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Demoras


Pienso que el tiempo de la escritura remeda el tiempo de una herida. Más bien, los tiempos disparatados de la huella de una herida. El dolor del instante del contacto es diferido con tinta: no hay más presente, sino un engrudo de materias en el cual se hace indiscernible mano, tinta, herida, huella; lo que sucedió, lo que está sucediendo. Todo aquello que iba a suceder instantes antes de que sucediera. Una y otra vez: la inminencia de lo que estaba por ocurrir filtrándose en el inaprehensible lapso en el cual se comprende aquello que ocurrió y que ello ya ocurrió. La escritura -como un sueño malo, como un mapa de coordenadas de otro idioma- desplaza el blanco de la herida: me sucede muchas veces leer la traza de aquella herida precisamente en el hecho de no nombrarla, de leer palabras y palabras que la circundan, la envuelven, la evitan, y amplían así ese hueco que se vuelve para mí el inconmensurable radio del desgarro.

Marguerite Duras escribe en Hiroshima Mi Amor, más que el reflejo blanco de la bomba nuclear (o junto con él), el lento y encandilado estallido de los horrores durante la resistencia francesa al nazismo. M. Carolina Geel escucha los disparos que hace su arma sobre el cuerpo del amado en el retardo de las voces femeninas que le devuelven los muros de la Cárcel de Mujeres. J. Kerouac vive a través de sus libros la guerra que sufrió sin vivirla. En fin, buscar precisar el lugar y el tiempo exacto de una herida forma parte de un programa terapéutico, mientras la ubicuidad de su impacto, el desquiciado itinerario de su daño, intercepta los destiempos del lenguaje en la escritura.

El desafuero a Pinochet, la posibilidad de abrir el relato de su responsabilidad, y la de otros, en las heridas infligidas sistemáticamente a un cuerpo social, es decir, la promesa de justicia, introduce un trastorno en el lenguaje. Deja a la luz sus dobleces. Deseo, hoy, escribir en la coincidencia de la palabra con el acontecimiento. Calzar. (J. Derrida, ante una pregunta acuciante que le fuera hecha durante una conferencia en Santiago, confidenció -porque algunas afirmaciones hechas en campos minados, como lo que ha sido nuestra posdictadura, toman a veces la forma de un susurro, de un suspiro- que aquello que no podía ser deconstruido era la justicia; en aquel diálogo, en el suspenso de aquel diálogo, pensé en la inasible justicia, en su destello y en su misterio, en su terrible exigencia; también me pregunté por la justicia, me sigo preguntando cómo abordar justamente la justicia, en esa terrible declinación singular que exige esta palabra, justicia). Calzar, pues, con el hecho histórico de un fallo que se traduce con la palabra legal desafuero, la que desviste a un nombre, el de Pinochet, de sus corazas, de su impunidad. Y en el momento que coincide esta palabra con esta emoción histórica -costumbre que había desaparecido en nuestras hablas-, se abre también la marejada de todo aquello que queda fuera del léxico, fuera del tiempo lineal, las atropelladas heridas que saben que el lenguaje no posee una justicia propia, ni única.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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