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Las otras casas y los jardines secretos


En el intento de establecer los circuitos y las rutas en la vida cotidiana del hombre actual, el filósofo Humberto Gianninni llegó a la conclusión de que el hombre es un animal domiciliado. Necesita de una habitación desde donde emprender el viaje de cada día y a donde llegar al final de la jornada. En el lugar de trabajo está a disposición de los demás. La vuelta al domicilio es el retorno al sí mismo, a la intimidad propia o compartida. La calle, el taller, la oficina son los espacios de acción. La casa sería, en cambio, el sitio de la reflexión.

Tal vez muchos de los traumas del hombre contemporáneo se expliquen por lo que podríamos llamar «la crisis del domicilio», que despoja al hombre de este necesario punto de reencuentro, intimidad y reflexión.

La casa tiende a convertirse, cada vez más, en un refugio vulnerable y precario, aun cuando se la proteja con rejas, perros Doberman, guardias privados, alarmas y monitoreos de seguridad. La dinámica misma de la ciudad hace que la casa o el departamento en que vivimos estén amenazados por las construcciones de los lados que pueden quitarles todo el sol y la luz y convertirlos en húmedas cavernas; por la avenida que va a pasar por encima del techo o por el patio, por los vecinos indeseables, por la lluvia o por la falta de agua.

Muchas veces los hijos invaden las casas, las llenan con su música estridente y sus amigos. O de lo contrario abandonan las casas, convirtiéndolas en una ocasionales base de operaciones a la que llegan de vez en cuando a dormir, a cambiarse ropa y a bañarse. En ambos casos exigen que todo funcione: la calefacción, el agua caliente, la lavandería, la conexión a internet.

Así las cosa, digo, las casas, están o atestadas o vacías y de las dos maneras se hacen inhóspitas y se convierten en una fuente de problemas que hay que resolver. Se acaba el gas y se echan a perder los artefactos, que son cada vez más sofisticados. Antes, cuando los aparatos no eran inteligentes, uno podía entenderse mejor con ellos y arreglarlos con un alicate y un destornillador. Ahora, para reparar una lavadora hay que ser poco menos que ingeniero en computación.

Mantener una casa es casi tan difícil como solucionar los conflictos de la familia que la habita: madres y padres estresados, hijas con anorexia o bulimia, hijos porros, perras en celo, gatos averiados, gomeros anémicos.

En suma, el domicilio se ha convertido, más que en el refugio que acoge al guerrero o al cazador que llega agotado después de enfrentar a jefes y clientes neuróticos, en una fuente de problemas y dolores de cabeza, tanto o más complicados que los que da el trabajo.

Esta «crisis del domicilio» explica la proliferación de moteles, que ya son parte del paisaje urbano, como los malls, los supermercados o los negocios de arriendo de videos. El motel es una casa de fantasía, donde todos los problemas están resueltos, donde funcionan el jacuzzi, el sauna, y se despliegan magníficos decorados, con efectos de iluminación y música ambiental. Allí hombres y mujeres ingresan a sus jardines secretos, una suerte de paréntesis que los aisla y protege de las exigencias de la casa y las agresiones del mundo laboral.

Aunque algunos lo consideren un desperdicio, hay matrimonios que de vez en cuando se pegan su arrancada a un motel. En todo caso las parejas clandestinas y legales, más que un escondite en el motel buscan el regreso, aunque sea transitorio, al paraíso perdido del domicilio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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