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Elecciones presidenciales: una disyuntiva crítica para la democracia en Brasil Opinión

Elecciones presidenciales: una disyuntiva crítica para la democracia en Brasil

Mladen Yopo
Por : Mladen Yopo Investigador de Política Global en Universidad SEK
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En un ambiente de alta polarización, esta elección se perfila como un choque colosal entre dos fuerzas antagónicas, al decidirse si se retoma la senda de la normalidad democrática con fuertes políticas sociales perdida en 2018, después de que el Tribunal Supremo apartara a Lula de la carrera (amplio favorito entonces), o se profundiza el giro hacia un autoritarismo mesiánico de extrema derecha que comenzó con la elección del militar retirado. Oliver Stuenkel, de la Fundación Getulio Vargas, reafirma esta disyuntiva crítica al decir que “esta elección marca el momento más importante desde 1985, porque el peligro para la democracia brasileña aumentaría exponencialmente a partir de una reelección de Bolsonaro… (Él) ha desmentido a diario a los que esperaban que el ejercicio del cargo lo moderara. Si los brasileños le concedieran un segundo mandato, sería un aval para ampliar su agenda radical. Sus ataques a las instituciones son sistemáticos”.


Brasil calienta motores para celebrar, en cinco meses más, un duelo electoral de proporciones épicas. El 2 de octubre (primera vuelta) y el 30 de octubre (si ningún candidato alcanza el 50% más 1, que parece lo más seguro) se medirán en las urnas Luiz Inácio Lula da Silva (76 años), del Partido de los Trabajadores (PT), y el actual presidente Jair Messias Bolsonaro (67), del Partido Liberal (ex Partido de la República), quien por ley puede reelegirse una vez consecutivamente. Pocas dudas caben para Brasil, la región y el mundo, que estos comicios presidenciales son los más trascendentales desde que acabó la dictadura (1985) y empezó una democracia con muchas limitantes, corsés y retrocesos, no muy distinto a lo padecido por otras transiciones en la región.

En estos comicios del primer domingo de octubre están habilitadas para votar cerca de 150 millones de personas con los más de 2 millones de nuevos inscritos (el 2018 eran 147 millones), especialmente jóvenes. El voto en Brasil es obligatorio con excepción de los ciudadanos de entre 16 a 18 años, para quienes es voluntario. Además del presidente y vicepresidente, se elige al Congreso Nacional y, por ser un Estado Federal, a los gobernadores y vicegobernadores estatales, las Asambleas Legislativas Estatales y la Cámara Legislativa del Distrito Federal. Sin embargo y a pesar de la existencia de otros candidatos presidenciales y de más disputas electorales con clara interdependencia entre sí, es claro que los ojos están puestos en el proceso con aroma a revancha entre dos pesos pesados, Lula vs. Bolsonaro, usando la jerga boxeril, postergado por la justicia en el 2018 y que, sin dudas, será vital en la composición del cuadro político interno, de la democracia y del devenir regional (cooperación-integración) con su tendencia rosa.

En el contexto de este duelo de titanes, el resto de las candidaturas tienen un rol menor pero de importancia relativa para el proceso eleccionario en general en la decimotercera economía del mundo, de acuerdo al PIB. La alianza Unión Brasil fue la última en confirmar que su candidato sería el diputado Luciano Bivar, aliados con el partido Demócratas (DEM). Bivar hasta el año pasado lideraba el Partido Social Liberal (PSL) que el 2018 le dio el apoyo a Bolsonaro a la presidencia, y fue proclamado con la bajada de Sergio Moro (no alcanzaba el 8%), afiliado al PSL en marzo, después de abandonar el conservador partido Podemos.

El Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), por otra parte, tradicional espacio de la centroderecha de dicho país, llevará al empresario y exgobernador de San Pablo, Joao Doria, aunque las encuestan lo ubican con un bajísimo 2%. También está Ciro Gomes, candidato moderado de la centroizquierda, exgobernador de Ceará, el tercero más votado en las presidenciales de 2018, quien ha intentado con poco éxito conquistar al electorado progresista pero anti-PT. Más que pelear por los votos de Lula o Bolsonaro, según sea el caso, la clave de las terceras y cuartas fuerzas será conquistar a los indecisos que representan cerca del 15% de los brasileños y soñar con un segundo lugar o, si no, negociar apoyos por propuestas y futuros cargos gubernamentales (eldiario.es, 21/04/2022).

¿De la cárcel a Planalto?

Lula estuvo casi 20 meses en prisión condenado por “corrupción”. Sin embargo, una tras otra las acusaciones se cayeron y las condenas que pesaban sobre él fueron anuladas, al considerar la justicia que su antiguo miembro, Sergio Moro, no fue imparcial. Incluso, hace poco el expresidente Lula (2003-2011) vio con satisfacción cómo el comité de derechos de la ONU dictaminaba que durante este montaje, particularmente el proceso de Lava Jato, sus derechos políticos fueron violados. Lula siempre proclamó su inocencia.

Para Lula, lo que está en juego es la supervivencia de la democracia brasileña. Precisamente en la proclamación de su candidatura en Sao Paulo, en un discurso leído para evitar errores de improvisación y cambiando la estrategia de 2018 de no atacar a Bolsonaro, que no le resultó (lo legitimó), dijo que “sin una causa la vida pierde sentido” y que su aspiración a un tercer mandato se anclaba en el objetivo de “acabar con la política irresponsable y criminal de este gobierno, que pone en venta nuestras empresas estratégicas, daña el medio ambiente y destruye políticas públicas que cambiaron la vida de millones de brasileños” (El País, 07/05/2022). En un acto anterior en Minas Gerais, había expresado que nos enfrentaremos a un oponente que “representa la antidemocracia, el antiamor, la antipaz, la antieducación y el antidesarrollo. Un adversario que representa la ignorancia, la violencia y el fascismo” (Prensa Latina, 10/05/2022). La campaña de Lula está anclada a su legado de grandes éxitos económicos, sociales e internacionales y de estabilidad político-institucional.

El exmandatario oficializó su candidatura hace unas semanas en un gran acto en Sao Paulo, en el que su candidato a vicepresidente, el conservador Geraldo Alckmin, de 70 años, intervino desde casa por estar con coronavirus. Antiguos adversarios (Lula le ganó el 2006), el exgobernador de Sao Paulo es un católico practicante con fama de buen gestor y el expresidente espera que Alckmin mitigue los temores de los que lo consideran un radical y le haga más digerible entre votantes reticentes del centro y la derecha clásica, como lo expresó Celso Amorim, exministro de Asuntos Exteriores y de Defensa de Lula y una de las personas más cercanas a él. Amorim sostiene que, si gana los comicios Lula, “hará una política económica responsable, sin austeridad, no tocará el Banco Central y no va a abandonar las políticas de inclusión social”. Al igual que eligió a un empresario como número dos para su primer gobierno, Lula y los suyos quieren calmar la inquietud de las élites económicas (el poder real).

En un ambiente de alta polarización, esta elección se perfila como un choque colosal entre dos fuerzas antagónicas, al decidirse si se retoma la senda de la normalidad democrática con fuertes políticas sociales perdida en 2018, después de que el Tribunal Supremo apartara a Lula de la carrera (amplio favorito entonces), o se profundiza el giro hacia un autoritarismo mesiánico de extrema derecha que comenzó con la elección del militar retirado. Oliver Stuenkel, de la Fundación Getulio Vargas, reafirma esta disyuntiva crítica al decir que “esta elección marca el momento más importante desde 1985, porque el peligro para la democracia brasileña aumentaría exponencialmente a partir de una reelección de Bolsonaro… (Él) ha desmentido a diario a los que esperaban que el ejercicio del cargo lo moderara. Si los brasileños le concedieran un segundo mandato, sería un aval para ampliar su agenda radical. Sus ataques a las instituciones son sistemáticos”.

