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El programa


Hace algunos años, un poco más de cinco me parece, en medio de un agitado debate programático en el cual los contertulios lanzaban a la mesa sesudos y complejos razonamientos teóricos y políticos, junto con verdaderas andanadas de propuestas urgentes para la acción gubernativa venidera, casi siempre sazonadas con grandilocuentes advertencias sobre los peligros de no tomarlas debidamente en cuenta, escuché decir a uno de los asistentes, en voz baja pero suficientemente audible para que todos quienes atestábamos la sala pudiéramos enterarnos, que el debate en el cual estábamos seriamente enfrascados no era más que una miserable pérdida de tiempo y energía. Sobre todo tratándose de un lluvioso y frío sábado por la mañana.



A reglón seguido, y cuando todos le mirábamos y escuchábamos atentamente, nos notificó ahora a viva voz y en tono socarrón, sobre que los programas de gobierno no los leía nadie, partiendo por el propio candidato, quien al final de cuentas una vez electo era dueño de hacer lo que mejor le pareciera, entre otras cosas porque para eso mismo había ido elegido y considerando entre otras muchas cosas su mandato suprapartidario. Y que por lo mismo, no era necesario ni prudente proponerse semejante ejercicio, bajo pena adicional de exponerse a amarrar la gestión gubernativa a algún mamotreto inútil, producto del entusiasmo y la pasión política, más no de realismo de lo posible.



Concluyó advirtiéndonos que había además que tomar en cuenta que semejante empresa implicaba el riesgo que algún insensato, de aquellos que nunca faltan, se le ocurriera más tarde exigir el cumplimiento del espíritu y muy especialmente de la letra para entonces imborrable del programa de marras. Recuerdo que la reunión continuó adelante, pero me parece que con mucho menos entusiasmo que antes de escuchar estas palabras, las que muy a nuestro pesar, parecían estar dictadas por lo más rudo del sentido común dominante.



Antes de eso, y en una ocasión parecida, había oído a otro político de alto vuelo afirmar de modo rotundo y lapidario que tal y como la experiencia lo demostraba ampliamente, los programas de gobierno «solo sirven para no cumplirlos». Por lo cual, para zafar del trámite inevitable de producir algún elenco de ideas con miras a la justa electoral, y sobre todo para hacer sentir a los especialistas varios que sus ideas y propuestas serían de algún modo consideradas, estimaba que era menester preparar «alguna cosa más o menos general». Pero sin tomarse demasiado en serio el trámite.



Además, nuestro personaje nos hacía notar, en tono cargado e ironía y malos augurios, que personalmente no terminaba de sorprenderse por el aire experto y declamatorio con que se encaraban a menudo los debates programáticos. Y más todavía, que le causaban risa los desmesurados y a veces virulentos cruces de espadas que se podían presenciar entre los defensores de una y otra tesis sobre el contenido de tal o cual párrafo.



A pesar que, como estaba demostrado hasta la saciedad, prácticamente nunca los que más brillaban en las discusiones programáticas, producían los documentos mas sesudos o se daban maña para colocar sus propias ideas pulcramente redactadas en el texto final, resultaban a la postre elegidos para desempeñar el alto cargo desde el cual sería ejecutado el programa en cuestión, en aquel especifico aspecto en el cual tanto se habían esmerado por aportar.



Sino con toda probabilidad, recordándonos aquel sabio precepto que reza «nadie sabe para quién trabaja», que el elegido sería alguien que no sólo no hubiera participado de modo alguno en las discusiones, sino, además, quizá una persona que no tuviera ni la más remota vinculación profesional o práctica con los asuntos allí tratados.



Un programa de gobierno, decía el caballero, debe ser en primer lugar, y quizá exclusivamente, el producto de lo que resuelvan y dicten el buen saber y entender de los especialistas en imagen y relaciones públicas. Quienes con la oreja pegada siempre al suelo y un ojo auscultando el horizonte, están llamados a determinar que es exactamente lo que se llevará en la próxima temporada electoral. Y que asuntos deben ser descartados de plano como objeto de pronunciamientos o propuestas, sea de modo escrito o insinuado. Por mucho que aquello que deba ser omitido por inoportuno o riesgoso de encarar, refleje un imperativo que convenciera a moros y cristianos y por lo mismo, mereciera quedar consignado como solemne promesa a los potenciales votantes.



Suele ocurrir en política que la sola figura mediática o auténtica del candidato (a), que es el equivalente a la suma aleatoria de su militancia y compromiso político, su trayectoria como servidor público y sus dichos y hechos personales conocidos, consiga trasuntar o nos permita adivinar por sí misma, al menos los contornos más gruesos de un cierto programa de acción a ser ejecutado en caso de resultar electo al cargo que se postula.



O a la inversa, que los mismos datos debidamente colocados en orden e interpretados hábilmente, podrían resultar útiles para imaginarse que es lo que el candidato (a) no haría o propondría hacer por ningún motivo, razón o circunstancia en caso de alzarse con el triunfo. Por ejemplo, subir o bajar los impuestos; gobernar priorizando las expectativas de este sector o de aquel otro; mandarnos sí o no a todos bajo apercibimiento de arresto a la misa dominical, declarar simultáneamente la guerra a nuestros tres vecinos, o cualquier otra chambonada semejante.



Aunque suene un tanto ilusorio en los tiempos que corren y nos pasan por encima, los argumentos en pro de un «no programa» que se siguen escuchando no terminan por convencerme. Como muchos, sigo aferrado a la idea de un programa con todas sus muchas letras y capítulos. Uno que lo abarque todo y no haga consideraciones mezquinas ni se ahorre palabras o asuntos. Uno que razone con nosotros, que explique, que entusiasme y que convoque a su realización. Un programa que aluda a los temas más gruesos sin hacerle el quite a los sensibles y complejos. Que proponga y que convenza. Y sobre todo que sea capaz de situarse en sus objetivos más allá del exiguo periodo presidencial de cuatro años.



Una oferta política en blanco y negro, como solía decirse. Que representa una especie de contrato que se propone a los ciudadanos, cuyas detalladas cláusulas temáticas comprometan en primer lugar al oferente. Y cuyo cumplimiento estricto sea enteramente exigible para cada de una de las personas que adhiera libre y soberanamente a sus términos e ideas de país en el acto del sufragio.



Suponemos que no cabe imaginar razonablemente que el interés que puede llegar a suscitar el mentado programa alcance para que su texto sea voceado en pleno Paseo Ahumada por los vendedores de «la nueva ley». Pero resulta grato tan solo imaginarse una cosa semejante. El compromiso político con el destino de nuestro país como la resultante de un acto verdaderamente informado y conciente expresado en el acto del voto. Qué maravilla.



Cuándo dijo que era la reunión de programa mi amigo. ¿El sábado por la mañana? De ahí somos.



Carlos Parker Almonacid es cientista político.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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