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El royalty mirado desde el 11 de julio de 1971


No hacía falta ser pitoniso para saber que el royalty era una criatura que antes de nacer estaba muerta. Era predecible por las pocas ganas del gobierno: una propuesta que iba del no cobro a un cobro mínimo sobre las ganancias, pero en tres años más y que por ley habría podido evadirse (aunque todo indica que igualmente será empleado como «prueba de la blancura» para las elecciones municipales).



Por la connivencia de sectores de la propia Concertación y la oposición, con los intereses de las grandes empresas mineras (las encuestas —que indican «lo que la gente quiere»Â— no se tomaron en cuenta para hacer política, pues en este caso indicaban un altísimo respaldo al royalty). Por la inmensa presión del resto del gran empresariado que veía en este asunto particular una amenaza a su derecho de pernada en general. El resto corrió por parte de muchos medios que no dieron cabida a voces disidentes o no ayudaron a aclarar el asunto (por ejemplo, al referirse al cobro como «impuesto» —palabra maldita en el imaginario actual— cuando los propios economistas clásicos lo definen como «renta de la tierra»). Aunque, tal vez, el aspecto decisivo fue el escenario ideológico del debate: la alta legitimación que tiene en el país un modelo que propone un estado no sólo enano, sino tetraplégico y que manda privilegiar al sector privado en una discriminación hiperpositiva.



Pero, a propósito de los recursos mineros, hagamos historia y repasemos lo que ocurrió con el metal más representativo del país. Es algo que pasó tan sólo hace 33 años. ¿Está aún en su memoria o sabía Ud. que el 11 de julio de 1971, en una sesión del Congreso pleno se aprobó por unanimidad la reforma constitucional que permitió la nacionalización del cobre? Sí, eso sucedió Ä„y por unanimidad! De derecha a izquierda todos los partidos votaron para realizar el sueño largamente anhelado por el país: que el cobre —la viga maestra de nuestra economía, el sueldo de Chile— fuera por fin chileno.



No era sólo una cuestión política de soberanía nacional, de ejercer el dominio efectivo de los recursos naturales del país; ni tampoco sólo una medida económica que buscaba asegurar mayores entradas monetarias. Fue un paso más en la construcción de Chile como nación (algo así como ese primer trabajo que le permitió a Ud. dejar de vivir con sus padres, casarse y formar una familia o comenzar el ahorro para comprar una casa. Esas cosas que le hacían pensar orgulloso lo que Ud. era y podía ser). Por eso, a nadie cupo la menor duda sobre la nacionalización propuesta por un gobierno marxista. Ni siquiera para los que ya estaban hace rato trabajando para derrocarlo. No se oyeron voces defendiendo la conveniencia de que el Estado no tomara sus responsabilidades, de que las transnacionales eran las indicadas para explotar esos recursos, porque así invertirían y darían trabajo, aunque se llevaran todas las ganancias. Era ridículo o una franca traición a los intereses del país… ¿Era?



La cuestión es que un hecho tan decisivo para Chile yace olvidado. Para los serios entendidos de hoy fue un pecado de juventud quizás, una locura de esos años populistas, una irresponsabilidad económicamente hablando. Es claro que nuestro país ya no es el mismo. En 33 años la unanimidad es otra. A principios del siglo XXI estamos enfrascados en discutir, casi como si se tratara de legalizar la pedofilia, Ä„acerca de un cobro mínimo por algo que es nuestro y que en el resto del mundo es una práctica normal!



En este asunto de nuevo tenemos otro ejemplo de que no sólo la cabeza de playa fue asegurada, sino que el país ya fue ocupado desde hace mucho. Las pocas escaramuzas emprendidas por unos cuantos partisanos están desde ya perdidas. No deja de ser admirable tal eficiencia propagandística. A estas alturas a quién se le ocurriría defender públicamente la real nacionalización de las riquezas mineras del país. Ya sabemos que constitucionalmente son chilenas, más también sabemos cómo por un resquicio en la práctica no. Lo que significa ello para el Estado de derecho es ya tema de otra columna, que dejaré a esos puntillosos legalistas que hoy se oponen a que se cambien las reglas del juego… que los favorecen.



Mi homenaje para ese 11 de julio de 1971. Para los chilenos que creyeron en la nacionalización y para los que la votaron.





*Andrés Monares. Antropólogo, profesor en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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