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El debate Trans: Una conversación imposible Opinión Crédito: Reuters

El debate Trans: Una conversación imposible

Rafael Gumucio
Por : Rafael Gumucio Escritor chileno, profesor de Castellano y Magíster en Literatura de la Universidad de Chile, académico Escuela de Literatura Creativa Director Instituto de Estudios Humorísticos de la UDP.
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En (Felipe) Kast o en (Carolina) Sanin, se trata de dividir el mundo en dos, los que lo comprendieron todo y saben de nacimiento qué letra se unirá ahora a la sigla LGTB, y los otros, los cómplices cavernarios de la opresión y el asesinato y violación de trans. Cómplices en la que pueden convertirse sólo por preguntarse lo que no se puede preguntar, escritoras de evidentemente mujeres, evidentemente feministas, evidentemente inteligentes, evidentemente de izquierdas, como Sanin, Enríquez o Schwelbin. Se trata en resumen de hacerle a los demás justamente lo que los colectivos más aguerridos del progresismo identitario se quejan de que les hacen todo tiempo a ellos: Disidentes que quieren acallar toda disidencia.


La última polémica de las letras latinoamericanas, aunque protagonizada por algunas de las mejores escritoras del continente, nada tiene que ver con sus libros. La escritora colombiana Carolina Sanin grabó un video donde reflexionaba sobre los límites de los trans y el significado de ser o no ser mujer. Denunció en sus redes sociales luego que una editorial mexicana había cancelado los contratos de publicación en razón de sus opiniones sobre la transexualidad.

Twitter ardió y se acusó a la escritora, de todas las fobias posibles. El ataque hizo que las escritoras argentinas Mariana Enríquez y Samathan Schwelbin solidarizaran con su colega o al menos con su derecho a expresar sus dudas. Mariana Enríquez, quizás la escritora actual más mundialmente alabada y querida de nuestra lengua, ante la andanada de odio que empezó a caer sobre su cabeza, prefirió dejar su cuenta de Twitter.

No quiero pronunciarme sobre el fondo de las declaraciones de Sanin, sino sobre la forma del debate, que por lo demás se repitió de modo automático cuando grabaron al senador Felipe Kast con una trabajadora sexual. Casos donde tantos progresistas de las redes sociales se sintieron libres de dejar suelto su morbo y sus fantasías coprofágicas, con tal de usar el vocabulario adecuado y pensar que con este podían seguir siendo buena onda.

En Kast o en Sanin, se trata de dividir el mundo en dos, los que lo comprendieron todo y saben de nacimiento qué letra se unirá ahora a la sigla LGTB, y los otros, los cómplices cavernarios de la opresión y el asesinato y violación de trans. Cómplices en la que pueden convertirse sólo por preguntarse lo que no se puede preguntar, escritoras de evidentemente mujeres, evidentemente feministas, evidentemente inteligentes, evidentemente de izquierdas, como Sanin, Enríquez o Schwelbin. Se trata en resumen de hacerle a los demás justamente lo que los colectivos más aguerridos del progresismo identitario se quejan de que les hacen todo el tiempo a ellos: disidentes que quieren acallar toda disidencia. Personas que se quejan de que su sexualidad sea tratada como una enfermedad que no trepidan en patologizar la opinión ajena, calificándola de transfóbica.

Ese calificativo, que banaliza la verdadera transfobia de De La Carrera y compañía, impide cualquier debate sano en torno a la identidad sexual. Porque solo se puede debatir si uno admite que el otro es un ser racional, que piensa distinto, pero que tiene las mejores intenciones para hacerlo y no “te mata” ni te “viola”. No por preocuparse de la inmigración se es por obligación racista, no por preocuparse de la suerte de los palestinos se es cómplice de los campos de concentración nazi, no por no apoyar a la CAM se celebra la pacificación de la Araucanía. Por supuesto que entre los que se preocupan de estos temas hay xenófobos, antisemitas, y racistas, pero este es uno de los riesgos del debate democrático, que es imposible saberlo de entrada y que el que puede juzgar con cierta objetividad no puede ser la víctima justamente porque carece de objetividad para hacerlo. Eliminar los discursos de odio implica finalmente eliminar también los discursos de amor, que se le parece como dos gotas de agua, y finalmente todo discurso en que siempre están implicados ambos sentimientos pero que deben ser dominados por la razón que por eso intenta nunca ser sentimental.