Una cruzada entre “el bien y el mal”

El expresidente Lula ya el 12 de agosto de 2021 había expresado que Brasil “no merece ser gobernado por un genocida como está siendo gobernado hoy”, agregando recientemente que “queremos regresar para que nadie ose desafiar nunca más la democracia y para devolver el fascismo a la alcantarilla de la historia, de la que nunca debió salir”. Bolsonaro, por su parte, en un claro anclaje religioso dice que esta es una batalla “entre el bien y el mal”, sin cambiar los principios de la campaña de 2018. Bolsonaro ganó esos comicios con un discurso antisistema y de combate implacable contra la corrupción; ha gobernado rodeado de militares (cerca de 10 ministros y 6 mil miembros de las FF.AA. en puestos públicos) y ha logrado mantener la imagen de político “limpio”, pese a las sospechas de corrupción que salpican a sus hijos y aliados, y que ahora la Corte Suprema lo investiga por brindar declaraciones sin sustento sobre la pandemia y acerca del proceso electoral.

Bolsonaro es un claro defensor de la dictadura militar y, por lo mismo, de muy bajos estándares democráticos. Para él no hubo golpe de Estado en 1964 en contra del presidente Joao Goulart (Jango), de esencia desarrollista-socialdemócrata, ni menos dictadura: “¿Dónde se ha visto en el mundo que una dictadura le entregue el poder de forma pacífica a la oposición? Solo en Brasil. Entonces, no hubo dictadura» y comparó este lapso político con un matrimonio: «No quiero decir que fue una maravilla. Ningún régimen lo es. ¿Qué matrimonio es una maravilla? De vez en cuando hay problemitas. Son raras las parejas que no tienen un problema», en una entrevista a la televisión Bandeirantes.

En este marco de pensamiento autoritario, la “palabra” de Bolsonaro se anclaba el 2018 a cinco máximas (BBC News Mundo, 02/01/2019) y que siguen presentes en la actual contienda: a) «Vamos a unir al pueblo, valorizar la familia, respetar las religiones y nuestra tradición judeo-cristiana, combatir la ideología de género, conservando nuestros valores»; b) «Este es el día en que el pueblo comenzó a liberarse del socialismo»; c) «Nuestra preocupación será la seguridad de las personas de bien, la garantía del derecho de propiedad y de la legítima defensa»; d) «(…) Misión de restaurar y volver a erguir nuestra patria, liberándola definitivamente del yugo de la corrupción, la criminalidad, de la irresponsabilidad económica y la sumisión ideológica»: y e) «Acabar con el sesgo ideológico de las relaciones internacionales, que atienden intereses partidarios y no los de los brasileños».

Bolsonaro ha intensificado su campaña en los últimos meses; nunca ha parado de estar en campaña, imitando a otro liderazgo transaccional autoritario de derecha, como lo es Donald Trump. Se reúne con los votantes todo el tiempo, incluso en los peores tiempos de pandemia (665 mil muertos), ha multiplicado sus giras por el Brasil profundo, ha aumentado inauguraciones de obras de infraestructura (incluido el noreste, bastión de Lula), reparte generosamente los fondos públicos, participa de marchas motoqueras y cabalgatas al estilo Putin, y cada jueves reactiva eficientemente a su núcleo duro mediante una transmisión en directo en Facebook que incluye aleonamientos, fake news y a algún ministro cuya tarea le toque alabar (tiene un ejército de partidarios y bots en las redes), entre otros.

El presidente ultraderechista ha seguido sembrando dudas sobre las urnas electrónicas usadas desde 1996 y, por lo mismo, ha surgido el temor de que plantee un desafío al estilo Donald Trump, con la gran diferencia de la solidez de las instituciones y de la democracia entre Estados Unidos y Brasil. Bolsonaro ya ha dado señales de que pretende ser duro durante la campaña y lleva tiempo avivando el fantasma del fraude electoral, como se percibe del anunció hecho respecto a que su Partido Liberal contratará una auditoría de las elecciones: irónicamente dijo «quiero garantizar la elección de Lula», pero implícitamente esta dejando abierta la puerta para una intervención militar en caso de una derrota.

