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Ritos vacíos


En las sociedades arcaicas los ritos cumplían un papel fundamental en la vida del individuo, la cohesión de la comunidad y las relaciones de ésta con las impredecibles fuerzas de la naturaleza. Los ritos de pasaje hacían menos traumático el tránsito de una etapa a otra de la existencia, incluyendo el paso hacia la muerte. Así, por ejemplo, los ritos de iniciación en la virilidad, aunque no exentos de violencia, acotaban esta transición, que en nuestras culturas muchas veces se dilata y se hace difusa y llena de angustias.



La modernidad, al desacralizar la vida y la convivencia, dejó como residuos una cantidad de ritos profanos, degradados, que sin embargo seguimos celebrando.



Para varias generaciones la escuela de la masculinidad fue y sigue siendo el servicio militar, con todos sus ritos: pruebas de resistencia, acatamiento de la jerarquía, desfiles, giros y juramentos.



El sitio de la iniciación en la virilidad para muchos, fue el prostíbulo. Los antiguos burdeles tenían algo de templo y estaban llenos de ceremonias: el campanillero que llamaba a las niñas al salón, la preparación y ofrecimiento de la ponchera, el cuadro plástico, la práctica de «cerrar la casa». Ahí llegaba el adolescente trémulo. Enfrentaba indefenso, y para peor borracho, a esas aguerridas mujeres. Iba muerto de miedo al contagio venéreo, a que no le alcanzara la plata y los cafiches lo patearan, pero sobre todo al fracaso, a no conseguir una erección decente o a vaciarse antes de tiempo.



En una sociedad machista, la ansiedad que produce el pasar o no la prueba muchas veces determina el fracaso. Y ahí no hay vuelta que darle: se es o no se es hombre. Si no le conoces el ojo a la papa pasas a ser sospechoso de poco hombre o cosas aún peores. La intolerancia a la ambigüedad y la homofobia hacían que el pobre, triste, flaco y espinillento efebo se jugara la vida en esa prueba.



Otra sacerdotisa iniciadora fue la empleada doméstica. Ellas lo hicieron con más ternura. Muchas veces descartucharon -como se dice en lenguaje vulgar- al jovencito púber que habían conocido niño. Y no cobraban tarifa extra por estos trabajos. Chile debiera reconocerles este enorme servicio a la patria, que evitó muchos traumas, gonorrea y sífilis.



Había otros ritos brutales, como la peladilla, que era una especie de flagelación de los genitales del sacrificado.



También es rito de pasaje la despedida de soltero. Antes estaba reservada a los hombres; ahora son cada vez más frecuentes las despedidas de solteras. Estos ritos son claramente orgiásticos. Se supone que es la última oportunidad para que el despedido o despedida se lancen a la vida y derroche, antes de someterse a una vida regida por la estricta economía y moralidad de la monogamia y el orden hogareño.



Las mujeres suelen ir a cabarets femeninos a chillar y a ver como se desnudan los vedetos. Los hombres se dedican a emborrachar al novio, para abandonarlo de madrugada, inconsciente, en el antejardín de la casa de la suegra o en un tren a Temuco.



Violentos son también los ritos de iniciación en la vida universitaria: el llamado mechoneo en que el estudiante que ingresa a una carrera es vejado y sometido a pruebas humillantes: los desnudan, los pintarrajean, los untan con harina y huevos reventados, cuando no con inmundicias, y los exponen así en la vía pública, donde deben mendigar el dinero para recuperar la ropa.



De una violencia más sutil es el rito de iniciación en el trabajo: la pagada de piso, en que el pobre empleado debe sacrificar buena parte de su primer sueldo en agasajar a los otros.



Ritos de renovación son los cumpleaños y el Año Nuevo. Suponemos que en la vida individual y colectiva se nos va un tiempo envejecido, gastado, e iniciamos otro, flamante y lleno de esperanza.



En fin, nuestra vida está más llena de ritos de lo que creemos. El problema es que la mayor parte de éstos son ritos vacíos de sentido, reducidos a pura forma y a veces a pura violencia.



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