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Transantigo: Adiós a la democracia


Ya hemos comenzado a vivir otra secuencia in crescendo de episodios críticos en materia ambiental en la Región Metropolitana. Es sabido también que el fin de semana que viene llegaría lo peor. La situación proviene de las actuales crisis del transporte capitalino y del desabastecimiento eléctrico, frutos de la falta de visión de Estado y el sesgo economicista de los gobiernos de Frei y Lagos, que han significado una marca atrás para la descontaminación de la ciudad y la calidad de los servicios de utilidad pública.



Por estos días, el gobierno de la Presidenta Bachelet se mueve en un estrechísimo margen de acción, lo que significa mayor peligro de impactos socio-ambientales a causa de la presión por visar rápidamente proyectos de inversión privada en materia energética, y -respecto del transporte capitalino- por negarse a asumir el costo de corregir de raíz lo mal hecho y cambiar el sesgo tecnocrático del Transantiago, opción con la que el gobierno de Lagos privilegió más al negocio de los privados que la calidad del servicio de los ciudadanos, con el consecuente perjuicio sobre la salud, la calidad de vida y la convivencia de los que viven en Santiago.



Tristemente, la aprobación de más de 152 mil 250 millones de pesos (US$ 290 millones) para Transantiago, propuesto por el Ejecutivo y aprobado a regañadientes y con negociaciones varias por el Senado, implica salvar sólo de momento una situación social crítica y consolidar un enfoque tecnocrático y erróneo, que pretende resolver una mala ecuación de utilidades privadas y servicio público.



Pero los que propusieron este parche pecan de inmediatistas, pues se trata de una solución coyuntural al problema del costo del pasaje y sobre todo a la compra de nuevos contratos, sin garantía de mejores recorridos, frecuencias más seguras y convenientes.



Lo malo es que, a pesar de los sufrimientos diurnos y nocturnos de la población, la clase política evade el debate de fondo sobre la responsabilidad del Estado en el transporte público, y opta por disfrazar dicha responsabilidad al afirmar sólo de momento un sistema que no se sostiene. Así, los operadores de buses esperan en comodidad las propuestas del Ministerio de Transportes para rehacer contratos, a fin de embolsar nuevas e inesperadas utilidades y ventajas o, en caso de disconformidad, reclamar indemnizaciones. Pero en la contraparte, ¿quién representa a los usuarios del transporte y a los millones de chilenos que pasan a subsidiar a los operadores del Transantiago?



Hubiera sido política y materialmente correcto poner esos fondos, siempre que se tomara el control financiero del Transantiago, a fin de resguardar la plata fiscal, asegurar el servicio público, y dejar sólo la gestión a los operadores privados. Pero ¿por qué el Estado teme tanto responder por los servicios públicos, aunque de hecho los esté financiando? ¿Por qué subsidiar nuevamente fracasos privados sin tomar mayor control? ¿Acaso hay pretensiones de repetir el escandaloso subsidio a la banca privada en crisis en 1982, lo que hasta hoy el país no ha terminado de recuperar?



La idea de algunos senadores de tomar el «control público» del transporte y mantener la operación privada era sin duda la más adecuada. Así sucede cuando una empresa está en apuros y otro actor económico acude a financiar. ¿Por qué en este caso no se aplica la doctrina económica en boga?



Este doble estándar, avalado por el gobierno y la Alianza por Chile, es de lamentar, y sólo evidencia el déficit democrático en nuestro país. El resultado de esta nueva incoherencia está por verse.



La Región Metropolitana está por cobijar a 6 millones 700 mil habitantes, y la expansión urbana continúa empujada por la especulación inmobiliaria y una incongruente política pública. Ahora que palpamos la creciente contaminación atmosférica que nos tendrá ahogados el fin de semana, es apremiante mejorar el transporte público.



Contradiciendo su promesa, el Transantiago no ha motivado el uso del transporte público, sino multiplicó los viajes en autos nuevos y viejos. Así, la ciudad sigue convertida en un centro de experimentación de diseños tecnocráticos. Y los conejillos de indias, o sea las mayorías que esperan en los paraderos, son los que financian con sus impuestos este modelo.





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Sara Larraín. Programa Chile Sustentable

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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