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La suspensión de nuestros derechos esenciales Opinión

La suspensión de nuestros derechos esenciales

Emilio Balmaceda
Por : Emilio Balmaceda Abogado Universidad de Chile, especializado en Criminología Universidad de Barcelona. Profesor de grado en Derecho Penal y Procesal Penal. Profesor Postgrado Criminología.
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Resultaría largo de detallar en esta columna, al menos de manera minuciosa, las diversas restricciones que en estos últimos dos años, de forma constante e ininterrumpida, han sido impuestas a la población. Casi en su totalidad, estas medidas han sido implementadas bajo la amenaza de sanciones y generadas, como anticipamos, a través de meras Resoluciones Ministeriales, normas de rango menor suscritas por el ministro de turno, sin importar la protección constitucional de muchos de los derechos que se han visto afectados. Sin mayor trámite, se ordenó, para la población en general, la suspensión de derechos esenciales –que, sin embargo, nos costó siglos alcanzar– bajo el argumento de que las medidas buscan la protección de un “interés general” y son necesarias para prevenir una eventual situación de “catástrofe”. Y muchas de ellas fueron aceptadas e, incluso, solicitadas a la autoridad, no obstante, en cualquier circunstancia normal, no habríamos dudado en catalogarlas como medidas propias de algún tipo de dictadura.


Fue gracias a un profesor de la Facultad que escuché esta historia: tras preguntarle a un grupo de estudiantes de derecho de primer año por qué habían elegido la carrera, de las decenas de consultados, apenas un par de alumnos incluyó en su respuesta la palabra “justicia”.

Vuelvo a este episodio, aún grabado en mi recuerdo por más de un cuarto de siglo, para dar inicio a esta columna que pretende entregar una visión general de lo que estimo ha sido la afectación por parte del Estado de parte importante de nuestros derechos constitucionales durante estos dos últimos años denominados “de pandemia”. Así como sobre la función o papel del poder político y la Judicatura, en especial de los Tribunales de Justicia, ante estos eventos, y su respuesta a un sinnúmero de personas que han buscado y buscan protección judicial ante una “flagrante afectación a los derechos fundamentales”, ejecutados a través de simples decisiones de rango administrativo.

Resultaría largo de detallar en esta columna, al menos de manera minuciosa, las diversas restricciones que en estos últimos dos años, de forma constante e ininterrumpida, han sido impuestas a la población. Casi en su totalidad, estas medidas han sido implementadas bajo la amenaza de sanciones y generadas, como anticipamos, a través de meras Resoluciones Ministeriales, normas de rango menor suscritas por el ministro de turno, sin importar la protección constitucional de muchos de los derechos que se han visto afectados.

Sin mayor trámite, se ordenó, para la población en general, la suspensión de derechos esenciales –que, sin embargo, nos costó siglos alcanzar– bajo el argumento de que las medidas buscan la protección de un “interés general” y son necesarias para prevenir una eventual situación de “catástrofe”. Y muchas de ellas fueron aceptadas e, incluso, solicitadas a la autoridad, no obstante, en cualquier circunstancia normal, no habríamos dudado en catalogarlas como medidas propias de algún tipo de dictadura.

Entonces, la pregunta que surge de manera casi natural, al tratar de explicar lo que estimo una impune y sistemática afectación de esos derechos, es: ¿se puede dejar en manos del Gobierno de turno definir el catálogo de medidas que afectarán nuestros derechos esenciales, en función de un posible “interés general” o “bien común”, definido casuísticamente por ese mismo Gobierno?

Como sabemos, mientras permaneció vigente el Estado de Excepción Constitucional, o “Estado de Catástrofe”, estuvimos sometidos a un marco legal que permitía un rango de cierta anormalidad en materia de derechos, es decir, estuvimos sujetos a la posibilidad de sufrir ciertas “restricciones” de algunos de nuestros derechos esenciales, como el de reunión o circulación, en función de una catástrofe declarada que debía ser contenida, para evitar la proliferación de una enfermedad transmisible, que se propagaba a través de un virus, y cuya peligrosidad a esa altura aún resultaba indeterminada. A ese fin, se adoptaron una serie de medidas que no solo restringieron, sino directamente suspendieron derechos fundamentales, tanto a personas sanas, o sin virus diagnosticado por PCR, como a aquellas diagnosticadas como positivas del virus SARS-CoV-2. No obstante, constitucionalmente, aquello no era permisible, como lo señaló la misma Corte Suprema en el célebre fallo sobre libertad de culto dictado en plena “pandemia” (Rol. Excelentísima Corte, 19.062-2021), sin duda, un destello en un mar de oscuridad.