Fuera del círculo infernal de las redes sociales la discusión sobre los dichos de Sanin, o la vida sexual de Felipe Kast fue por cierto más calma y sosegada. Pero se le aplicó a cualquiera que dudara de las categorías, por cierto, siempre cambiantes en torno a la fluidez de género, el argumento de autoridad. Primero no puedes hablar si eres blanco, hetero, cisgénero, y privilegiado. Es decir, no puedes mirar el tema desde otra perspectiva que la vivencial, que la testimonial, que la parcial, que es desde el punto vista del debate racional la más pobre de todas. Luego, tampoco puedes hablar si no compartes la lectura de una serie de bibliografía teórica que se presenta como científica, pero lo es escasamente. Una bibliografía que es también un vocabulario que muy pocas, a ser el que maneja cualquier persona culta y preparada con el que se debería, más aún si se pretende ser académico, conversar de igual a igual.

​No se puede razonar con una víctima porque lo que hay que hacer es comprender, y tampoco se puede hacer con un profesor al que solo se puede asentir. Para que un debate sea posible hay que admitir la igualdad de los que debaten, atender a sus argumentos en un lenguaje común, inteligible para no especialistas de ninguno de los dos campos.

Perdonen, pero por lo demás, me permito dudar de la honestidad intelectual de los que lo tienen todo claro de entrada. Como a la mayoría me resulta lógico que un mayor de edad pueda hacer con su cuerpo lo que estime conveniente. Nunca se me ocurriría llamar a nadie como no quiere ser llamado y me parece perfecto que se legisle para que nadie lo haga. Pero eso no es el centro, ni de lejos del asunto, ni la razón porque en España hoy este tema, que concierne un grupo muy pequeño de la población, está en el centro del debate.

Quien piensa que este no debería ser un tema a comienzos del siglo XXI, olvidan que este es el gran tema de la historia humana, el motor de su descontento, el centro de sus pasiones. Porque sabemos dos cosas solamente los humanos: nacemos y morimos. Morimos solos, pero nacemos del vientre de otro humano que nos engendró apareándose con otro humano a través de sus órganos genitales. Órganos genitales que dividen a los humanos en dos sexos cuya diferencia es la que permiten su apareamiento, es decir nuestra vida.

El sexo y la muerte son así las fronteras de lo humano. Todas las religiones y sus guerras tienen como tema el trato que le damos a la muerte y su sentido. ​Antes que la pandemia nos recordara que la muerte existía, llegamos a pensarnos como “amortales”. No inmortales, pero tan longevos que solo un accidente, o un error médico podía matarnos. Es normal que esta nueva manera de ver la muerte, la muerte como un error, como una falla técnica, lleve aparejada cambios en la otra frontera, la del sexo. Está, como nunca en la historia humana, en juego la idea del origen y sobre todo la idea del destino. Están en juego las bases mismas del feminismo, que es la idea de que existen mujeres que no son hombres y que son oprimidas por ser mujeres y no hombres, como está en juego todas las categorías binarias, bien y mal, cielo e infierno, izquierda y derecha, placer y dolor, que están en la base de nuestra literatura, nuestra filosofía, nuestro folclore. Atribuir la sorpresa, el desconcierto que este cambio central en las condiciones de la existencia, a alguna enfermedad o a simple ignorancia, es confirmarlo y ayudar a que se convierta justamente en el odio y la burla que elige diputados, senadores y presidentes. Finalmente tratar de tontos o de enfermos los que simplemente se preguntan o se espantan, es conseguir que se conviertan en eso, en tontos y enfermos, para desgracia de todos y sobre todo de los que desean vivir sus cuerpos en armonía con sus cabezas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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