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Transparentar hasta que duela

La situación que vive el gobierno es jurídicamente insostenible. Las investigaciones judiciales han descubierto una forma de trabajo que rompía con los principios de probidad administrativa, que desviaba fondos públicos y generaba colusión de intereses entre agentes públicos y privados. Esto, por donde se le mire, es corrupción.


Las bases normativas de la administración pública han marcado claramente los límites para la actuación de los servidores públicos. Estas reglas del juego establecen las obligaciones y las prohibiciones que debe cumplir un funcionario del Estado. Nadie puede argumentar desconocimiento de la ley. Por otra parte, la costumbre no genera derecho, por lo que nadie podría plantear válidamente como descargo a una infracción, el hecho de que «siempre se ha hecho así» o que «era una práctica para solucionar retrasos de la ley».



Desde las Ciencias Políticas y Administrativas, basta revisar las lecciones de los grandes maestros de Derecho Constitucional y Administrativo, como Patricio Aylwin o Enrique Silva Cimma, con cuyos libros formamos criterios éticos, profesionales y ciudadanos, en las aulas de la Universidad de Chile, para poder comprender a cabalidad el crítico momento por el que atraviesa el Estado chileno. Porque uno de sus poderes, el Ejecutivo, ha generado procedimientos contrarios al ordenamiento jurídico y esto, de no erradicarse de raíz, llevará desánimo y relajo a todo el aparato público.



La reacción política ha sido encarar el problema como una crisis de Estado y presentar, en un consenso nacional, de gobierno y oposición, un paquete de normas para la transparencia y la probidad. El financiamiento de los partidos, la reducción drástica de la cantidad de funcionarios de exclusiva confianza, la declaración de bienes e intereses antes y después de servir un cargo público, el fortalecimiento de la carrera funcionaria, la implantación de criterios de rendimiento y mérito para la promoción y ascenso, son los temas que componen esta agenda de consenso por la Transparencia. Pero es bueno clarificar que siempre ha existido un marco regulatorio que ha prohibido las acciones impropias que ha conocido la Justicia y que no ha habido vacíos legales o retrasos de la ley respecto a la realidad de la gestión pública. Las personas involucradas han sido sometidas a proceso de acuerdo a la legislación vigente.



Hasta donde se conocen los hechos, las tratativas ilegales entre autoridades y contratistas privados, han involucrado sólo a funcionarios de exclusiva confianza, ingresados por nombramiento del gobierno, y no a funcionarios de la estructura permanente del Estado. Este ha sido uno de los aspectos que más ha destacado la ANEF, Asociación Nacional de Empleados Fiscales, en su reciente paralización del 30 de abril.



La situación que vive el gobierno es jurídicamente insostenible. Las investigaciones judiciales han descubierto una forma de trabajo que rompía con los principios de probidad administrativa, que desviaba fondos públicos y generaba colusión de intereses entre agentes públicos y privados. Esto, por donde se le mire, es corrupción.



Las grandes obras públicas del gobierno concertacionista pudieron cumplirse igual, a menor costo y con una fiscalización y controles confiables, si no hubiesen existido sobreprecios y si los funcionarios encargados de su ejecución, regulación y fiscalización hubiesen mantenido su independencia, sin entrar en negociaciones impropias, que les significaron mantener intereses personales en las obras y contratos en los que les tocaba intervenir.



Las concesiones corresponden a un estilo moderno de gestión pública en donde se supone que el contratista seleccionado mediante una licitación internacional, se compromete a aportar el capital de trabajo o la tecnología necesarios para la realización de un proyecto, teniendo como contrapartida el derecho a explotar la obra a tarifados previamente acordados, durante un tiempo determinado. Son los contratos BOT (Build, Operate and Transfer), que permiten dinamizar obras de infraestructura con la captación de inversionistas privados. El asunto es que esto debe hacerse mediante licitaciones públicas que sean totalmente transparentes. Un aspecto que también se transgredió cuando un grupo de contratistas se puso de acuerdo con las autoridades del Ministerio de Obras Públicas para repartirse el mercado, a cambio de entrar en un sistema de sobrevaloración de contratos y triangulación de fondos que se reciclaban a los funcionarios que debían determinar la adjudicación de las obras. Una colusión metódica de intereses que funcionó como una máquina bajo pactos de silencio, lo cual podría configurar una asociación ilícita.