De este mismo modo fue como se instituyeron, entre otras medidas administrativas: a) cuarentenas obligadas para toda la población; b) toque de queda; c) restricciones a actividades laborales y económicas; d) fijación de aforos limitados y restricción de asistencia a reuniones; e) cese total del ejercicio de algunas actividades lícitas; f) uso obligado de mascarillas y distancia social entre las personas; g) restricciones de desplazamiento y de ingreso a algunas zonas cerradas y abiertas; h) cierre de fronteras y restricciones de viajes fuera y dentro del país, etc.

Una vez finalizado el Estado de Excepción –a no ser por la eliminación de cuarentenas, toques de queda y recientemente el uso de mascarillas en la calle–, poco parece haber cambiado, pues el Gobierno de turno, basado en un estado de Alerta Sanitaria –cuya declaración es totalmente discrecional a la administración– mantiene todavía, más allá de lo necesario, medidas cuya eficacia está cuestionada en la mayoría de los países del mundo, como son el uso de mascarillas en escuelas por parte de menores de edad, la exigencia de pases de movilidad para actividades como viajes de más de 200 kilómetros en locomoción pública, acceso a eventos, etc. (ya eliminados en Reino Unido, Suecia, Noruega y casi toda Europa).

De este modo continúan manteniéndose importantes restricciones a los derechos ciudadanos en nuestro país sin Estado de Excepción y contraviniendo la norma constitucional que prohíbe la mantención de dichas medidas terminado un Estado de Excepción. En especial, prohibiciones que afectan a las personas no vacunadas, sin perjuicio de que la efectividad de las medidas implementadas ha sido mínimamente probada o evaluada hasta la fecha, y cuando, por ejemplo, en materia de contagios de COVID-19, nada diferencia a los ciudadanos vacunados de los no vacunados, es decir, ambos se pueden contagiar, ambos son internados en UCI y ambos fallecen con diagnóstico positivo, a esta fecha por cierto, en un porcentaje que por lo demás, innegablemente, resulta compatible con otras patologías habituales.

Uno de los aspectos más preocupantes de muchas de las medidas que continúan siendo adoptadas, es que han sido instauradas en contradicción con las recomendaciones de la misma Organización Mundial de la Salud (OMS), organismo que no recomienda la existencia de permisos discriminatorios entre vacunados y no vacunados; no recomienda el uso de mascarillas en menores de edad, ni la inoculación en menores de edad de las denominadas vacunas COVID-19. Sin embargo, ambas medidas son profusamente difundidas y promovidas en menores en nuestro país.

Es precisamente frente a la total discrecionalidad con que puede actuar el poder administrativo en las actuales condiciones, que es necesario contar con la protección de la Judicatura o Tribunales de Justicia, a fin de obtener algún tipo de resguardo o protección ante la total indefensión de los ciudadanos en contraste con el absoluto poder del Estado. Asimismo, resulta fundamental dimensionar si el daño mortal que se está provocando a nuestros derechos esenciales, como son la libertad o igualdad ante la ley, pueden quedar subsumidos de manera definitiva e irreversible ante la voluntad de ese Estado, que en un discurso permanente de protección de un supuesto “interés general”, no duda en aplastar a quien pretenda defender una versión distinta a la entregada por la autoridad, sin importar lo fundada que esta sea. Circunstancia en que el amparo de una justicia imparcial y dispuesta a defender las libertades alcanzadas resulta fundamental.

Hoy, que la doctrina del enemigo invisible campea sin ningún contrapeso y con total soltura –sirviendo de justificación para descalificar impiadosamente a quien se atreva a cuestionar el relato oficial–, las medidas que afectan nuestros derechos esenciales con justificación sanitaria incluso han sido replicadas por la misma Excelentísima Corte Suprema, la que en el mes de febrero de este año, al aprobar los protocolos internos para el acceso presencial a tribunales –tanto de funcionarios como de usuarios–, pretendió excluir a quienes no contaran con un “pase de movilidad”, lo que, para tristeza de muchos, contó con un solo y rescatable voto en contra, el de la ministra Ana Gloria Chevesich. Sin embargo, finalmente –y gracias a la oposición decidida de las asociaciones de funcionarios y jueces, e imaginamos a un segundo análisis más acabado de los excelentísimos ministros–, esto fue reconsiderado y modificado, excluyendo tal discriminación de su articulado.

Tribunales de Justicia dispuestos a defender los derechos esenciales consagrados, sin importar las justificaciones del Gobierno de turno y los intereses y fuerzas de poder que los movilizan, ya sean internas o externas, es lo que sin duda necesitamos hoy más que nunca, cuando vemos cómo se busca, por todos los medios posibles, debilitar su papel irremplazable, y dejarnos entregados a los vaivenes de la política e ideologías de turno, lo que puede traducirse en una futura indefensión en materia de derechos esenciales e imposición de una normalidad completamente anormal. Por lo que se hace muy relevante responsabilizarnos de esta reflexión y corregirlo, pues de nada nos valdrá anhelar la justicia si no tenemos al menos un espejo en que mirar su reflejo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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