A propósito de la crisis del barco de refugiados en Australia, recuerdo que hace unos cuantos años, durante el verano europeo, la televisión y los diarios españoles daban cuenta de un hecho insólito: una patera (embarcación precaria que usan los africanos para cruzar el estrecho de Gibraltar hacia España) había aparecido, llena de desesperados y menesterosos inmigrantes, en medio de una regata que se realizaba en esos días por las costas mediterráneas como parte de las actividades deportivo-sociales de la estación.
Es comprensible el asombro y la estupefacción de los veleristas y espectadores, así como la perplejidad de los africanos al verse rodeados de elegantes embarcaciones blancas, tripuladas por también elegantes y bien tenidos representantes del primer mundo. Prontamente, las veloces lanchas zodiac de la policía la rodearon y condujeron a tierra, para iniciar el proceso de repatriación.
Un día de este verano, a media tarde, una patera tocó tierra, atestada de ilegales, en la mismísima playa de Marbella, en medio de los bañistas que vieron descender y correr despavoridos, en todas direcciones, a unos pobres y exhaustos africanos procurando perderse entre el gentío y encontrar un escondite a resguardo de la policía -que logró capturar a la mayoría- y más tarde intentar adentrarse en la península y buscar trabajo.
Ambas situaciones son representativas de una creciente realidad cotidiana, que va más allá de la ola de inmigración ilegal que amenaza a Europa desde el Africa, y que se manifiesta principalmente en las costas de España.
El inédito espectáculo -digno de Kafka y Ionesco juntos- de unos pobres negros aterrorizados a bordo de míseros y bamboleantes cuatro palos, en mitad de una competencia velera que forma parte de la esencia de la diversión burguesa del primer mundo; y de otros hambrientos y semidesnudos corriendo entre señoras y muchachas en «top-less» con bañadores de Versace en la arena amarilla de una playa que es la quintaesencia de la frivolidad del verano de la «jet» europea, constituye un espejo grotesco de la brutal asimetría e inequidad del desarrollo mundial.
Mientras unos seres humanos navegan para divertirse y sentir la adrenalina de la competencia, otros lo están haciendo para sobrevivir, y la adrenalina que les invade es la del terror a morir ahogados en el intento -como de hecho sucede a diario- o de ser atrapados por la policía y devueltos.
Unos vienen y corren semidesnudos, negros por naturaleza, por la blanca arena para escabullirse, en medio de otros semidesnudos por voluntad propia, con pieles ennegrecidas por placer estético, que retozan en las mismas cálidas aguas que bañan ambas orillas del Mediterráneo.
La orilla blanca, la orilla negra. El primer y el tercer mundo, a dieciséis kilómetros de distancia. Conste que con esta comparación no quiero significar que quienes pueden divertirse no lo hagan, o que se deba penalizar el jolgorio y el placer. El tema es otro.
Uno puede comprender fácilmente lo imposible y caótico que resultaría abrir las puertas de par en par a la inmigración, aunque existiera voluntad de hacerlo. Del mismo modo, es imposible enfrentar esta realidad a través de la represión -cómo en algún momento propusiera un político europeo, felizmente repudiado, de patrullar el estrecho con lanchas artilladas- o de medidas paliativas, necesarias, pero insuficientes. Se busca una normativa de acogida basada en los derechos humanos, en las razones humanitarias, en la protección frente al abuso o la discriminación, pero que no aliente al mismo tiempo la inmigración masiva e inorgánica.
España, tradicional emisor de millones de inmigrantes tanto hacia América como hacia Europa, se ve hoy presionada por esta realidad y atenazada entre su conciencia de antiguo país de emigrantes y las demandas de la Europa de Schengen que le exige cerrar sus fronteras y controlar férreamente la inmigración, no sólo africana, sino también latinoamericana.
Esta doble situación tensiona a la madre patria, a sus gobernantes, legisladores y a la sociedad civil. Ha aprobado leyes y dispuesto mecanismos que, sin ser el óptimo exigido por las ONGs, son de los más solidarios y abiertos existentes en todo el primer mundo para tratar estas delicadas cuestiones.
Del mismo modo que siglos atrás la España conquistadora fue capaz de autoevaluarse y desarrollar los derechos humanos a partir de una conciencia crítica de su actuación en América, hoy la sociedad española debate y busca, auténticamente, cómo conciliar la solidaridad con el ordenamiento político, económico y social. Los partidos políticos, el parlamento, el Defensor del Pueblo, y especialmente la sociedad civil organizada en las ONG o individualmente, están dando muestras de una real voluntad humanitaria.
No obstante, la solución de fondo, de largo plazo, pero sostenible, está en una combinación de políticas de cooperación para el desarrollo y apertura de los mercados desarrollados a los productos provenientes del tercer mundo. O sea, trade and aid, y no solamente ayuda asistencial que en términos cuantitativos es inferior a los perjudiciales subsidios agrícolas, y en términos cualitativos perpetúan las asimetrías y sólo atenúan la mala conciencia de los más poderosos.
Realmente, nadie emigra sólo por gusto, sino por expulsión económica o política, o sea, por sobrevivencia. Por eso, frenar este fenómeno contemporáneo tiene una sola forma, la del desarrollo sostenible de los países menos avanzados y pobres, para lo cual la igualdad de oportunidades, el libre comercio real, el fair play financiero, son condiciones indispensables, y que están en las manos de los países desarrollados.
Pero esta situación no se da sólo entre países pobres y ricos. También existe dentro de nuestra región una creciente migración desde países con problemas, a aquellos menos complicados. Es la misma lógica: la gente emigra hacia donde hay mayores oportunidades. Por eso que a nivel latinoamericano este solo hecho debería ser suficiente para retomar los objetivos de la integración económica, que permita un desarrollo equilibrado entre todos nosotros, y no contentarnos con que nos está yendo mejor que al resto.
Las migraciones sin duda se están convirtiendo en uno de los temas más acuciantes y difíciles de la nueva agenda internacional, y amenazan con ser una cantera de conflictos cuya escala puede alcanzar dimensiones más allá de todo control.
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* Héctor Casanueva es embajador de Chile ante la Aladi.
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