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Opinión: Pelé y Galeano

Opinión: Pelé y Galeano

Pelé estuvo hace unos días en Santiago. Eduardo Galeano murió hace unas horas en Montevideo. Ambos representan dos maneras de ver y aprehender el fútbol: el primero, desde el talento con un balón; el segundo, desde la creatividad y la consecuencia con una pluma. Ambos, además, forman parte de mi historia.


Fue un gigantesco televisor Westinghouse (gigantesco y a tubos), que mi padre había comprado un año antes para ver la llegada del hombre a la Luna (primer acto de depredación cósmica de la raza humana), el que me acercó tan mágicamente al mundo del fútbol.

No exagero al emplear esa palabra, porque fue un encuentro mágico ese que sostuve, con apenas cinco años y a través de una pantalla enorme y misteriosa, con un deporte que me atrapó con la potencia de un amor a primera vista. Una sensación -creo- sólo comparable a la del coronel Aureliano Buendía, cuando, siendo niño, conoció el hielo en la tienda del gitano Melquíades.

Por favor, entiendan el contexto: esa aproximación fue durante el Mundial de México ’70, es decir, donde se presentó una de las mejores selecciones de todos los tiempos: el Brasil de Pelé, Tostao, Gerson, Rivelinho, Jairzinho, Clodoaldo y Carlos Alberto, bajo la sabia conducción técnica de Mario Lobo Zagallo.

Ya Pelé era una categoría por sí mismo. Escuchaba hablar a los mayores de las hazañas del brasileño, siempre con un grado de respeto insobornable, casi bajando el tono de la voz, como en misa o en el cine cuando se quiere comentar algo sobre Cristo o el jovencito de la película, que en ambos escenarios cumplen idénticos roles.

Para mí, cabro chico y curioso (que es lo mismo), la figura de Pelé sólo adquirió ribetes de héroe en la final ante los italianos, quienes aún se preguntan cómo anular a ese fenómeno terrestre y aéreo. Porque les hizo daño a ras de pasto y desde el cielo, metiendo un frentazo que abrió el camino del triunfo -y de la gloria- para un Scratch que estaba irremediablemente destinado a quedarse para siempre con la Copa Jules Rimet.

Digo que sólo ahí entendí, con esa balbuceante comprensión de una edad temprana, cuánto representaba Pelé en un equipo plagado de grandes jugadores, y en el cual el 10 brillaba con luces propias.

El Mundial ya era entretenido para mí y para mi hermano (compinche en esas jornadas), con quien nos reíamos de algunos cuadros europeos tan permeables a la habilidad sudamericana. Recuerdo a la Selección de Bulgaria: once robots persiguiendo a otro talento inolvidable: Teófilo Cubillas.

Pero la irrupción de Pelé hizo que mis sentidos virasen hacia su talento. Por eso, también, mantengo esas imágenes tan vívidas, pues ese Mundial, «el de Pelé», encendió esta inoxidable pasión futbolera.

Conversé con él hace algunos días, junto con un par de colegas de Radio Bío Bío. Cerré, así, un ciclo de varias décadas. Ahora la historia está completa.

EL OTRO GRAN MOMENTO

Compré el libro en 1996. A Eduardo Galeano lo conocía de antes, de la universidad, gracias a «Las venas abiertas de América Latina», un clásico por su prosa y su verdad. Pero, hasta ese instante, de «El fútbol a sol y sombra» sólo tenía referencias orales de un par de amigos.

A los cinco minutos de lectura, no existía nada más que aquellas descripciones irrepetibles de Galeano, que refuerzan el objetivo primigenio del libro: «Rinde homenaje al fútbol, como fiesta de los ojos que lo miran y como alegría del cuerpo que lo juega”.

El gran mérito del uruguayo fue reubicar al fútbol en el universo onírico y simbólico, que es de donde proviene, sin duda. Galeano no escribió un libro de historia del fútbol (pese a que indaga sobre sus orígenes, remontándose a China), como le reprochaban algunos tontos graves que esperaban un pequeño e ilustrado Larousse, sino un libro para encantar y reencantar al fanático o al advenedizo.

El de Galeano es un libro de amor y como buen y desquiciado enamorado, fantasea, distorsiona la historia, habla en metáforas, miente, se apasiona, exagera en sus comparaciones… En una palabra: ama.

Y el objeto de su amor es el fútbol en estado natural. Mucho, pero mucho más que la estadística objetiva o sus cronologías o nombres. «A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí», advierte en uno de sus párrafos.

Galeano, como protector de un fuego sagrado, nos abre los ojos ante el peligro: el fútbol está muriendo, se infiere. Y arremete con: “El fútbol profesional hace todo lo posible por castrar esa energía de felicidad pero ella sobrevive a pesar de todos los pesares y por eso quizás ocurre que el fútbol no puede dejar de ser asombroso”.

«El fútbol a sol y sombra» se convirtió, así como Pelé hace décadas, en un referente e hizo adentrarme todavía más en este deporte, aunque desde una perspectiva distinta: la de esas combinaciones de palabras que maravillan tanto como las que ocurren dentro de la cancha, cuando un equipo, por ejemplo, pasa de la zona defensiva al ataque, con armonía, rapidez y agresividad.

No sé si Pelé habrá leído a Galeano, tal vez sí, considerando que el uruguayo recreó de esta forma al astro brasileño:

«Cien canciones lo nombran. A los diecisiete años fue campeón del mundo y rey del fútbol. No había cumplido veinte cuando el gobierno de Brasil lo declaró tesoro nacional y prohibió su exportación. Ganó tres campeonatos mundiales con la selección brasileña y dos con el club Santos. Después de su gol número mil, siguió sumando.

Jugó más de mil trescientos partidos, en ochenta países, un partido tras otro a ritmo de paliza, y convirtió casi mil trescientos goles. Una vez, detuvo una guerra: Nigeria y Biafra hicieron una tregua para verlo jugar».

Lo que está claro es que Galeano sí vio a Pelé, y entre los dos me hicieron ver la amplitud de miradas que resiste el fútbol cuando es pasión pura.

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