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Roma paga a sus leales

Roma paga a sus leales y ahí están los buenos oficios de la Santa Sede en el caso Pinochet que han sido tan valorados por el gobierno de Frei.


Nunca sabremos con exactitud cuánto le ha costado al fisco chileno el piadoso impulso del Presidente Frei y su familia de beneficiarse del Jubileo 2000 en una Roma abierta a la llegada de treinta millones de almas y de bolsillos. Tampoco sabremos exactamente por qué este viaje no se hace en privado, una vez terminadas por el mandatario las tareas profanas de su gobierno, a cuyas últimas semanas no les está faltando agitación. La piedad parece que estuvo drenada, como en tantas ocasiones, por la vanidad y el Presidente cayó en la tentación de sumarse a la moda seudoaristocrática del turismo religioso que entretiene en los últimos años a distinguidos sectores católicos del país.

Por supuesto que en El Vaticano sentó muy bien esta visita. Siempre son positivamente recibidas en las instancias pontificias las adhesiones públicas de sus feligreses más poderosos. Con mayor motivo ahora cuando la salud del Papa (que, a juzgar por las últimas fotos, es lamentable) ha provocado en Europa razonables objeciones sobre la capacidad de Karol Wojtila para seguir desempeñando sus altos cargos de Jefe del Estado Vaticano y de monarca espiritual de la Iglesia Católica. Cualquier visita oficial, en estas difíciles circunstancias, es leída por los diplomáticos de la Santa Sede como un valioso acto de apoyo.

Pero se pueden rastrear otras interpretaciones a esta última incursión oficial del avión de Eduardo Frei en el extranjero. Culminan en marzo diez años de gobierno de la Concertación bajo el liderazgo de dos mandatarios del PDC. Durante esta década, el gobierno chileno ha dado muestras, tanto en sus actuaciones (y omisiones) internas, como en los foros internacionales, de una verdadera obsecuencia a las directrices conservadoras del Vaticano. El sector más reaccionario del Episcopado, con fuerte apoyo en los dicasterios romanos, ha logrado imponer su agenda en temas tan importantes como la familia, la sexualidad, la libertad de expresión, la propaganda contra el Sida… Se han manipulado conceptos tan discutibles como derecho natural, moral objetiva y relativismo ético para condenar sumariamente cualquier opinión adversa.

Pero lo más sorprendente es que los líderes de todas las tendencias se han visto obligados a apelar a las doctrinas e ideas del Papa y los obispos para sentirse legitimados en cualquier afirmación moral. Es más: desde la época de Aylwin, el hacer alarde de catolicismo -mediante la asistencia a retiros espirituales de prestigio, declaraciones en los medios, prácticas públicas- ha resultado muy rentable para la carrera política.

En conjunto, las relaciones Iglesia-Estado han sufrido una aguda regresión. La pacífica separación entre estas dos instituciones en 1925 y la superación de las lacras coloniales producidas por su unión, se han visto enturbiadas en el Chile de estos últimos años por la emergencia de un neoconfesionalismo, gracias al cual el poder eclesiástico presiona por arriba al gobierno, a los partidos, al Congreso, a los medios, incluso a las universidades, y logra evitar leyes, acciones o actitudes reclamadas muchas veces por la mayoría de los ciudadanos.

Esta intromisión indebida de gran parte de la jerarquía católica en la política es muy aplaudida por Roma. Frei, aunque a veces se ha opuesto a intrusiones demasiado descaradas de ciertos obispos, sin embargo, se beneficia de la imagen de un Chile pretendidamente defensor de los más sublimes principios morales y con una legislación que se supone a la altura del vaticanismo más exigente.

La llegada de Ricardo Lagos a la Presidencia, a pesar de su confesado agnosticismo, no hace peligrar esta anómala situación. El nuevo Presidente ha tenido que pasar mil veces la prueba de la blancura con preguntas y contrapreguntas de periodistas y políticos sobre su opinión respecto a los temas más polémicos defendidos por el Vaticano. Chile se ha convertido en una especie de Albania espiritual, en que los fieles tienen que atenerse sin reclamos a doctrinas que en otras partes son discutidas, repensadas, reformuladas por los propios católicos. Intelectuales, políticos, periodistas, académicos, no suelen tener en Chile el coraje suficiente para criticar o comentar con espíritu libre unas palabras del Papa desde la ventana del Ángelus o las simples declaraciones al pasar de un arzobispo sorprendido por algún micrófono.

Roma paga a sus leales y ahí están los buenos oficios de la Santa Sede en el caso Pinochet que han sido tan valorados por el gobierno de Frei. En medio de una gran sequía diplomática en las cancillerías europeas (incluso por parte de los grandes amigos belgas), la comprensión pontificia y las complacientes expresiones de Sodano («poner fin a esta odisea») han sido reparadoras. Esto unido a las palabras de elogio del Presidente y del Primer Ministro de Italia (país que hábilmente evitó el bulto en el caso del Generalísimo) hacen que el balance de la visita sea considerado positivo.

No hay que olvidar, de todas maneras, la emoción de recibir la camiseta de Salas y la indulgencia plenaria por el ejercicio del Jubileo. No sabemos si esta misma gracia le ha tocado también al sufrido canciller Valdés (el simpático Juanga) que ha cometido tantos pecados de pensamiento, palabra y obra en sus cortos meses de ejercicio ministerial, con gesto de improvisado estadista. Ojalá vuelva él también con el alma limpia. A nosotros, en esta parte del Atlántico, sólo nos queda, para enmendar nuestras culpas, escuchar las prédicas de Raúl Hasbún y aguantar las emisiones interminables del Canal 13 desde Viña del Mar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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