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Tortura y legislación chilena, un tema pendiente


Pese a que el Estado chileno desde el retorno a la democracia ha asumido un fuerte compromiso internacional en materia de tutela y promoción de los derechos humanos, dichos esfuerzos, en general, no se encuentran plasmados con igual intensidad en la normativa interna.



La proscripción de la tortura -práctica especialmente atentatoria contra los derechos humanos- constituye, quizá, uno de los ejemplos más evidentes. En tal sentido, Chile ha suscrito numerosos tratados internacionales en materia de derechos humanos que, con mayor o menor intensidad, prohíben la tortura y, en general, toda otra forma de tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, siendo la Convención contra la Tortura, dado su mayor especificidad en la materia, el principal instrumento internacional vinculante.



No obstante ello -no obstante la suscripción por parte del Estado chileno de diversos instrumentos internacionales de proscripción de la tortura-, la normativa chilena no se ha adecuado completamente a las exigencias de los tratados adoptados, en especial respecto de la Convención contra la Tortura , que, con todo, ordena expresamente dicha adecuación .



Un importante paso en tal ámbito, con todo, lo constituyó la dictación de la ley 19.567, de 22 de junio de 1998, que, a través de modificaciones al Código Penal y Procesal Penal, introduce cambios sustantivos en nuestra legislación A saber, se deroga la detención por sospecha, se amplía considerablemente el catálogo de derechos del detenido y se tipifica el delito de tortura en el artículo 150 A del Código Penal.



Sin embargo, y a pesar de los avances significativos en la materia, existe un consenso bastante generalizado sobre la falta de incorporación efectiva de la Convención contra la Tortura a nuestro ordenamiento jurídico. Se trata, en general, de falencias y vacíos en nuestra legislación interna que impiden una aplicación completa de la normativa internacional.



En tal sentido, un primer problema se presenta con la tipificación del delito de tortura en el Código Penal, cuyo alcance es más restringido que el que prevé la Convención. La diferencia entre ambos tipos legales radica, más específicamente, en que la ley chilena sólo contempla como sujeto pasivo -como potencial víctima- del delito de tortura a «personas privadas de libertad» mientras que la Convención no distingue al respecto. La tortura, de acuerdo a la normativa de esta última, no requiere para su ejercicio de privación de libertad, pudiendo, entonces, ser objeto de tortura un individuo no recluido. Por otra parte -una segunda diferencia- el artículo 150 A no sanciona «toda tentativa de cometer tortura», cuestión si proscrita expresamente por la Convención .



Por otra parte, la adaptación de nuestra normativa interna cuando el sujeto activo del delito de tortura es un funcionario de la policía uniformada no se traduce en ningún efecto práctico, pues, en tal hipótesis el hecho delictual cae en el ámbito de la Justicia Militar, aplicándose lo dispuesto en el artículo 330 del Código de Justicia Militar, que tipifica y sanciona el delito de violencias innecesarias, que no se condice en absoluto con la definición de tortura recogida en la Convención.



En relación a esta materia se pronunció el Comité Contra la Tortura de Naciones Unidas, en junio de 2004. En el examen del caso chileno, valoró como aspecto positivo la tipificación del delito de tortura en la legislación penal interna (B.4.a.), pero expresó como motivo de preocupación «[q]ue la definición de tortura del Código Penal no se ajusta plenamente al artículo 1 de la Convención y no incorpora suficientemente los propósitos de tortura y la aquiescencia de funcionarios públicos» (D.6.c.). En razón de ello, el Comité recomendó al Estado chileno que «[a]dopte una definición de tortura en consonancia con el artículo 1 de la Convención y vele por que englobe todas las formas de tortura» (E.7.a.), además de que «[r]eforme la Constitución para garantizar la plena protección de los derechos humanos, incluido el derecho a no ser víctima de torturas ni de otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, de conformidad con la Convención (…)» (E.7.b). Nada de ello, a la fecha, ha ocurrido.



