Publicidad
Problemas de entregar la jurisdicción constitucional a la Suprema; y como mejorar el TC Opinión

Problemas de entregar la jurisdicción constitucional a la Suprema; y como mejorar el TC

Cristóbal Caviedes Paul
Por : Cristóbal Caviedes Paul Doctor en Derecho, Universidad de Queen's (Canadá). Profesor Universidad Católica del Norte.
Ver Más

Entregar la jurisdicción constitucional a la Corte Suprema minaría el apoliticismo de este tribunal. Esto a su vez puede terminar dañando la independencia judicial, pues las autoridades democráticas podrían verse tentadas a intervenir en la organización y atribuciones de la Corte Suprema si esta dicta sentencias de control de constitucionalidad que no les gustan. Estos problemas también pueden ocurrir con un TC. Pero es distinto cuestionar constantemente a una institución especializada en conocer conflictos políticamente cargados —y que por tanto puede tener herramientas específicas para manejar esta carga— a que este cuestionamiento recaiga sobre un tribunal que no fue originalmente pensado para lidiar con estos conflictos.


1. Introducción

La jurisdicción constitucional —esto es, el poder que tienen ciertos tribunales para controlar la constitucionalidad de las leyes, pudiendo incluso anularlas— es uno de los temas más polémicos que puede tratar la Convención Constitucional. Al igual que la discusión sobre sistema político, esta discusión traspasa los clivajes que separan a las derechas de las izquierdas. Para unos, la jurisdicción constitucional es anti-democrática, pues ella implica que un pequeño grupo de abogados puede echar abajo una ley dictada por un parlamento democráticamente electo. Para otros, la jurisdicción constitucional es necesaria para evitar que las mayorías aplasten a las minorías, sobre todo cuando quienes son afectados por una ley pertenecen a grupos vulnerables o históricamente desaventajados.

En este escenario, ha circulado en la Comisión de Justicia de la Convención Constitucional la idea de entregar la jurisdicción constitucional a la Corte Suprema. Esta idea surge del desprestigio en que ha caído nuestro Tribunal Constitucional (“TC”) no sólo por las críticas realizadas a la Constitución de 1980, sino también por los escándalos que han estallado dentro del organismo respecto de su gestión de causas; y por los malos tratos laborales de los que se acusa a su ex presidenta, María Luisa Brahm.

En este ensayo, argumentaré por qué —a pesar de los problemas de nuestro TC— entregar la jurisdicción constitucional a la Corte Suprema puede terminar siendo peor. También argumentaré cómo es posible mejorar el TC, para tener un sistema de justicia constitucional más acorde a las expectativas generadas por el proceso constituyente.

2. Problemas de entregar la jurisdicción constitucional a la Suprema

Gran parte de los conflictos constitucionales —especialmente los relacionados con derechos— son políticamente cargados. Es decir, tienen un elemento político del que no se pueden sustraer. Esta carga política se genera tanto por la naturaleza del conflicto como por los efectos de las sentencias de control de constitucionalidad. Muchas constituciones suelen reconocer derechos en forma vaga. Esta vaguedad suele ser deliberada, pues permite que personas que no comparten totalmente los mismos valores puedan vivir juntos en paz y reconocer la constitución respectiva como suya. Por ejemplo, una constitución puede reconocer un derecho a la salud, pero sin especificar si sólo el Estado puede prestar servicios de salud, o si los particulares también pueden hacerlo bajo ciertas condiciones. Cosa similar puede ocurrir con la libertad de expresión. Una constitución puede indicar que la libertad de expresión puede ser limitada por la propagación de “discursos de odio”, pero sin señalar claramente qué constituye discurso de odio y qué no.

Pues bien, debido a esta vaguedad —y considerando que, en Chile y otros países, no existe otro derecho por sobre la Constitución—, a los jueces suele no quedarles otra que acudir a sus propias convicciones morales para interpretar el texto constitucional. Si a esto se le agregan los efectos que puede tener una sentencia de control constitucional (efectos que, en el peor de los casos, implica anular normas legales), es casi inevitable que los jueces constitucionales terminen siendo acusados de activismo político, sea por la derecha o por la izquierda.

Siendo que la carga política de los conflictos constitucionales es un hecho de la causa, es preferible que los efectos de esa carga recaigan en un TC especializado a que recaigan en la Corte Suprema. En este sentido, así como los ministros suelen servir de “fusibles” o “escudos” del presidente de la República, el TC puede servir de “fusible” o “escudo” de la Corte Suprema y de los demás tribunales del país.

