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Ponerse en el lugar del otro…pero nunca tanto

La represión y la tortura tienen un efecto demostración inhabilitante para terceros: aquellos que se enteraban sabían lo que les podía pasar a ellos mismos cualquier día. El objetivo era la parálisis de la sociedad, de sus instituciones, el miedo.





Teniendo a la vista probablemente los sucesos revolucionarios de comienzos del siglo veinte y las guerras mundiales, un destacado intelectual húngaro señalaba que «la sabiduría de lo trágico es la sabiduría de los límites». Viniendo a nuestro presente queremos desde ese señalamiento realizar y compartir con los lectores algunos comentarios respecto a algunos significados de la entrega del Informe de prisión política y tortura.



Primero que nada, constatar que una vez más el tema de los derechos humanos ha vuelto al primer plano de la noticia. Así como antes fue el Informe Rettig, después la detención de Pinochet en Londres, luego la Mesa de Diálogo, ahora la entrega del Informe sobre Prisión política y Tortura. En cada una de esas oportunidades se trató, desde una u otra esfera de influencia o poder, de dar por cerrado el debate, la discusión, la reflexión de los chilenos y chilenas sobre la temática y sus implicancias para el presente-pasado-futuro. Argumentando, casi siempre, que lo conveniente para la salud pública de la sociedad era dejar las cosas hasta ahí. Sin embargo, cada vez un nuevo hecho o suceso azaroso volvía a reflotarlo.



Porfiadamente entonces la herencia de la memoria parece no querer dejarnos. En segundo término, la consideración del tema de los derechos humanos en el mapa político chileno -y latinoamericano-, se relacionó, hay que recordarlo, con la emergencia de regímenes autoritarios (encabezados por las FF.AA., en alianza con sectores civiles y políticos, las más de las veces, de derecha), que profesaban en la mayoría de los casos, una doctrina de la seguridad nacional cruzada por la visión de que al interior de la propia sociedad se podía establecer una línea divisoria entre amigos y enemigos.



El accionar de estos regímenes era visto como el arte que conduce a los amigos a una victoria sobre los enemigos, internos esta vez. La particularidad nacional estuvo en la combinación de esa visión con una mirada neoliberal del orden socioeconómico. Sabemos que esa «victoria» trajo fenómenos como el desaparecimiento forzado de personas, ejecuciones sumarias, exilio, o la práctica sistemática de la tortura realizada desde el propio Estado y sus policías políticas. Sin contar las modificaciones impuestas desde arriba en el campo no sólo de los derechos cívico-políticos, sino también de los derechos sociales. Las justificaciones ideológicas, apoyadas generosamente desde una prensa nacional aliada y adicta, iban desde la defensa de la civilización occidental y cristiana (sic) y el carácter de derecho natural de la propiedad privada, hasta por supuesto la lucha sin cuartel contra el -en aquel entonces existente-, imperio comunista, pasando por el ideario de una modernización que reduce la idea de progreso y desarrollo a una salvación vía el mercado y los técnicos.



Tercero, cuando leemos el Informe sobre Prisión política y Tortura (IPPT), se pone nuevamente en evidencia, estimados lectores, cuánto más allá de los límites, de su sabiduría, se ha podido ir en aquellos años oscuros. ¿Pero de qué limites me habla, se preguntará usted? Límites geográficos, regionales, fronterizos? Pues no. Hablamos de aquellos que se establecen en las sociedades para impedir o deslegitimar, bajo penas de distinto tipo, un trato inhumano hacia otro, sea de la misma tribu, grupo social o etnia.



La moral y la ética, creaciones humanas por excelencia, han tenido que ver en la historia justamente con la necesidad de poner límites al real o eventual daño mutuo que podemos inflingirnos. Con ello decimos que los humanos hemos intentado con-vivir bajo otra ley que la que determina el más fuerte, influyente, poderoso o astuto. Entre otras cosas, para permitir que esa convivencia de distintos sea posible. La historia nos muestra que no se logra siempre, claro está, pero que no podemos renunciar a ello. A su vez, como las reglas morales y éticas creadas tienen sus propias limitantes -no tienen fuerza obligatoria externa a los propios sujetos-, entonces el ser humano ha inventado el derecho. Por eso, lector, derecho y moral se necesitan mutuamente; ni el derecho ni la moral andan muy bien cuando cada uno cree poder prescindir completamente del otro.



Con la lectura del IPPT nos hemos vuelto a enterar de aquello que muchos, si no la mayoría, sabíamos de antes: que en el país, sí señor, bajo este mismo cielo y mar se detuvo, persiguió y torturó de manera sistemática a cientos de miles de chilenos. Es probable que los números se queden cortos. Es factible que no estén todos los casos allí reunidos. Pero la estrategia represora contra las ideas de izquierda y de cambio de aquel entonces -o contra quienes se creía podían ser colegas de ruta o cómplices-, no necesitaba perseguir o reprimir a todo el mundo. La represión y la tortura tienen un efecto demostración inhabilitante para terceros: aquellos que se enteraban sabían lo que les podía pasar a ellos mismos cualquier día. El objetivo era la parálisis de la sociedad, de sus instituciones, el miedo. El accionar del autoritarismo llevaba como impronta desde su nacimiento entonces una suerte de parálisis ética en ejercicio. El problema es que ella se extendió de algún modo a muchas de sus instituciones más importantes.



