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Norte Grande

Norte Grande

Parafraseando el título de la recordada novela de Andrés Sabella, la victoria de Deportes Antofagasta sobre Universidad de Chile no sólo le sirve en la tabla de posiciones. Hay un simbolismo oculto para la mayoría al ser lograda gracias al aporte vital de jugadores nacidos en un club habituado a vivir de lo ajeno, e incapaz de proponer un proyecto a la altura del peso que tiene en el país la capital de la Segunda Región.


Que Deportes Antofagasta derrote a Universidad de Chile no es algo que ocurra a menudo.

Que la victoria tenga lugar en el Estadio Nacional, menos todavía.

Y que los goles de la hazaña los hayan anotado tres menudos y morenos muchachos nacidos en esa eterna tierra de promesas, los tres empinados apenas sobre el metro 60 de estatura, casi roza en lo increíble. Dudo que lo del sábado 31 de enero tenga algún precedente en la magra historia de la institución nortina.

Por obvias razones, este detalle pasó inadvertido para la prensa capitalina. Y me temo que también para la antofagastina. Es el sino de una ciudad alabada desde el mundo financiero por sus cifras macroeconómicas, pero que arrastra sobre sus terrosas y salobres espaldas el peso de ser ambicionada y deseada más que amada. Una suerte de Meca para inmigrantes de todos los confines, incluyendo a compatriotas venidos de más al sur, que ven en ella la escapatoria de la pobreza. Y si antes para lograr aquello todos estaban obligados a radicarse en su faja angostada por mar y cerros, ahora gracias a la modernidad los mineros chilenos pueden ir y venir entre los grandes yacimientos y sus tierras de origen, sin detenerse un minuto para mirar y tratar de comprender a esta urbe compleja y multirracial.

Antofagasta ha sido aportadora fecunda de talentos literarios, artísticos, periodísticos y científicos. Andrés Sabella y Antonio Skármeta, entre los primeros; músicos de marca mayor como el grupo Illapu; Lenka Franulic en las labores reporteriles y Eric Goles, Premio Nacional de Ciencias, son algunos de los mejores exponentes de una ciudad enriquecida culturalmente por la confluencia de inmigrantes pluri continentales y de universidades imbuidas de su responsabilidad con el pasado, presente y futuro de esta urbe.

Deportivamente, en cambio, su suerte ha sido dispar. Fue imbatible en el waterpolo nacional de los años los ‘60 y una de las pocas que podía amagar la hegemonía tocopillana en el béisbol. Hasta tuvo su campeón mundial de caza submarina, Alejandro Flores, a comienzos de los ’80. Y pare de contar.

Porque lo del balompié no da para mucho. Incluso su mayor aporte, Luis Santibáñez, más bien puede considerarse como un paradigma del anti fútbol. Ya es tarde para saber cuándo el voluminoso estratego eligió seguir un derrotero tan avaro, que defendió a ultranza amparado en una época donde criticar estaba prohibido y con un vozarrón grave -a la usanza bonaerense- que casi no admitía reparos. Solo los antofagastinos antiguos podrían atestiguar cuál era el fútbol que desplegaban las series del Unión San Martín que él dirigía ya de adolescente, gritando con voz de pito (por eso lo de “locutín”) y calmando su ansiedad al borde de canchas polvorientas devorando uno tras otro esos sabrosos alfajores de Pica, rellenos de chancaca, tan escasos hoy en los quioscos de la ciudad.

Es cierto. También hay que recordar a Pedro Reyes, nativo del barrio de Playa Blanca, y que a sus dotes futbolísticas y una estatura de 1,84 absolutamente impensada para el promedio antofagastino, unió la sabia decisión de dejarse una “barba paraguaya” para infundir respeto entre los atacantes rivales. Todo lo contrario de Erick Pulgar, el prometedor zaguero o volante que ya destaca en la UC y en la Selección, larguirucho, lampiño y con cara de niño de comic.

