ con un Estado al que califica como una amenaza existencial para el ‘mundo libre’. Y los otros miembros de la alianza de inteligencia Five Eyes –Canadá, Nueva Zelanda, Australia y el Reino Unido– están cediendo, en general, a la presión de Estados Unidos para tomar medidas paralelas para aislar a China”.

En un artículo publicado allí, «Sinophobia Inc: Understanding the Anti-China Industrial Complex», se menciona otro aspecto de esta disputa que tampoco puede ser pasado por alto. Esa arista es la de los intereses económicos que están detrás de promover una “segunda Guerra Fría”. “Una mirada de cerca revela que un puñado de think tanks y ‘expertos en seguridad’ aparecen una y otra vez en la cobertura de los medios corporativos sobre China. Es más, estos expertos ‘independientes’ tienen vínculos explícitos con la industria de las armas y los departamentos estatales de EE.UU. y sus aliados”, dice el Qiao Collective.

El complejo militar-industrial en acción

Ejemplo concreto: un think tank que lleva por rótulo The Australian Strategic Policy (ASPI), el cual sería el responsable del “cambio de visión de Australia sobre China” y que es sustentado por halcones que alertan contra el “peligro amarillo”. ¿Quiénes lo financian? El 69% de su presupuesto es aportado por el gobierno australiano.

“Otros 1,89 millones de dólares australianos provinieron de agencias gubernamentales extranjeras, incluidas las embajadas de Israel y Japón, el Departamento de Estado y de Defensa de EE.UU. y el centro de comunicaciones estratégicas de la OTAN”. Y otros 1,1 millones de dólares proceden de empresas del sector privado, incluidos Lockheed Martin y Northrop Grumman. Se hace así verdad, en versión australiana, la existencia de lo que se denomina el “complejo militar-industrial”, como poder fáctico determinante en algunas de las más avanzadas sociedades occidentales. Concepto que fue acuñado —¡oh sorpresa!— por un Presidente estadounidense: Dwight Eisenhower.

Famoso es su discurso de despedida, en enero de 1961, al culminar su mandato, donde advirtió a sus compatriotas sobre la inmensa capacidad de lobby y manipulación de este entramado de intereses económicos y políticos. “En los consejos de gobierno, debemos cuidarnos de la adquisición de influencia injustificada, tanto solicitada como no solicitada, del complejo militar-industrial. Existe el riesgo de un desastroso desarrollo de un poder usurpado y (ese riesgo) se mantendrá. No debemos permitir nunca que el peso de esta conjunción ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos”.

La pregunta que cabe hacerse es qué les resta por hacer a países como Chile, periféricos y dependientes, que paulatinamente se van viendo envueltos en pendencias ajenas, para mantener sus ya escasos grados de autonomía en el escenario internacional. Lo primero sería, tal vez, negarse a aceptar marcos de referencia (frameworks), como el de una “segunda Guerra Fría”, impuestos desde afuera y que fuerzan a abanderizarse con uno u otro bando.

Como afirma Juan Gabriel Tokatlian, en un artículo reciente (“EE.UU.-China: el gran desafío regional”): la pugna hegemónica entre ambos países no es comparable, por varias razones, ni por lejos a la disputa que enfrentó en el pasado a EE.UU. y la URSS, “una enemistad integral debido a la existencia de dos modelos antagónicos en lo social, lo económico y lo político”. Lo de ahora, en cambio, es “una transición de poder de Occidente a Oriente (y no en el seno de Occidente), en un mundo con cuantiosos arsenales nucleares (hecho sin precedentes históricos) y con la presencia de diversos centros (estatales y no gubernamentales) con distintos atributos recursivos y de influencia. Mirar prioritariamente el equilibrio militar no contribuye a entender la dinámica de los vínculos sino-estadounidenses”.

Es más. EE.UU. y China, pese a toda la retórica encendida que reina en Washington y de a ratos también en Beijing, tienen una gran interdependencia, que se expresa en un alto grado de intercambio comercial y en el hecho de que el gobierno chino es el mayor tenedor de bonos del tesoro de EE.UU. O sea, hay una relación simbiótica que no es para nada despreciable.

Pero, a no confundirse, argumenta Tokatlian: “Leer la geopolítica actual con los lentes de la Guerra Fría puede conducir a equívocos mayores…”. Por el momento, solo una cosa es predecible: los márgenes de maniobra de los países de Latinoamérica, en general, serán más estrechos y menores en sus vínculos con la Casa Blanca y la dirigencia china.

Un tema que, sin duda, debe preocupar a un país como Chile, cuyo comercio exterior es dependiente, en un 35,8%, de la vinculación con China. Y donde el primer impulso lógico debería ser aumentar nuestro grado de conocimiento e información acerca de lo que verdaderamente ocurre en el Imperio del Centro, sin observar su realidad a través de prismas intencionalmente deformados y sabiendo que todo lo que ocurra allá tendrá, para bien o para mal, repercusiones en nuestro ámbito doméstico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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