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Sepelios de la lengua


Ya lo he escrito: el museo va por fuera, y somos nosotros sus piezas desperdigadas y dolosas. Ya lo he dicho, la Transición ha operado una lenta cirujía en las palabras para interrumpir su irrigación, su pulsación cardíaca, que no es otra cosa que el ritmo dictado por la pasión histórica, subjetiva y social.

Las ciudades siguen organizándose en torno a un vacío que se torna en empacho nuestro, las palabras no dichas son el delirio, el sueño despierto de una parte de la ciudadanía, los nombres ocultados siguen siendo cargados por cuerpos que los padecieron, la justicia incumplida trastorna toda noción de bien público y, por las calles, es el malestar que deambula.

Otro capítulo de la historia chilena de la lengua se sella en la llamada Mesa del Diálogo, un nuevo desencuentro entre sentido y palabra, un nuevo trueque entre cuerpo y nombre. Los militares prometen hacer aparecer cadáveres a cambio de difuminar su nombre en la responsabilidad de los hechos. Canjean la aparición del cuerpo de los desaparecidos por la desaparición de la violencia en las palabras que nombran lo ocurrido. Mas aquella violencia no puede ser borrada por decreto, ni reducida en ley (queda por hacer la historia de la violencia que encierran los textos legales que rigen y han regido nuestro vínculo social). Al no ser dicha, se devuelve en daño sobre nosotros.

Escribo para sacarme las palabras del cuerpo, escribe Nadia Prado. Los vocablos son pedazos de vida, son pedazos de muerte, que respiramos. Secreciones corporales, humores, contagios. De no circular, de no ser parte de las arquitecturas que fundan los espacios comunes, de no ser pronunciadas en voz alta, la ruina se traslada a la ciudadanía: ahí están las ciudades en apariencia intactas. Y, una vez más, las casas parecen sustraerse a la urbe, habitada por un silencio farmacéutico. (El lenguaje público, el de la pertenencia, según Andrés Bello, era pertinente sólo al limpiar la lengua de las adherencias del cuerpo. La triple empresa de Bello, lingüística, constitucional y académica -en lo que aún es llamado Casa de Estudios, como lo remarca María Luisa Tarrés- buscó, en la lectura de Julio Ramos, desplazar la pasión hacia el vínculo legal que une cuerpo y Estado).

Aquella violencia emerge entonces al mover los pastelones sobre los cuales caminamos (sabemos que ellos son ripio, gravilla, maicillo; sabemos que son de arena) y nos sigue salpicando de horror. Se cierra la Mesa del Diálogo, y otros libros sueltan los hilos de su expediente, narrando los crímenes y dobles crímenes cometidos por este mismo cuerpo uniformado, segundado por un saber médico que torcía los relatos, blanqueaba las marcas (que se ensañaba, ya, con el lenguaje) mediante hipnosis, inyecciones letales y otros estupefacientes. En la prensa roja, incluso, flotan aquí y allá indicios que nos retrotraen a aquella violencia silenciada: el corvo (objeto que duele escribir) en la turbia historia de Ema Pinto.

Que los conductores de las micros -los otros dueños de la ciudad- pasen por alto a los pasajeros no rentables, que pasen de largo los paraderos, que lleven a cabo competencias mortíferas con sus colegas, que reinicien la marcha del vehículo sin atender a la subida y bajada de los viajeros, que se dopen para cumplir con el recorrido y sus requerimientos, tal vez sea otra forma de residuo, otro eslabón de la violencia que gira en bando entre las casas y los edificios institucionales de Santiago. Los autoadhesivos gigantes en la parte posterior de las máquinas que circundan las avenidas hacen rivalizar diversas marcas de remedios antitusivos. Como si un jarabe devolviera la voz en estos tiempos en que a un nuevo entierro del habla se le llama diálogo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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