Actualmente, los jueces ordinarios son considerados esclavos de la ley; no sus fiscalizadores constitucionales. Los jueces ordinarios son considerados funcionarios encargados de aplicar las normas dictadas por los demás órganos estatales —especialmente los democráticamente electos— les gusten o no. Esta concepción “apolítica” de los tribunales da garantías al resto de la sociedad de que el derecho vigente se aplica con cierta imparcialidad: da garantías de que una jueza no resolverá un caso dependiendo sólo de lo que a ella le parece justo, sino que lo hará dependiendo de lo que a la sociedad le parece justo, expresado a través del derecho dictado por sus autoridades representativas.

Cierto, los tribunales son vistos como lejanos a la ciudadanía y muchos de sus procedimientos son burocráticos, lentos y excesivamente técnicos. También es cierto que últimamente los tribunales no han castigado los abusos del mercado y de la política como corresponde. Pero estos problemas —muchos de los cuales dependen del parlamento, no de los jueces— no se resuelven “politizando” los tribunales. Más bien se resuelven reforzando la distancia entre los tribunales, la política y el mercado.

Así, entregar la jurisdicción constitucional a la Corte Suprema minaría el apoliticismo de este tribunal. Esto a su vez puede terminar dañando la independencia judicial, pues las autoridades democráticas podrían verse tentadas a intervenir en la organización y atribuciones de la Corte Suprema si esta dicta sentencias de control de constitucionalidad que no les gustan. Estos problemas también pueden ocurrir con un TC. Pero es distinto cuestionar constantemente a una institución especializada en conocer conflictos políticamente cargados —y que por tanto puede tener herramientas específicas para manejar esta carga— a que este cuestionamiento recaiga sobre un tribunal que no fue originalmente pensado para lidiar con estos conflictos.

Además, los conflictos constitucionales tienden a comerse la agenda de quien los conoce. Esto es problemático porque una de las principales funciones de la Corte Suprema es uniformar la aplicación de las leyes, tales como las leyes civiles, comerciales, laborales, penales, etc. Esta función es importantísima y no siempre está ligada la interpretación constitucional. Por ende, si la Corte Suprema se encarga tanto de la jurisdicción constitucional como de uniformar la aplicación de las leyes, existe el riesgo de que este tribunal se termine principalmente encargando de lo primero e ignorando lo segundo. Esto contribuiría a que la interpretación de las leyes sea menos cierta y predecible que en la actualidad. De hecho, esta es una de las principales críticas que se le hacen a la corte suprema norteamericana.

Ahora bien, este riesgo de sobre-constitucionalización de la Corte Suprema puede enfrentarse creando una sala especializada encargada de la jurisdicción constitucional. Pero en este caso, las acusaciones de activismo político contra la Corte Suprema podrían ser tan graves (o incluso peores) que actualmente. En efecto, si la Corte Suprema mantiene sus 21 ministros, la sala constitucional probablemente tendría entre cinco y siete ministros. Es decir, menos que los 10 que tiene nuestro TC actual. Si la jurisdicción constitucional es cuestionada cuando 10 jueces pueden imponerse a un parlamento, ¿no es razonable pensar que este cuestionamiento puede ser igual (o incluso mayor) si este mismo poder lo tienen sólo cinco o siete jueces?

Estos problemas se agravan si se permite a todos los tribunales (no sólo a la Corte Suprema o al TC) controlar la constitucionalidad de la ley, pues la carga política de los conflictos constitucionales afectaría a toda la Judicatura. Lo mismo ocurre si los jueces de la Corte Suprema ejercen sus cargos hasta los 70 años en lugar de tener límites a sus períodos, como los que actualmente tienen los ministros del TC; o como los que actualmente tienen los jueces constitucionales alemanes, colombianos, españoles, italianos y sudafricanos, entre otros. En este aspecto, la corte suprema norteamericana también es un pésimo modelo para Chile, pues gran parte de las polémicas que se generan cada vez que en esa corte se nombra a un juez tiene que ver con que —si esa persona es relativamente joven— esa persona puede terminar controlando leyes incluso por más de 20 o 30 años (piénsese, p.ej., en los jueces Ginsburg o Scalia).

3. Cómo mejorar el TC

Aún si el carácter políticamente cargado de muchos conflictos constitucionales es inevitable, existen mejores y peores maneras de manejar esta carga. Así, hay varias cosas que la Convención puede hacer para mejorar nuestra justicia constitucional. Aquí propongo al menos tres.

Primero, conviene eliminar los controles preventivos de normas legales que actualmente tiene el TC. Es decir, el TC no debe tener posibilidad alguna de controlar la constitucionalidad de una norma legal mientras esta se discute en el parlamento, sino sólo una vez que la ley respectiva sea promulgada. Esta es la regla general en muchos otros TC, tales como los anteriormente mencionados. Gran parte de la acusación de que el TC funciona como tercera cámara se debe a que este órgano puede controlar normas legales mientras ellas aún se discuten. Esto incentiva a la oposición parlamentaria a amenazar al gobierno con ir al TC para cambiar proyectos de ley que no le gustan.