La foto de las encuestas

A finales de 2021, Bolsonaro tocó fondo en intención de voto debido a su criticada gestión de la pandemia del coronavirus, que ya dejaba más de 620.000 muertos, a la disparada inflación de 10,06% (algunos productos de primera necesidad llegaron al 40% de alza), al crecimiento de la pobreza (50 millones pasan hambre) y a los 12 millones de parados. La situación económica en Brasil viene de tumbo en tumbo: ahí esta la recesión de 2014-2016, seguida de tres años de bajo crecimiento y una nueva recesión en 2020. En este contexto, a mediados de diciembre, el instituto Datafolha daba al expresidente del PT el 48% de las intenciones de voto en la primera vuelta, alcanzando Bolsonaro solo el 22%.

Sin embargo, y si bien la foto de las encuestas se ha mantenido relativamente estable con Lula a la cabeza, ya pocos hablan de un triunfo en primera vuelta e incluso más, ya sea real y/o para mantener un estado de ansiedad óptimo (ni mucho para sentir la carrera corrida ni poco para frustrarse e inmovilizarse), los seguidores de Lula sienten que la batalla va a ser extremadamente reñida. Precisamente, desde ese momento crítico, en todas las encuestas, independientemente de su metodología, el excapitán de ejército ha subido. A inicios de este mes, por ejemplo, Prensa Latina (10/05/2022) publicó la encuesta de la Confederación Nacional de Transporte (CNT) y el Instituto MDA, la que daba a Lula un 40,6% de los votos válidos y a Bolsonaro 32%; es decir, 8,6 puntos porcentuales de diferencia y que en febrero eran 14,2 puntos en favor de Lula. En todo caso, esta encuesta de CNT/MDA, a su vez, revela que Lula ganaría la segunda vuelta por 14 puntos porcentuales (50,8% frente a 36,8%).

El alza de Bolsonaro se debe a variadas razones: la retirada de la carrera de Sergio Moro y cuyos electores se han ido con el de mayor afinidad ideológica; la gran y dinámica campaña con la que Bolsonaro mantiene y alimenta la polarización en Brasil, lanzando «nuevas peleas» contra la Corte Suprema o los gobernadores; también se han sumado, además de los muchos evangélicos y los militares, algunos pobres por las ayudas sociales y los antipetistas acérrimos (Bolsonaro es más antpetista que antilulista). Ha ayudado también el ingreso tardío de la campaña de Lula en la calle (se limitó a actos retransmitidos por Internet por el COVID-19), además de declaraciones “desafortunadas” o que han creado conflicto incluso en su propio mundo (fuego amigo): ejemplo, durante un encuentro sobre asuntos europeos y sin que nadie le preguntara, Lula defendió que el aborto sea tratado como una cuestión de salud pública en el Brasil conservador/evangélico. También levantó polvo al culpar al presidente Zelenski, junto a Putin, por la guerra derivada de la invasión rusa de Ucrania.

Oliver Stuenkel ha expresado que si “la elección va a ser sobre economía, desigualdad, desempleo, inflación (…) me parece que ganará Lula, porque durante su presidencia la situación estaba mucho mejor”. Pero Stuenkel recalca que si las elecciones son sobre valores, sobre familia (aborto, derechos de LGTB), eso dará una ventaja muy grande a Bolsonaro (elpais.com, 15/02/2022). Lo claro hasta el momento es que el mandatario enfrenta protestas por la erosión de salarios incluso en el Banco Central (encargado de luchar contra la inflación). Para algunos, esas preocupaciones eclipsan su desastroso desempeño ante la pandemia, que pasó de negaciones a curas de charlatanería, pasando por cuatro ministros de salud, uno militar y sin capacitación médica, luego dudas sobre las vacunas y acusaciones de corrupción (bloombergenlínea.com, 21/04/2022).

