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Tragafuegos o estatuas


Dos epidemias curiosas están afectando a los jóvenes santiaguinos. Una de ellas los hace huir de sí mismos para meterse adentro de personajes antiguos, de disfraces que tienen algo de reliquias intemporales y cierta rigidez de estatuas. Estos muchachos se cubren con una pátina de pintura metálica, dura, uniforme y se instalan en pedestales donde ejecutan series de movimientos mecánicos. Así las calles se han venido llenando de obispos negros que imparten bendiciones, damas blancas que ejecutan reverencias, árabes, vikingos, vaqueros y mineros dorados, hadas madrinas, espadachines, réplicas de Chaplin, etcétera.



Al principio se veía sólo a uno que otro de estos mutantes, aislado en medio de la multitud, convertido en espectáculo callejero, rodeado de niños y transeúntes sobre los cuales sus movimientos de exóticos muñecos de cuerda ejercían cierta atracción hipnótica. Poco a poco su número fue creciendo y ya en cada cuadra hay dos o tres de ellos. En sus momentos de descanso bajan de los pedestales, comen su colación, van a los quioscos a comprar puchos sueltos y conversaban unos con otros, recuperando algo de la naturalidad de los seres de carne y hueso.



Hasta ahí todo era u juego o una estrategia para ganarse la vida en tiempos difíciles. Pero un estudio sobre esta epidémica manía por el disfraz con textura de monumento, mostró que los personajes estatuarios van apoderándose cada vez en mayor medida de la persona real que le sirve de soporte. Así, aún fuera del espacio público, al llegar a sus casas y en la intimidad, los jóvenes tienden a seguir comportándose como muñecos mecánicos. Sólo amplían el repertorio de sus movimientos de relojería para cumplir sus funciones biológicas: alimentarse, amar, evacuar, dormir.



La epidemia continúa y llegará el momento en que la población de estos muñecos vivientes crecerá hasta copar las calles. En lugar de verse rodeados de espectadores serán ellos los que rodearán a los pocos peatones normales que se aventuren a salir a la vía pública. Los mirarán como a bichos raros, anormales, como a curiosos vestigios de los tiempos en que los santiaguinos no eran estatuas, y se vestía y se movía con desvergonzada soltura.



Una multitud de pajes, cortesanos versallescos, mosqueteros, flappers de los años veinte, galanes de los 30, cardenales y ángeles, anclados en sus rutinas y en su movimientos de relojería, poblarán la ciudad, que compartirán con las víctimas de la otra epidemia, la que lleva a los muchachos a jugar con fuego en las esquinas, a arrojar palitroques al aire, a exhibir sus juegos malabares y a escupir llamaradas como los dragones, en los cruces de las avenidas.



¿Cuál es el origen de estas epidemias que alteran el comportamiento de los jóvenes y que amenazan con cambiar la fisonomía de la ciudad? Puede ser algún exótico virus mutante que ha proliferado en el smog, o una bacteria contenida en la saliva de los políticos, o un microorganismo virtual que se propaga por Internet o un efecto subliminal de la televisión. Mi modesta opinión es que las dos epidemias – sea cual sea su origen – son el resultado del malestar del presente y el pánico al futuro.



Los jóvenes que no tienen posibilidades de estudiar ni de trabajar, o los que se han endeudado estudiando carreras caras y perfectamente inútiles o con mercados laborales saturados, no quieren estar en el aquí ni en el ahora y mucho menos proyectarse hacia el futuro.



En el primer caso hay una clara opción por buscar refugio en personajes del pasado, cuya textura estatuaria y cuya limitada gama de movimientos articulados y autómatas, los pone fuera del tiempo y por lo tanto a salvo de un presente oscuro y de un porvenir lleno de incertidumbre.



Los otros, los que juegan con el fuego y ejecutan todo un espectáculo de malabarismo en el tiempo que demora en cambiar la luz de un semáforo, parecen celebrar un rito a la precariedad del momento, un ritual destinado a conjurar la inestabilidad del presente, escenificando esa inestabilidad con los fuegos que arrojan y atrapan en el aire.



Que no se diga entonces que los jóvenes no tienen alternativas. Aquí hay por lo menos dos opciones de existencia: convertirse en estatuas o en tragafuegos, en muñecos con pautas rígidas de movimiento o en malabaristas que deben ser más rápidos que las llamas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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