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La isla de los maleantes


I



Hace unos meses tuve un conversación con una estudiante chilena que andaba en una visita de intercambio entre su universidad privada y una prestigiosa escuela de negocios de Filadelfia. Se dio el efecto «chileno en el extranjero», la interacción social entre gente que en Chile no tiene nada en común y cuyos mundos están separados, más que nada por razones de clase. Bicho raro yo para ella, avis rara ella para mí. Derechista, católica educada en las monjas ella, y yo ninguna de las dos cosas. Aritos de perla versus chuletas de talibán. Disfruté hablando con ella, porque era vivaz, inteligente y parecía bien informada.



Hablamos de esto y de lo otro, hasta que la conversación hizo un giro a la política contingente chilena y las elecciones. Ahí sentí ese vértigo de advertencia: «hasta aquí no más llegamos». Mi colega economista me había invitado especialmente a que conociera a los jóvenes chilenos que andaban de visita, y no me iba a poner a discutir. A lo mejor se notó mi reticencia, porque mi interlocutora, sin previo aviso, lanzó un extraño discurso de mea culpa. Dijo que ella pensaba que Chile había tenido «la gran oportunidad para el cambio» hacía seis años, pero que tenía que reconocer que aunque había sido «super doloroso» que ganara Lagos, el hombre lo había hecho fan-táaah-tico. Dijo que su miedo de entonces había sido una exageración, como si estuviera confesando una rotería. Yo hacía girar mi vaso mientras ella daba su discurso de alabanza a Lagos.



Declaró, haciendo una pausa medio dramática, que el miedo que tenía para la elección presidencial de este año era fundado; sentía que esta vez los temores sí se iban a hacer realidad. Le pregunté por qué creía eso. El diálogo ya se había transformado en un baile muy chileno de rodeos, fintas y disimulos. Se confirmó mi sospecha de que el discurso pro-Lagos había sido el preámbulo para referirse a su miedo a Bachelet.



-A ver -dijo, prendiendo un pucho—lo que pasa es que estamos hablando de una mujer dañada, ¿me entiendes?



-No muy bien—le mentí, para ganar tiempo.



Me explicó que «algunos, no todos, pero muchos, de los partidarios de ella» eran unos resentidos, y que eso era entendible, pero que Michelle misma estaba dañada y que eso era irreparable y peligroso. «¿Dañada?» le pregunté, impresionado por la destreza con que suspendía y dejaba caer la palabra, usándola como un yo-yo de artes marciales. «Sí -dijo—por todo lo que tuvo que pasar, estuvo asilada, las cosas en que anduvo, su padre, y todo eso, terrible, en fin, una galla dañada que le puede hacer muy mal al país». Le temblaba un poco la voz y pareció haber envejecido treinta años en el lapso de medio minuto.



Me asombró la naturalidad con que esta joven, a primera vista sensata, reproducía una operación conceptual clásica del pinochetismo. Es decir, la de culpar a las víctimas de los efectos de una represión que, curiosamente, no se duda en negar o justificar. Traté, pero se me hizo imposible seguir dialogando, porque también sentí el peso de treinta años en el alma, y así la conversación se disolvió en naderías corteses. Me fui de ahí esa noche haciéndome la pregunta de si hubiera valido la pena discutir el tema más en profundidad.



II



Después de un tiempo me olvidé de esa conversación, pero se me vino a la memoria hace un par de semanas cuando, mirando las noticias, me di cuenta de que algo le había pasado a Joaquín Lavín. No era solamente el pelo largo, los mofletes caídos, la sonrisa yerma y el cansancio evidente en el semblante jabonado. Hablaba con entusiasmo de místico sobre su fantasía de la isla-cárcel. Los talking points (esas frases de pauta que sus consejeros le pasan de torpedo) le salían con una fuerza que no era de desesperación electoral sino de rabia genuina. No es que hubiera dejado de lado el cálculo político, porque sin eso Lavín dejaría de ser quien es, pero esta arenga se sentía diferente, y tenía un marcado olor a leche agria. La intensidad furibunda de Lavín me recordó la de su correligionario Jovino Novoa. Pero si el Capitán Frío de la UDI todo lo congela con su resentimiento glacial, el candidato, por el contrario, parece exclamar «Ä„llamas, a mí!».



Al exponer su idea, Lavín sabía muy bien que un par de ministros, entre ellos el vocero de gobierno, habían estado presos en una isla. Calculó que si porfiaba con la isla-cárcel, muy luego le iban a hacer la conexión más obvia: Dawson. Por eso siguió dándole, con la amplificación acostumbrada de la prensa y azuzado por las encuestas. Desde La Moneda le dieron en el gusto, recordándole que la idea no era original, y que antes se le había ocurrido a cierto general que tiene pésimos recuerdos de su propio paso por una isla europea.