Un segundo problema dice relación con la escasa magnitud de las penas asignadas al delito de tortura. Si bien -se sostiene- la Convención no establece mínimos o máximos, el artículo 4ÅŸ entrega un criterio orientador, a saber, «[t]odo Estado Parte castigará esos delitos con penas adecuadas en que se tenga en cuenta su gravedad». De acuerdo a la legislación chilena -artículo 150 A del Código Penal- la sanción general impuesta al empleado público que tortura es de presidio o reclusión menor en sus grados medio a máximo, esto es, una pena que oscila entre 541 días y 5 años. Además, se contemplan las mismas penas, pero disminuidas en un grado, respecto de los funcionarios superiores de quien tortura cuando teniendo conocimiento de ello «no las impidiere o hiciere cesar». Por último, cuando el objeto de los actos de tortura radican en la obtención de una confesión, declaración o entrega de información por parte del afectado, la pena aumenta a presidio o reclusión mayor en su grado mínimo, esto es, de 3 años y un día a 10 años; y si de la realización de los actos de tortura resulta la muerte o lesiones de la persona privada de libertad, la pena asignada es de presidio o reclusión mayor en su grado mínimo a medio -5 años y 1 día a 15 años- más inhabilitación absoluta perpetua, pero «siempre que el resultado (lesiones o muerte del afectado) fuere imputable a negligencia o imprudencia del empleado público».



El informe alternativo al Comité Contra la Tortura de Naciones Unidas, presentado por CINTRAS, LA MORADA, OPCION y OMCT, sostiene, en relación a este punto, que «[a] todas luces, es posible apreciar lo exiguo de las penas mínimas y máximas. En Chile una condena de hasta tres años de cárcel puede traducirse en la mera obligación de firmar una vez a la semana en un determinado lugar («pena remitida»). Por lo que un policía que aplique severas torturas por el simple afán de amedrentamiento o de castigo y que no provoque lesiones graves a su víctima, podría ser condenado a una pena que no implique siquiera un día efectivo de cárcel. Por otro lado, establecer que un eventual policía que luego de torturas atroces deje agonizar por días a una persona detenida, no puede tener una condena mayor a 15 años de presidio (lo cual, en la medida que el condenado tenga buena conducta en el penal, puede traducirse en su libertad condicional a los siete años y medio) repugna a toda idea de justicia y entra en franca contradicción con la propia legislación interna chilena que sanciona a los homicidios más graves hasta con penas de presidio perpetuo (…)».



El mismo informe prevé, además, un tercer problema. Se trata que, de acuerdo a las normas chilenas, el delito de tortura contempla un plazo de prescripción -de la acción penal- de, por regla general, 5 años. En hipótesis de torturas ejercidas con el objeto de obtener de parte del afectado una confesión, declaración o información y en el caso de verificarse como consecuencia de tortura la muerte de la víctima, el plazo de prescripción asciende a 10 años. El problema se configura toda vez que atendida la gravedad del delito de tortura, el plazo de prescripción -el tiempo, en definitiva, dentro del cual es posible perseguir y sancionar a los culpables- es demasiado breve. Así, por lo demás, lo entendió el Comité Contra la Tortura, que recomendó al Estado chileno que «[c]onsidere la posibilidad de eliminar la prescripción o ampliar el actual plazo de 10 años previsto para el delito de tortura, habida cuenta de su gravedad» (E.7.f.).