Otros aportes son más más bien simbólicos. Christopher Toselli, Francisco Prieto y Pedro Carrizo nacieron cobijados por el cerro El Ancla, pero emigraron de niños y empezaron a aporrearse y a atajar goles en el centro y en el sur del país. Y a meter goles más allá de la caleta Coloso, límite sur de la ciudad, aprendieron delanteros como Renato “Tiburón” Ramos, y una promesa colocolina truncada, Philip Araos, el “Artillero de Macul”, goleador histórico de las cadetes albas con un auspicioso debut en el primer equipo y un ocaso igual de repentino.

No son los únicos talentos robados casi desde la cuna al fútbol antofagastino. Promesas actuales como los creativos Diego Rojas, en San Carlos de Apoquindo, e Iván Ledezma, en Calama, tampoco fueron descubiertos a tiempo por los buscadores de Deportes Antofagasta.

Con tan poco ojo, es casi un milagro que los verdugos de la Universidad de Chile -Marcos Bolados, Ronald González y Luis Cabrera- hayan sido criados y madurados en la cantera propia.
Así ha sido el transitar de este club en el fútbol chileno. Una montaña rusa que lo sube y lo desciende con igual periodicidad. A la sombra eterna de Cobreloa, por ser incapaz de atrapar algún aporte sustancioso de las mineras privadas, y sin la ambición de Deportes Iquique, que se esfuerza -no siempre con éxito- por ser fiel a ese lema de la Tierra de Campeones.

Otro ejemplo de la decadencia es el antiguo e imponente Estado Regional, hoy devenido en “Calvo Bascuñán”. Hace mucho rato que no cobija esas 20 mil personas que lo repletaban semana por medio en las primeras campañas de Antofagasta Portuario. Ahora las imágenes televisivas suelen mostrar galerías casi vacías que solo se pueblan con la llegada de Colo Colo, Universidad de Chile o algún relumbrón que se da de tarde en tarde. A tanto llegó el desapego, que años atrás un alcalde decidió cercenarle parte de las graderías detrás del arco norte para habilitar escenarios artísticos y no hubo reclamo alguno por parte de la dirigencia o de la hinchada.

Quizás el único resplandor ocurrió a comienzos de los ’90, cuando se hizo cargo del equipo el croata Andrija Percic. Este entrenador aportó en el fútbol antofagastino lo que sus compatriotas llegados desde la isla de Brac en los albores del siglo 20 entregaron en el comercio, la minería, la cultura, el atletismo y el basquetbol. Cobijado bajo la frondosa sombra de Mirko Jozic en el Colo Colo campeón de la Copa Libertadores, Percic armó un equipo con lo que tenía, que no era mucho, y se las arregló para desplegar un fútbol concreto, rápido y efectivo. Así logró que el nombre de Deportes Antofagasta fuera leído durante un par de temporadas en el tercio superior de la tabla de posiciones. Todo duró hasta que Percic recibió una oferta de Huachipato y, tal como todos los que llegan a la ciudad a hacer dinero, pensó que había llegado la hora de volver a zonas más amables y se afincó en Talcahuano.

Sería todo. El club se sumergió de nuevo en su mediocridad de siempre. Algunos coqueteos con la Minera Escondida para que asuma la administración del club nunca han resultado. Su aporte da para parar la olla y no mucho más. Ahora el club, incluso. cayó en manos de esos prestamistas que se entrometieron en el fútbol chileno y cuya motivación por sacarle lustre a Deportes Antofagasta debe ser tan mínima, como el interés que por largos años tuvieron las transnacionales mineras por pagar un royalty digno al Estado chileno.

Posiblemente, sólo los esfuerzos de otro antofagastino digno de reconocimiento puede torcer el destino marcado de esta institución. Si Harold Mayne-Nicholls, quien ya olvidó sabiamente su aventura en la FIFA, retoma con fuerzas su cruzada por recuperar al club para la comunidad, podría traer de vuelta la fresca brisa marina que limpie a Deportes Antofagasta de esos aires contaminados con plomo y azufre que han envenenado por décadas los pulmones de la otrora Perla del Norte Grande.

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