Dawson no es el único referente real de la idea del candidato UDI; junto con ella está el arquetipo moderno de la isla-cárcel: la clausurada Alcatraz. Allí fueron a dar los presos duros como Al Capone, su más famoso residente, el mafioso que nunca respondió por sus crímenes de sangre, pero que cayó por evasión de impuestos. En algún rincón de la mente de Lavín tal vez se hizo la conexión entre el mafioso de Chicago y ese otro evasor de impuestos llamado Pinochet, y de ahí salió disparada como la bolita de un flipper que está a punto de hacer «tilt». Freud diría que la asociación entre Al Capone y Pinochet activada por la idea de la isla-cárcel descubre un desplazamiento muy revelador. Freud diría que al restaurar Alcatraz, Lavín deja entrever su deseo de deshacerse por fin de su padre político, recluyéndolo en una isla donde ya no moleste a nadie. La emocionalidad febril que resulta de todo esto es tan potente que se puede confundir con ímpetu visionario.



Dejando de lado el sicoanálisis, hay que decir que la idea de la isla-prisión no es original, pero se mantiene vigente porque posee una tremenda fuerza simbólica, avalada tanto por la ficción como por la historia (en esto, no se sabe cuál imita a cuál). No es coincidencia que la literatura esté llena de ellas: la isla mágica de «La tempestad» de Shakespeare, la isla del Castillo d’If del Conde de Montecristo, la Isla del Diablo de Papillon. La isla de Lavín, sin embargo, no proviene de la imaginación literaria, sino más bien de un registro muy preciso de la historia. Lavín Island es Dawson 2, incluso en su ubicación geográfica; queda bastante lejos para impedir escapes y visitas, pero sobre todo para evitar el escrutinio, allá en los mares remotos del sur de Chile, como dijo en el debate de CNN-Canal 13.



No sólo en Chile han funcionado prisiones como la que operó en Dawson. En Argentina está la isla Martín García, en Perú la isla Gorgona, Sakhalin en la antigua Unión Soviética, Robben Island en Sudáfrica. La historia también registra las colonias penales de Con Son en el Vietnam francés y de Andaman en la India británica. La lista es larga y tétrica, y tal vez habría que encabezarla con esa islota, Australia, que el imperio británico llenó de reos rematados, al punto que en ciertos momentos del siglo XIX la población penal era varias veces mayor que la de los inmigrantes libres. Las islas-prisión han sido sitios predilectos de dictaduras y poderes coloniales. Hoy, la mayoría de esos lugares son museos, o balnearios, o simples pedazos inocentes de geografía, lugares de la memoria a lo más.



No es casualidad que la potencia colonial del siglo XXI haya elegido Guantánamo para instalar el sitio de tortura y castigo llamado Campo Rayos-X. Gitmo, como le dicen los milicos gringos, es como una isla dentro de una isla que una vez fue colonia norteamericana. Encima de ese vestigio de poder imperial antiguo, se construye la seudolegalidad soberbia del nuevo imperio. Guantánamo es un espacio extraterritorial donde la ley nacional e internacional llega mareada y sin puntos de orientación, si es que llega. Camp X-Ray ilustra que toda isla-cárcel es una contrautopía, un lugar donde se borran las garantías de los ex ciudadanos, convirtiéndolos en cuerpos prisioneros, en fuerza de trabajo barata, en objeto de disciplina y de castigo.



La mala conciencia de toda mentalidad autoritaria se revela en la predilección por estos espacios aislados donde cesa la territorialidad y, con ella, el imperio de la ley. Digo mala conciencia porque si estuvieran tan seguros de la rectitud moral que los guía no tendrían que recurrir a estos desplazamientos, que cumplen la función de ocultar su vandalismo sistemático de la ley. Tanto al fascista recalcitrante como al más disimulado le atrae la noción de convertir estadios, barcos, e islas en campos de concentración donde meter a delincuentes y disidentes.



Estas islas, reales o figuradas, nunca logran diferenciarse del territorio del cual dependen sino que, por el contrario, son su reflejo. Se convierten en el espejismo de un estado de derecho degradado, la parte desfigurada que define el todo. Dawson, los estadios, la Esmeralda, los regimientos, fueron escenarios concentrados de lo que ocurría o iba a ocurrir a mayor escala en todo Chile, del mismo modo en que los espacios confinados de Kafka son reflejo de la cárcel a puertas abiertas de la sociedad centro-europea de su siglo y del mismo modo en que Camp X-Ray espejea la lógica desquiciada de la doctrina de seguridad interna que G. W. Bush ha puesto a operar en los Estados Unidos.



