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Anita Alvarado o la extinción de la geisha

Ella se reconoce como una emprendedora, incluso hasta el punto de gestionar su cuerpo e imagen como capital…


Nuestra Anita Alvarado, La Geisha chilena, aparece una vez más esta semana en las portadas de las revistas sensacionalistas de Japón y en los ubicuos anuncios que éstas colocan en los vagones del metro y del ferrocarril para dar a conocer sus titulares.



Se trata esta vez de una serie de desnudos contenidos en las páginas crudas del semanario Shukan Post. «Una dama chilena sonriente con el dinero amasado en una estafa», reza el titular del reportaje cómplice. El mismo semanario contribuye a engrosar la cuenta corriente de la Alvarado al comprar sus desnudos.



Allí están los lugares comunes de siempre: el millonario desfalco de la corporación de vivienda de la provincia japonesa de Aomori, cortesía del cónyuge, un escuálido e insípido samurai de cuello y corbata; la mansión de cutres rasgos neoclásicos de Chicureo, adquirida con los dineros corruptos de la estafa y recientemente rematada por orden judicial; la mirada prostibularia de Anita; la fierecilla que acaba manejando al marido de papel como a un muñeco de vudú; el sueño dorado de «Pretty Woman» que desde la miseria catapulta los horarios estelares de la televisión y se codea con famosos mientras firma su autobiografía. Seducción y engaño. Vida licenciosa, purgatorio y redención. En suma, una mujer que una vez atrapada en las redes de la sociedad decide tejer su propia telaraña y huir hacia delante.



El descalificativo fácil no se emplea en Japón a la hora de juzgarla. Anita es un ser entregado a la lógica de la manipulación, a un despiadado mecanismo de dominio, el cual hubo de aprender cuando apenas era un engranaje más de esa maquinaria gigantesca que es la industria sexual japonesa. Un sector que factura anualmente más dinero que todas las exportaciones niponas de automóviles juntas.



En Chile, la prostitución es artesanal, tercermundista. No es una industria de fuste como sucede en Japón. No obstante, a medida que el modelo de producción capitalista se emplea en este sector, al implantar la división productiva (pornografía de iniciación, clubes de conversación erótica y citas, pornografía dura, prostíbulos) la deshumanización es mayor.



El atractivo de Anita, no obstante, proviene precisamente de haber vencido esa deshumanización. De haberle otorgado a su historia una faz humana dentro de la cruel maquinaria devoradora del hombre. Anita podría haber sido una cifra, un dato más en las estadísticas de tratas de blancas que se conocen en esta nación oriental. De allí su triunfo.



Anita superó con mucho a sus astutos maestros: la red de proxenetas chileno-japonesa que la adquirió como se compra un caballo de tiro. Ha empleado la razón utilitarista y las estrategias de dominio de la yakuza o mafia japonesa, de la cual no hay símil chileno ni en crueldad ni magnitud, y ha conservado, al mismo tiempo, el distintivo empresarial de la cultura pinochetista de los ochenta: la cultura del pelotazo.



Ella se reconoce como una emprendedora, incluso hasta el punto de gestionar su cuerpo e imagen como capital. El sujeto del emprendedor (como bien podría decir Foucault) en tanto que autogestor de su exiguo capital, separado de toda red social de apoyo, desvinculado de cualquier tipo de comunidad, es la piedra de toque del liberalismo económico chileno. Anita vuelve empresaria a la prostituta. Chile, país de empresarios, no de ciudadanos.



No deja de ser irónico que comercialice una marca de vino, «Doña Geisha», cuando ha sido involuntariamente el vino chileno, específicamente la variedad cabernet sauvignon, la punta de lanza del posicionamiento de Chile como país en Japón. Los japoneses, que sólo nos conocían hasta hace poco por los «chilicabe», es decir, «cabernet chilenos», ahora nos conocen por el mosto y mala uva de La Geisha chilena.



Anita tiene mala leche, la suficiente como para decir que el miembro viril de los japoneses es de chimpancé, que no sobrepasa los tres centímetros. En Japón, esa declaración es tan agresiva como el artículo de Jaime Bedoya en la revista peruana Caretas sobre la media del miembro chileno. Poco a poco, sus intervenciones contribuyen a enrarecer unas relaciones nipón-chilenas que se caracterizaban por el respeto mutuo.



Por último, Anita es víctima del mismo juego de intercambios comerciales que la han catapultado a la fama. Se rodea de profesionales que la asesoran en la tarea de vender su capital. Y ellos están allí no por la mujer, sino por lo que representa como moneda de cambio. Nuestra geisha es una mujer sola en su laberinto.



En su fuga hacia delante, Anita reafirma su ego, lo cual la aleja paulatinamente del modelo de la verdadera geisha: una mujer cuya virtud principal es la capacidad de renunciar a sí misma. Es allí, precisamente, donde el sendero chileno se distancia del japonés. Pero Japón también ha traicionado un modelo que sólo se puede producir en la intimidad de las relaciones corporativas de corte medieval. Es por ello que la figura de nuestra geisha continuará atrayendo tanto la atención. Anita le recuerda a Japón que las verdaderas geishas están en vías de extinción.



* Periodista y académico chileno residente en Japón

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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