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Funas


Un nuevo consenso parece que se está cocinando. Es aquel que quiere descalificar -y eventualmente prohibir- las funas, esos actos en que un grupo de personas, mayoritariamente jóvenes, muchos de ellos con algún vínculo familiar con víctimas de la represión durante la dictadura militar, denuncian públicamente a algún ciudadano que participó en esos actos represivos.No es un invento chileno. En Argentina se llaman escraches, y se realizan a menudo. Por ejemplo, el ex almirante Massera ha sido objeto de ellos.



Aquí, el Ministro del Interior, José Miguel Insulza, ha criticado las funas, señalando que violan el derecho de las personas y de los familiares de que son víctimas, ya que sólo los tribunales son los llamados a establecer la culpabilidad de una persona. El dirigente de la UDI, Juan Antonio Coloma ha opinado de manera similar. El Ministro de Justicia, José Antonio Gómez, ídem. El argumento es algo precario. ¿Cuántas personas que participaron en la represión nunca van a ser enjuiciadas, y no sólo por la Ley de Amnistía? ¿Cómo desconocer que hay culpables evidentes que pretenden vivir el sosiego de la impunidad?



Hay un argumento de las funas que es estremecedor, y que dice que una persona tiene el derecho de saber quién es su vecino. Finalmente, estos actos son una minúscula instalación de una pincelada de justicia allí donde, evidentemente, justicia no se hizo.



El año pasado, un periodista francés grabó en Chile, en video, un documental que se tituló «Chili: les bourreaux en Liberté», «Chile: los verdugos en libertad». Descuiden, ningún canal nacional lo va a emitir. En ese video, con una cámara escondida, se interceptaba e interpelaba a torturadores. Frente a su casa, cuando barría la acera; en el living de su hogar, conversando con un sobreviviente de Villa Grimaldi que había sido dejado entrar.



Mirar ese documental me provocó náuseas. También desasosiego. La evidencia de que en nuestra sociedad viven, anónimos y campantes, represores y torturadores es feroz. Probablemente sólo muy pocos quieren que, a estas alturas, se les castigue. Pero su desenmascaramiento es lo mínimo que se puede pedir. Un médico, que asistió a los torturadores, para dosificar las descargas eléctricas y asegurar que el detenido no muriera, para seguir torturándolo, no es un médico cualquiera. Yo, al menos, lo pensaría dos veces antes de ir a su consulta.



Lo sorprendente es la rapidez con que este consenso anti-funa está cuajando. Creo que es una simple muestra de una cierta podredumbre que nace del negarse a asumir determinadas verdades, a no ventilar las heridas (que por eso se pudren). Los políticos aburren demasiado con sus elucubraciones respecto del Golpe de Estado de 1973. Sabiendo que son grandes responsables de él, arman discursos pirotécnicos, y se olvidan de la gente común y silvestre. Ellos ya se acostumbraron a convivir entre ellos, sabiendo cada uno del otro sus pecados, sus responsabilidades. No hablar del otro asegura que no hablen de mí, parece ser la ley a la que se acogen. Pero para los ciudadanos de a pie, los que se rascan con sus uñas, al menos debería garantizárseles el derecho a decir las cosas. A denunciar, por ejemplo, a los torturadores.



A veces creo que los políticos prefieren el silencio de la gente, porque se aseguran, también, que ninguna voz se alce contra ellos.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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