Otro núcleo problemático en la adecuación de la normativa interna a la Convención contra la Tortura está constituido por el incumplimiento del artículo 2 de la misma, que establece, en el número 3, que «[n]o podrá invocarse una orden de un funcionario superior o de una autoridad pública como justificación de la tortura». En contraposición a ella, en nuestro país rige el principio de la obediencia debida, principio rector de la actuación de las Fuerzas Armadas y de Carabineros de Chile (artículos 334 y 335 del Código de Justicia Militar), que supone, en términos generales, la obligación incondicionada de los funcionarios inferiores de cumplir los mandatos -cualquiera que sea éste, aunque sean ilegítimos y ordenen un delito- que provengan de un funcionario superior . Así, el artículo 7 del Reglamento de disciplina de Carabineros de Chile ordena que «el que recibe una orden de un superior competente debe cumplirla sin réplica (…) salvo cuando la orden tienda notoriamente a la perpetración de un delito, en cuyo caso podrá el subalterno suspender el cumplimiento de tal orden o modificarla, según las circunstancias, dando inmediata cuenta al superior. Si éste insistiere en mantener su orden, el subalterno deberá cumplirla en los términos que la disponga, debiendo, sí, confirmarla por escrito». Una norma como esta supone, eventualmente, la obligación de un funcionario inferior de cometer actos de tortura si es reiterada y confirmada por escrito por su superior jerárquico. Sobre esta materia, el Comité contra la Tortura expresó -a título de motivo de preocupación- «[l]a persistencia en los artículos 334 y 335 del Código de Justicia Militar del principio de obediencia debida, pese a las disposiciones que afirman el derecho del inferior a reclamar en relación con órdenes que supongan la comisión de un acto prohibido» (D.6.i). En seguida, recomendó al Estado chileno que «[e]limine el principio de obediencia debida del Código de Justicia Militar, que puede permitir una defensa amparada en las órdenes dictadas por superiores, para adecuarlo al párrafo 3 del artículo 2 de la Convención» (E.7.d).



Estos, entre otros, constituyen los principales problemas de adecuación de la legislación chilena a la Convención contra la tortura, principal instrumento internacional en la materia que obliga al Estado chileno. Se trata, en concreto, de los puntos más problemáticos, aquellos en que la ley chilena no acoge la normativa internacional y, en general, dista mucho de aplicarla de manera efectiva. Con todo, y además de lo anterior, existe respecto de la Convención contra la Tortura y respecto de los demás Tratados Internacionales sobre derechos humanos un problema mayor, derivado de la forma en que el gobierno chileno ha entendido que tales instrumentos internacionales se comportan en relación a la normativa interna. Se trata, en suma, de la fuerza obligatoria de tales tratados, esto es, el problema de cuán obligado -con qué intensidad- se encuentra Chile por tales instrumentos; cuál es, en definitiva, la jerarquía normativa de los tratados sobre derechos humanos en nuestra legislación.



Sobre este punto, el informe presentado por el Estado chileno al Comité contra la Tortura señala que «la Convención contra la Tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, al igual que los demás tratados internacionales de derechos humanos en los que Chile es parte, tiene rango de norma legal, que forma parte del ordenamiento jurídico interno, con el valor especial que le otorga la Constitución Política (…)», agregando que «no existe, sin embargo, una norma del ordenamiento jurídico del país, la cual expresamente determine que, en caso de conflicto de normas, prevalecen las del tratado de derechos humanos».



El problema no es menor. La presentación del gobierno parece olvidar que nuestra Constitución Política ordena expresamente a los órganos del Estado el respeto y promoción del los Derechos Humanos garantizados tanto en la Carta Fundamental como en Tratados Internacionales vinculantes, entre ellos la Convención contra la Tortura. De hecho, asume tal respeto y promoción como límite al ejercicio de la soberanía. Se olvida, en consecuencia, que los Derechos Humanos obligan al Estado con la mayor intensidad posible, como parte de nuestra normativa constitucional. De lo contrario, los derechos de que estamos dotados los particulares perderían la fuerza que hasta ahora, a duras penas, después de varios años de trasgresión, nos ha resguardado de los abusos del poder público.





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Martín Bessio Hernández es abogado del Programa de Justicia Criminal de la Facultad de Derecho Universidad Diego Portales

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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