Hay que decir al mismo tiempo que desde el día mismo del golpe de estado se expresaron, desde grupos minoritarios pero importantes, distintas formas de una suerte de resistencia ética a los nuevos hechos (algunos abogados, profesionales, las iglesias, actos valientes de ciudadanos anónimos). Una resistencia que lentamente fue encontrando los canales para hacer de fermento de una conciencia crítica del estado de cosas que se daban en el país.
En cuarto lugar, hemos tenido que esperar años para que aquellos -personas e instituciones-, que pasaron por ciegos, sordos y mudos ante tanta humillación e ignominia inflingida gratuita y brutalmente, puedan ahora por fin ver, oír y hablar.



Una buena parte del país y de la prensa sabía de algún modo lo que hoy cuenta el Informe. Pero claro, faltaba que se sumara a este nuevo crédito histórico de lo sucedido el selecto club de los poderes fácticos; y como ellos tienen aun suficientes cuotas de poder para dictaminar lo que ocurrió o no en nuestra historia, entonces se hacía necesario ayudarles a abrir sus ojos, limpiar sus oídos y recuperar el habla. No puede negarse que es algo positivo, un paso importante pensando en el futuro. Con todo, permítanme, no dejo de tener dudas en estos actos de contrición; no se puede tener una actitud satisfecha. Hay que mantener un sano escepticismo al respecto.



¿Qué han dicho la mayor parte de aquellos que tuvieron de un modo u otro protagonismo en esos años?. No podemos revisar las palabras de cada uno. Con todo, muchos de ellos, desde instituciones o fuera de ellas, han manifestado que sienten «dolor» -se con-duelen- , y que «lamentan» lo sucedido. Su ética política no da para demandar excusas o disculpas a las víctimas y al país -aunque sea tardías-, por actos injustificables contra connacionales o extranjeros.





No, pues. No pueden ahora reconocer que en verdad aquella tragedia sucedida tuvo que ver con la defensa de intereses de clase, de poder, primero que nada económicos, pero también políticos e ideológicos, o de sectores cooptados por la retórica anticomunista Nada sucedió al azar. Ese dolor y sufrimiento inflingido no fue casual, ni tampoco hechos aislados que obedecían a la conducta desbocada de algunos adherentes acalorados al régimen militar. La parálisis ética en sus relaciones con la política y el poder estaba ya instalada en la idea misma de lo que se quería lograr con el golpe y sus secuelas; estaba en lo que pudiera llamarse su proyecto o modelo. Una parálisis asumida oblicuamente, cínicamente, como quizá no podía ser menos.



Sin embargo, en ocasiones se cuelan voces que saliendo de esas pías intenciones ponen las cosas donde corresponde, y esa hidalguía u honestidad hay que agradecerla. Pasó inadvertido. Fue en la mismísima y mediática Enade. Consultado uno de los empresarios asistentes al magno evento sobre su postura respecto al IPPT , deslizó -en el diario La Tercera, si mal no recuerdo-, un conjunto de breves y descarnadas afirmaciones que dejan en claro la subordinación -en ese proyecto-, de la razón ética -y por ende, el destino y dignidad del otro, sus derechos-, a la preservación y mantenimiento de intereses económicos y políticos ligados a las elites de poder.



Sostuvo el entrevistado que el Informe refleja una «gran hipocresía» porque -recurriendo a un argumento de facto e intemporal- «en el mundo entero y en Chile desde siempre se ha hecho tortura». Primera afirmación. Agregó después al periodista «usted no puede hacer lo que se hizo en Chile por el gobierno militar respetando los derechos humanos», segunda afirmación. ¿Y qué significa eso? Tercera aclaración: «¿podríamos tener universidades privadas, libertad de precios, apertura al exterior, reducción de derechos de aduana con gobiernos democráticos?. Puras fantasías, se respondió a sí mismo. La modernización prometida e impuesta como vía regia de salvación por medio del mercado -el único libre-, y sus técnicos, no podía sino derivar en tragedia para cientos de miles de familias chilenas.



Claro, alguien tenía que pagar el inevitable costo social para que el saber, poder y tener permaneciera en las mismas manos de siempre. Con el IPPT podemos ver quiénes eran algunos de aquellos «escogidos» y cómo les fue. Este Informe, de seguro, puede tener sus limitaciones, pero al menos nos asoma como país a lo que sucede cuando bajo justificaciones espurias- pero que funcionan-, los intereses de poder sobrepasan -en su defensa-, todos los límites de la decencia. Sí, la sabiduría de lo trágico se aprende en la sabiduría de los límites. ¿Podremos aprenderlo nosotros y transmitirlo a nuestros hijos también?



Pablo Salvat Bologna. Doctor en Filosofía, U. de Lovaina. Profesor-investigador Centro de Ética, Universidad A. Hurtado.












  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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