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El fantasma de la libertad de prensa en los pasillos del poder

Me resisto a creer que el ministro, como historiador, piense que un medio puede ser autónomo del gobierno y a la vez amoldarse a las políticas de ese mismito gobierno.


Tal vez, en una de ésas, alguno de los ex cabezones izquierdistas que trocaron sus sofismas antiguos por metáforas más aggiornate sobre la igualdad (en las que la igualdad sigue siendo sólo una metáfora), tal vez, digo, uno de estos caballeros se acuerde de un señor que hace ya un par de siglos escribió lo siguiente: «Una época en que dudar de la existencia de los fantasmas se considera una audacia filosófica, una época en la que se cree que es raro oponerse a las juicios por brujería, es precisamente una época en la que los fantasmas y los juicios por brujería se vuelven legítimos».



Pareciera que en Chile vivimos en tal época, a juzgar por la histeria y alarma que causan las llamadas sectas satánicas, cuya existencia se da por cierta solamente por el hecho de ser mencionadas en medios faranduleros o eclesiásticos. Mientras tanto, hay sectas y cofradías que existen y funcionan sin mayores traspiés a pesar de que se ha acreditado que muchos de sus miembros participaron en degollamientos rituales, en profanaciones sistemáticas de tumbas y de cadáveres, en torturas, violaciones, secuestros, amedrentamientos y otras linduras bastante diabólicas.



Además, a los miembros de estos grupos bien financiados se les asigna guardaespaldas pagados por el fisco, para protegerlos de periodistas y de gente diabólica que les grita «asesino» o «ladrón» (o las dos cosas) en lugares públicos como librerías de viejo o tribunales de justicia, donde a veces concurren vistiendo sus bizarros atuendos y sus piochas. A estas sectas se les entregan regalías para jubilarse con tranquilidad y con buena atención siquiátrica, cosa imprescindible porque al parecer matar y torturar produce estrés, como informaba hace un par de días en portada La Nación.



A las otras «sectas», aunque sean imaginarias, compuestas de cabros marginales, desorientados, tal vez enfermos, o disconformes, o simplemente góticos y metaleros, se les da con el mocho del hacha, se las investiga, se las ridiculiza y se las usa para fines electorales. Claro, es preferible hablar de satanismo o de posesión diabólica cuando el problema de fondo es algo tan escabroso y difícil para el rating o para la macroeconomía como el de la situación de los jóvenes o de los enfermos mentales en el Chile de hoy. Los verdaderos diablos se siguen riendo y contando los billetes fondeados.



Marx (porque es el viejo Karl el de la cita de arriba) dice que en tiempos de cacerías de brujas también cunde la creencia en fantasmas, en lo sobrenatural, por sobre lo tangible y verificable. Es precisamente lo que pasa en Chile a mediados del 2004.



No hablo de la erosión del muro entre iglesia y Estado, de la proliferación de santidades mayores y menores, de tarotistas y lectores del I-Ching, porque eso daría para mucho más. Me refiero a apariciones tan espeluznantes para algunos como el viejo fantasma de la libertad de prensa por los pasillos del palacio de La Moneda. En esos muros se ha encontrado, al parecer, con gente que cree en brujas y en fantasmas, y para un espectro ya entrado en años no hay nada mejor que encontrarse con crédulos asustadizos.



«Yo soy la libertad de prensa-a-a y te voy a come-e-er» dice el fantasma haciendo sonar sus cadenas, y con eso basta para que alguien desde palacio dé la orden de cortar cabezas, generalmente en La Nación o TVN: Saquen a Julio César, que se farandulice evaluando bailarines y asesorando estelares, saquen a Luengo, que se vaya a LUN a cubrir a los que cubren los matinales o algo por el estilo, confísquenle la cámara a Guillier, obliguen a la Jiles a escribir pornografía pasada por agua, controlen a la Faride para que no se arranque con los tarros. Hagan algo, que andan penando.



La explicación que se ha dado al despido de Alberto Luengo es tan débil que se me hace cuesta arriba incluso cortarla y pegotearla en este texto. Leer para creer.



Palabras de Francisco Vidal: «La estrategia del diseño del Gobierno, respecto de La Nación, fue de una autonomía de gestión, dirección y línea editorial. Desde el punto de vista del Gobierno, a través de mi persona, he planteado que ésta debe ser coherente y consistente con las políticas de Gobierno».



Eso es autonomía, mi alma, con contradicción de yapa. El ministro tiene que haberse impresionado al toparse con el temido fantasma, porque no suele contradecirse de manera tan burda. Me resisto a creer que el ministro, como historiador, piense que un medio puede ser autónomo del gobierno y a la vez amoldarse a las políticas de ese mismito gobierno. Es difícil, además, imaginarse que la autonomía de La Nación sea una amenaza tan grande para el gobierno, que haya que coartarla sin siquiera molestarse en dar una explicación razonable o por lo menos coherente. La noción de que los medios se hacen parte de los procesos judiciales solamente por darles cobertura profesional es indefendible y bochornosa.



¿Quién se sintió en peligro por las indagaciones de La Nación en los casos Spiniak o Pinocheques II? ¿Qué transaca ha estado en peligro por el comportamiento del periodista despedido? El ministro Vidal, a quien casi nunca le falla la elocuencia, debería dar una explicación que tenga sentido y que dé detalles acerca del peligro inminente que representaba Alberto Luengo como director de La Nación. ¿Quiénes son los fantasmas de carne y hueso que pidieron la cabeza de un periodista para aplacarse? En este sentido, como ciudadano, exijo transparencia, por lo menos para no sentirnos como los imbéciles a quienes se les da una explicación tan rasca sin que pase nada.



Aprovechando de que parece que andan saltones en palacio, les recuerdo a los responsables de esta chambonada arbitraria, de esta injusticia, lo que dijo el diablo de Carlitos Marx hace ya mucho tiempo, acerca de la libertad de prensa: «Una nación que, como la antigua Atenas, considera que los lamebotas, parásitos y aduladores son excepciones al buen sentido, idiotas entre el pueblo, será una nación independiente y soberana. Pero un pueblo que le da el derecho a pensar y expresarse sólo a los bufones de la corte, no puede ser más que un pueblo sin independencia ni personalidad».



Los colegas de Alberto Luengo en La Nación dicen estar defraudados. Como ciudadano, como partidario -crítico y reticente, pero todavía partidario-de la Concertación, comparto ese sentimiento y añado el de la indignación profunda. También siento la pena de ser parte de una nación que sigue creyendo en brujas y en fantasmas o, peor aún, que simula esa creencia cuando le resulta conveniente.



Roberto Castillo es escritor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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