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Paisajismo

¿Qué país traza una línea -una carretera no es una línea- entre los témpanos del Grey y el vestigio de los techos de arcilla de la aldea de Tulor flotando a ras del suelo en el desierto?


¿Qué es, qué es un paisaje?



Se sale de la capital, se abandonan las ciudades y una se interna en estos sitios sin texto, entregados a la vista, a la aparente inocencia y nitidez de la vista. Una deja cama, pasillo, cruces y avenidas y vuelve luego a sacudir el diccionario, a interrogar esa almohada en la cual se duerme sobre aquello que no se puede decir. Mas el diccionario se resiste a veces, por más que se le sacuda como alcancía o se lo apremie como baraja de cartas.



Los paisajes son del Sur, dijo, tajante, una mujer. Ni en el vocablo sur, como sitio en que pudiesen éstos agolparse, ni en el paisaje habló el libro de las palabras, el libro de las listas. Paisaje sigue a país, como si aquél pudiese declinarse en éste. ¿Qué país traza una línea -una carretera no es una línea- entre los témpanos del Grey y el vestigio de los techos de arcilla de la aldea de Tulor flotando a ras del suelo en el desierto? ¿Qué territorio repite los flamencos rosados y las espejeantes aureolas minerales que bordean el Salar de Atacama y la patagónica Laguna Amarga, cual otro repite -entre muros de dunas- las matanzas de la Escuela Santa María de Iquique y -entre fiordos y estrechos- de la Estancia San Gregorio? ¿Cuál nación sucede entre Pisagua y la isla Dawson?



Los ojos se astillan con el hielo de los ventisqueros, los nubla la arena. No es el hastío, sino el aturdimiento que fabrican los kilómetros de silencio, la punta de lanza atacameña tendida por un niño tras hundir la palma en los granos del enorme reloj de arena de la Cordillera de la Sal, el troche con el cual hunden el cuerpo de las ovejas en las aguas industriales, las virutas de lana plomiza colgando del canto de las pasarelas de madera en el paisaje interior del hangar de la esquila, los jirones verde limón de la barba de palo colgando de las ramas secas en el abierto paisaje de árboles de la Tierra del Fuego. La corteza vuelta barcaza, la barcaza vuelta vivienda de los Yámanas, los Yámanas vueltos carnada (la fotografía de Julius Popper y sus expedicionarios disparando contra ellos, la fotografía del cuerpo de uno de ellos yaciendo sobre la yerba mientras Julius Popper sigue disparando sobre ellos), la ruina de los Yámanas en el Museo de Porvenir, su ausencia en el paisaje.



El paisaje es demasiada presencia, escribe Franí§ois Lyotard; éste destierra -del mismo modo en que el destierro suscita el paisaje-, su fuerza es disolvente, interrumpe los relatos.



De norte a sur, no se sabe, en este país, si es el paisaje que la aísla a una o una que aísla algo que llama paisaje. América Latina es una página arrancada, los relatos irrumpen y se interrumpen con similar pasión, con la misma perplejidad. El colofón mortuorio de la animita de Ramiro Polanco, bordeada de cuatro neumáticos a la orilla del pavimento de sal de una carretera nortina (que simula unir un punto con otro) lleva por única inscripción: Hasta aquí llegué.



El paisaje está presente por doquier, se filtra desde todos los costados, nos acosa. Somos un paisaje para nosotros mismos. Bahía Inútil, Seno de Última Esperanza, Primera Angostura, Puerto de Hambre, Puerto Edén, Posesión, Pampa del Indio Muerto, La Fortuna, Llano de Paciencia y Turi, Aiquina, Peine, Cullen, no son nombres, son relatos cautivos. La Yerba Roja no es el título de una ficción, son las briznas que se entremezclan a otras en las estepas magallánicas y es la yerba que recoge el cuerpo del yámana caído en la fotografía blanco y negro que cuelga de los museos. Desolación no es el título de un poemario, es un paisaje.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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