III



Se entiende el atractivo que tiene una isla-cárcel para Lavín: la idea es hacer desaparecer allí a los indeseables. Uso el término hacer desaparecer en su sentido inocente, pero la alusión más siniestra es automática si se toma en cuenta dónde se afincan las raíces del lavinismo. Si recordamos que Lavín comenzó su ofensiva afirmando que «los delincuentes» votan por Bachelet, queda claro el grado de limpieza que querría hacer y, aunque sea a nivel simbólico, quiénes merecen irse a la isla. Pero con hacer desaparecer uno se puede referir con inocencia al concepto de Lavín como prestidigitador, elaborado por su maquinaria de publicidad: el mago que quiere cambiar un país por otro. Lavín, el ilusionista que está dispuesto a transformarse hasta a sí mismo dejándose crecer un poco el pelo y vociferando ante las cámaras.



Antes hizo aparecer playas y nieve donde nunca las hubo. Se sacó de la manga botones mágicos y guardias disfrazados como en las historietas de Walt Disney. Inventó un plan en que los cesantes eran extras de una película en la que hacían como que encontraban trabajo. De su bolsillo han brotado por arte de magia manojos de llaves y carnets perforados de bala. Con sus artilugios mediáticos, Lavín ha sido en efecto capaz de transformar tanto la política como el sentimiento cívico, reduciéndolos a la banalidad de un gesto y a lo efímero de sus eslogans desechables. En esta campaña, mantuvo a raya estos aspectos esenciales de su persona pública mientras pudo, pero en la hora de la desesperación, recurre a ellos para resaltar el paternalismo moralizante que emana de su visión de país: un Chile ordenado según los preceptos del Opus Dei, pero disfrazado de Patolandia, con isla de los Chicos Malos incluída.



Epílogo



Observando las gesticulaciones de Lavín, es evidente que estamos en presencia de un hombre traumatizado por el fracaso de su sueño de convertirse en presidente de Chile, después de haber estado tan cerca.



Me pregunto si la estudiante de la escuela de negocios que mencioné al principio se dará cuenta, a estas alturas de la campaña, de que si alguien está dañado en esta historia, es el candidato de la UDI.



El contraste no puede ser mayor entre él y Michelle Bachelet, cuyas vivencias personales, lejos de dañarla, le han dado las cualidades de madurez política y empatía que el electorado percibe y aprecia sin necesidad de aspavientos mediáticos. La experiencia cercana de la muerte, la tortura y el exilio, junto con el trabajo profesional y político que emprendió al regresar a Chile, le dan a Bachelet un peso específico que Lavín simplemente no puede emular. Por otra parte, la liviandad emocional, intelectual y política es el precio que el autor de La revolución silenciosa tiene que pagar, en cierto modo, al haber optado por la comodidad cómplice de su vida como parte del aparato dictatorial de Pinochet.



Bachelet, por su parte, encarna tanto las virtudes como los defectos del variado, profundo y continuo trabajo de autocrítica que comenzó la totalidad de la izquierda chilena, sin excepciones, después del golpe de estado. El liderazgo imbatible de la candidata, la popularidad póstuma de Gladys Marín y -en grado relativo—el auge de la figura de Tomás Hirsch luego de su desempeño en el debate CNN-Canal 13, son señales de la valoración por parte de la ciudadanía de la riqueza humana, la consecuencia reflexiva y la capacidad de renovación de la izquierda en general, en contraste con el espectáculo general de dogmatismo, resentimiento, populismo, o ambición personal que presenta la derecha, con algunas excepciones.



Lo que me hubiera gustado responderle a mi interlocutora de esa noche, si hubiera tenido la calma suficiente, es que del daño causado por la dictadura han emergido líderes izquierdistas íntegros y respetados, mientras que los verdaderos dañados son gente como Joaquín Lavín y tantos otros que se beneficiaron directa o indirectamente de los crímenes y la corrupción del régimen de Pinochet.



Lo bueno es que en esta historia hay final feliz: a fin de año el eterno candidato podrá ir a recuperarse a una playa tropical, a lo mejor en alguna isla que en tiempos malos fue colonia penal y que hoy es espléndido balneario.



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Roberto Castillo Sandoval, escritor chileno radicado en Estados Unidos. http://noticiassecretas.blogspot.com


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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