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Biografías en cartulina


Los paseos peatonales empiezan a convertirse en una patética feria de la desesperación, a la que concurren quienes buscan comunicar sus dramas particulares. Se ven madres que exhiben a sus niños conectados a tubos de oxígeno, personas afectadas por enfermedades catastróficas y por otras catástrofes, como la cesantía prolongada. Hay allí una cantidad de chilenos vulnerables y vulnerados, de náufragos que después del hundimiento del Estado benefactor fueron arrojados por la ola en las playas de nadie .



Junto con exponerse, relatan sus historias en pliegos de cartulina, escritos con letra grande y muchas faltas de ortografía. Da la impresión que ese desesperado intento por hacerse visibles, por contar quienes son y cuál es su situación, es lo único y lo último que les queda por hacer.



El exponerse se combina a veces con interpelaciones, sea a la solidaridad del prójimo o a una desvanecida ética ciudadana. Hace poco vi a un cesante que estaba parado inmóvil junto a su cartel, en el que pedía a los empleadores que le dieran trabajo porque tenía una familia que alimentar. Ese argumento, desde luego, no tiene ninguna validez para la lógica del mercado ni para el darwinismo social imperante, que dentro de sus presupuestos contempla la exclusión de los débiles y los inútiles.



Muy cerca de este yacimiento de personas grisáceas e implorantes se ven los quioscos atestados de revistas llenas de colores y sonrisas, que en sus portadas anuncian el relato de otras vidas: la crónica de los amores y desamores, los matrimonios, divorcios y los eventos sociales de la llamada gente linda, de las modelos, actrices de teleseries, animadores, modistos y deportistas top.



Los ricos y famosos también están expuestos al público aunque, claro, con una producción mucho más cara que el pedazo de cartulina. En gran medida estos jet set dependen de esta exposición, de la forma en que ventilen sus anecdotarios sociales y manejen sus fábulas, para mantener un tipo de vida que se sustenta en la fama.



Los pobres y anónimos del Paseo Ahumada cuentan historias de desdicha y de dolor, y muestran su propia decrepitud, su invalidez o su enfermedad como último recurso de sobrevivencia. Tienen, tal vez, la esperanza de conmover a alguien o de tocar alguna fibra del sistema que reaccione. Los lindos y ricos que adornan las revistas exhiben, por el contrario, opulencia, belleza, bienestar y casas que parecen sacadas de revistas de decoración.



Los primeros están condenados a pasar a ser parte del paisaje urbano, de la vida cotidiana: se harán invisibles a fuerza de mostrarse todos los días. Se confundirán con los predicadores y los vendedores callejeros. Serán sepultados. El país prefiere ignorarlos porque no calzan con la imagen de prosperidad, dicha y bienestar que quiere hacerse de sí mismo. Los otros, los bonitos, brillarán por siempre en las crónicas y en las páginas de vida social. Los seguiremos viendo en cocteles, recepciones y en otras ocasiones frívolas. Continuarán mostrándonos sus trajes de día y de noche, sus peinados, su desplante. Su visibilidad, asociada con el éxito, los convierte en paradigmas. Todos queremos ser como ellos y conjurar la desdicha y la miseria. Por eso devoramos los relatos de las revistas y olvidamos los de las cartulinas.



Cada mañana al despertar, Chile se mira en la pantalla del televisor y le pregunta: «Espejito, espejito, ¿ cual es el país más moderno, más limpio y ordenado y el mejor equilibrado macroeconómicamente de América Latina? Y la respuesta inalterable es: «Ä„Tuuu!». Tal vez la superficie del espejo se vea levemente empañada o saltada en una esquina: ésos son los pobres, con sus tristes historias escritas a mano en trozos de cartulina que se destiñen con el sol y el smog del Paseo Ahumada.



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