El centralismo que ejercía el Ministerio de Obras Públicas a nivel nacional, le significó concentrar un mercado de gigantesco volumen. El país, las regiones, las comunas, necesitan conocer de manera desagregada en qué se ha gastado el presupuesto de esta cartera y cuál ha sido el aporte genuino de los concesionarios. A nivel internacional interesa que este mercado de compra pública salga de las cajas negras del gobierno central y pase a los espacios locales, donde será más fácil controlar la ejecución y calidad de las obras. En aras de la transparencia, sería necesario que alguien rindiera cuenta de las obras realizadas, sus costos y empresas que resultaron adjudicatarias de las mismas.



En el ámbito político, estos escándalos han remecido los cimientos del gobierno. La alianza concertacionista se disgrega sin voluntad de reencuentro, llevando todos, cual más, cual menos, el tejado de vidrio por haber cometido, admitido o silenciado conductas impropias en diferentes épocas. Sobre toda la Concertación pesa el pecado mayor de no haber tenido la fuerza para conducir a la democracia hacia niveles de real participación ciudadana, que hubiesen significado frenar a tiempo situaciones de abuso o corruptelas. El costo ha sido que la fuerza de fiscalización se haya relajado, ya que quienes fueron estrictos y consecuentes en defender su función, muchas veces tropezaron con órdenes que desde más arriba desautorizaban su esfuerzo y los dejaban sin piso para seguir ejerciendo el celo funcionario. Son innumerables los casos en que el hilo se cortó por lo más delgado, ya que a nivel cupular se aceptó la presión externa aun cuando distorsionara o afectara intereses públicos.



El pragmatismo se ha impuesto por encima de los principios. Esto llevado a escala nacional ha significado que la dirigencia concertacionista defraudó su programa de gobierno y las expectativas ciudadanas de construir un estilo diferente al que rigiera en el gobierno militar. Si se compararan escenarios, podríamos decir que la Concertación ha vivido una situación similar a la del peronismo argentino y sólo cabe esperar que no lleguemos a una situación desestabilizadora -que a nadie conviene- y que la respuesta ciudadana sea más apegada a la ética pública que lo demostrado en el vecino país, donde han reincidido en los mismos personajes que arrastraron el país a su mayor crisis.



Ahora, en esta democracia deslucida que periódicamente convoca a las urnas, se viene la ocasión para representar al gobierno el profundo descontento de quienes lo eligieron. Son las próximas elecciones municipales, frente a las cuales la Concertación vive una suerte de crónica de una muerte anunciada. Será la primera oportunidad que tendrá la ciudadanía para expresar en las urnas su sanción. Es altamente probable un voto castigo y está pendiente la inquietud de una gran mayoría acerca de las alternativas que pudieren abrirse en la política nacional frente a este agotamiento de la Concertación.



La apuesta es que pueda surgir una reacción ética pero progresista, que movilice a los que se han automarginado del sistema electoral, que cautive con un compromiso anticorrupción que cruce toda la sociedad; que tome esas expectativas de participación y control ciudadano que están pendientes y construya una plataforma cívica diferente. Es una alternativa un poco quijotesca, pero que podría alcanzar capacidades reales de implantación social en la medida que el mensaje de convocatoria no resultase populista o liviano.



Hay una sufrida clase media en Chile que quiere volver a sentirse medianamente protegida por un Estado que vela por el bien común. Esa clase media, que cree en la fuerza de la familia, metida en la globalización y las tecnologías, sobre endeudada, sufriendo abusos de monopolios, pagando peajes con resignación, frustrada por una alegría que se esfumó o que le fue escamoteada, puede ser la opción para reorientar a un país que habiendo sufrido el modelo vigente, aspira a mínimas correcciones que le den seguridad y mejor calidad de vida. Esa clase media grita hoy en silencio: «Transparencia hasta que duela».



(*) Consultor internacional, escritor y columnista



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