Bolsonaro, que según la mayoría de los sondeos perdería las elecciones, esta reforzando los discursos hacia dos sectores que lo sustentan: evangélicos y militares. En relación con los evangélicos (un 44% de ellos lo votaría en la primera vuelta y un 32% se inclinaría por Lula), ha prometido seguir trabajando para defender los valores cristianos. Dijo que este «es un gobierno que dice con orgullo que cree en Dios (y) que defiende la familia brasileña», al nombrar en la Corte Suprema a André Mendonça, un juez «evangélico-conservador”. Además, en un claro acto de campaña sucia, ha acusado al PT de promover la sexualización de niños y de haber entregado en escuelas un supuesto «kit» que enseñaba cómo ser homosexual, algo catalogado como fake news por el Tribunal Electoral. También ha nombrado a evangélicos para conducir ministerios, como la pastora Damares Alves, en la cartera de DD.HH.

Como respuesta a esta cruzada hacia este gran núcleo de votantes, el PT ha anunciado que lanzará un podcast con entrevistas de interés exclusivo para los evangélicos, como parte de una estrategia diseñada por el pastor Paulo Marcelo Schallenberger, destinada a orientar a Lula sobre cómo aproximarse, afinar discurso y vencer desconfianzas. No hay que olvidar que en Brasil los evangélicos son unos 70 millones (casi un tercio de la población) y algunas proyecciones indican que en una década podrían superar a los católicos; es el país con el mayor número de fieles de esa religión en el mundo y estos tienen exigencias a partir del espacio ganado con la democracia y con Bolsonaro (france24.com, 25/02/2022).

En relación con la relevancia de las FF.AA., hay que recalcar que estas nunca se han ido de la escena política brasileña. Incluso más, a través de la Comisión de Transparencia de las Elecciones (CTE), organismo creado por el Tribunal Supremo Electoral para mejorar la transparencia y donde participan, se dieron el gusto de hacer una serie de recomendaciones rechazadas por el propio Tribunal. Pedro Brieger, director de NODAL, dice que “no es casual que Lula haya mantenido contactos informales con la cúpula de las FF.AA. para comprobar si estas reconocerían su triunfo. Este hecho por sí solo habla a las claras de la importancia de las FF.AA.”. Recalca que estas “no fueron depuradas después de una dictadura de 21 años (…). Vale la pena recordar que en 2018, mientras Lula era candidato, amenazaron con un golpe de Estado si el Poder Judicial no lo enviaba a la cárcel” (NODAL, 13/05/2022).

Y el excapitán de ejército está tratando de sacar provecho de esta relación. Por ejemplo, mandató al Ministerio de Defensa realizar “las conmemoraciones adecuadas” relacionadas con el golpe de 1964 y tratar de empalmarlas con los supuestos desafíos de la realidad actual. Así, en el mensaje dirigido a las tropas por parte del ministro de Defensa, Fernando Azevedo e Silva, este dijo que “el 31 de marzo de 1964 se inserta en el ambiente de Guerra Fría que se reflejaba en el mundo y penetraba en nuestro país. Las familias en Brasil estaban alarmadas y se pusieron en marcha. Frente a un escenario de grandes convulsiones, fue interrumpida la escalada hacia el totalitarismo». Y el mismo Bolsonaro ha reiterado el discurso de amigo-enemigo, por ejemplo, cuando desde la Academia de Policía de Barro Branco-Sao Paulo, dijo que “nosotros, personas de bien, civiles y militares, necesitamos a todos para garantizar la libertad porque los delincuentes del pasado hoy usan otras armas, también desde gabinetes con aire acondicionado, buscan robar nuestra libertad» (france24.com, 14/05/2022).

En esta elección se perfila un gran choque entre dos fuerzas antagónicas, al decidirse –como se señaló anteriormente– si se retoma la senda de la normalidad democrática con fuerte sentido social perdida en 2018 o se profundiza el giro hacia un autoritarismo mesiánico de extrema derecha, que comenzó con la elección del militar retirado. Por el bien de Brasil y la región, esperamos que sea el primer escenario con el retorno de Lula a Planalto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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