Por contraste, la cosa cambia si una ley sólo puede ser impugnada una vez promulgada. En este caso, hay mayores garantías de que la oposición no está sólo “bluffeando”, sino de que irá al TC porque realmente estima que la ley respectiva es inconstitucional. Y esa oposición paga los costos políticos que significa ir en contra de la ley respectiva en caso de ser popular.

Segundo, independientemente de los efectos de sus sentencias, el TC sólo debería declarar la inconstitucionalidad de la ley por una supra-mayoría de sus jueces en ejercicio. La idea aquí es replicar dentro del TC la lógica de los 2/3 de la Convención Constitucional. O sea, la lógica de los grandes acuerdos entre jueces que poseen ideologías distintas. Esto hace más difícil declarar una ley inconstitucional que mantener tal constitucionalidad.

Por ejemplo, si el TC tiene nueve u 11 jueces, se debería requerir al menos seis o siete de ellos para declarar una ley inconstitucional. Si no, la ley impugnada mantiene su constitucionalidad. Reglas similares se utilizan en los TC de Corea del Sur, República Checa, Taiwán, México y Perú, entre otros. En caso de que el TC siga teniendo un número par de jueces, otra forma de conseguir lo mismo es eliminar el voto dirimente del presidente del TC y establecer que, en caso de empate, se mantiene la constitucionalidad de la ley, tal como ocurre en el TC alemán.

Hay varias razones para dificultar la declaración de inconstitucionalidad de una ley por medio de una supra-mayoría de jueces. Por su origen democrático, las leyes deben presumirse constitucionales salvo que haya buenas razones para declararlas inconstitucionales. Ergo, conviene institucionalizar esta presunción en la regla de votación dentro del TC. Y hay a-simetría de errores en las decisiones del TC. Si el TC mantiene la constitucionalidad de una ley cuando debió declararla inconstitucional, este problema puede solucionarse por nuevas leyes dictadas por mayoría en el parlamento. Pero si un TC declara una ley inconstitucional cuando no debió hacerlo, en muchos casos, la única posibilidad de resolver el entuerto es con una reforma constitucional, con toda la dificultad que eso conlleva.

Además, considerando la carga política de los conflictos constitucionales —y asumiendo que los miembros del TC son realmente expertos en derecho constitucional—, una de las pruebas de fuego de que una norma legal es claramente inconstitucional probablemente sea que, a pesar de sus diferencias, jueces de distintas ideologías lleguen a un acuerdo sincero de que ese es efectivamente el caso. Así, conviene aumentar el quórum de votación de los jueces para asegurarse de que una ley sea declarada inconstitucional sólo cuando se alcancen este tipo de acuerdos.

Finalmente, debería modificarse el poder de la presidencia de la República para nombrar casi sin contrapeso alguno a tres ministros del TC (la “dedocracia”, como la denomina la ex ministra Marisol Peña). Esta dedocracia da pie para que fundadamente se acuse a la presidencia de influir demasiado en el Tribunal; y por tanto en sus futuras decisiones. Existen varias formas posibles de modificar esta dedocracia. Por ejemplo, podría establecerse que la presidencia sólo pueda nombrar a una jueza del TC en base a una terna o quina entregada por el Consejo de Alta Dirección Pública —luego de un concurso público de antecedentes—, y que ese nombramiento sea además confirmado por alguna de las cámaras del parlamento, por mayoría absoluta de los parlamentarios en ejercicio.

4. Conclusión

Hacer una constitución es un gran intento de cuadrar el círculo entre el gobierno de las mayorías y la protección de las minorías. Por un lado, queremos gobiernos que promuevan el bien común y respondan a los intereses de las mayorías ciudadanas. Por otro, queremos que ese Estado —por mucho apoyo mayoritario que tenga— no pueda violar ciertos derechos básicos necesarios (aunque no suficientes) para poder vivir la vida que queremos vivir, no la que se nos impone vivir.

Parte relevante de cómo una constitución calibra estos elementos depende de las normas sobre justicia constitucional. Y en esto lo que vale es la atención al detalle, no la exaltación grandilocuente ni las declaraciones de buenas intenciones. La Constitución de 1980 era demasiado restrictiva del gobierno de las mayorías. Esto debió corregirse a tiempo, cosa que no se hizo y que en parte explica el proceso constituyente. Pero esto no significa que entregar la jurisdicción constitucional a la Corte Suprema sea una buena idea, o que no podamos tener un TC mejor que el actual.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias