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Los miedos de Le Pen

Todo el debate que se ha armado por la situación en Francia puede inducir un grave error: reducir los argumentos para combatir a Le Pen y lo que él representa sólo a la defensa de los principios democráticos, las libertades y la tolerancia.


La instalación del ultranacionalista Jean Marie Le Pen, del partido Frente Nacional, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas, desplazando al socialista y actual primer ministro, Lionel Jospin, ha provocado una catarata de expresiones de lo «políticamente correcto». Machacados por lado y lado, se nos dice lo que debemos pensar. Claro que Le Pen expresa posiciones repudiables en materia de tolerancia, ¿pero todo lo que dice no debe ser escuchado?



Como pocas veces, las izquierdas y las derechas han coincidido en lanzar sus dardos compartiendo lo esencial: el rechazo a la candidatura del ultraderechista, las advertencias por el crecimiento en Europa de expresiones políticas xenófobas y fascistoides y el asombro por la apatía y el desapego que buena parte de la ciudadanía parece manifestar por la democracia.



Los socialistas franceses han hecho un mea culpa -sobre todo porque muchos de ellos se fueron a la playa, convencidos que Jospin pasaría a la segunda vuelta- y han llamado a votar por Jacques Chirac, el actual presidente de derecha, en virtud de lo que algunos ya han caratulado como la defensa de la República.



Es bueno que los burócratas, de izquierda o derecha, sientan de vez en cuando el miedo de un posible desmoronamiento del sistema gracias al cual tienen tantas regalías. Y es bueno que sientan que son los ciudadanos, incluso a través de un voto que puede ser calificado de «equivocado», los que pueden desmoronar el castillo.



Está claro que nada ocurrirá en la segunda vuelta, el 5 de mayo, salvo el triunfo arrollador de Chirac y -dirán muchos- de la República. Pero en vez de rasgar vestiduras, lo primero que deberían hacer -deberíamos hacer- es preguntarse por qué hay gente que votó por Le Pen.



Según encuestas, más de la mitad de los votantes del ultraderechista no lo hicieron por adhesión a él, sino como expresión de protesta hacia el sistema y en particular hacia los candidatos que representan a las dos fuerzas que han compartido el poder en Francia, incluso creando esa figura de la cohabitación.



Del resto de sus votos, muchos apoyaron al Frente Nacional azuzados por un sentimiento de inseguridad que no se refiere sólo a la delincuencia, sino también a los efectos del modelo socioeconómico actual y la globalización. Se trata de ciudadanos que ante el ensanchamiento de las fronteras se sienten más solos, más vulnerables, más prescindibles, justo cuando los Estados y sus redes de protección empequeñecen y se hacen más irrelevantes -por ejemplo, de cara a las grandes empresas transnacionales- y el concepto de nación, ese hogar común y acogedor, también tiende a erosionarse.



Desde el primer día que Le Pen empezó a sumar votos en las presidenciales, hace más de 15 años, tuvo cosecha fuerte entre los ex comunistas y los agricultores. En el caso de los primeros, obreros y empleados que fueron progresistas. En el caso de los segundos, pequeños propietarios conservadores. Se trata de una mezcla inconcebible hace un tiempo.



Todo el debate que se ha armado por la situación en Francia puede inducir un grave error: reducir los argumentos para combatir a Le Pen y lo que él representa sólo a la defensa de los principios democráticos, las libertades y la tolerancia. Eso en sí mismo es suficiente como plataforma de oposición (y es lo que no perdono a tantos de nuestra derecha chilena, que optaron por sustentar una dictadura). Pero eso no basta, sobre todo cuando se está en el poder.



Habría que ver cómo se responde a esas otras cosas que la candidatura de Le Pen expresa, y que tienen que ver con esa precariedad, esos sustos de buena parte de los ciudadanos que se sienten inermes y desvalidos ante el modelo actual que exige y entrega poco, que demanda esfuerzo pero desincentiva la asociatividad, que te exprime los pulmones pero te ha dejado sin una red decente de salud pública.



El verdadero ejercicio democrático implicaría hacerse cargo de esos temas -además de los conceptuales, como el combate al racismo, que se dan por sentado- porque es en estos miedos y carencias más concretos, tan propios de este modelo avasallador, donde está el verdadero talón de Aquiles de la democracia: en la inequidad y la ampliación de las desigualdades, que dejan a tantos aterrorizados por la inseguridad que ello significa.



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