Si esta reforma no se produce, esta crisis se asemejará a la triste “década perdida”, que exigió a nuestro país 24 años para recuperar sus niveles de cohesión social.
Por Álvaro Ramis*
La debacle financiera internacional ha obligado a poner en discusión la posibilidad de un nuevo pacto fiscal en Chile. Es un debate que llegó para quedarse y continuará durante todo el año electoral 2009. ¿Por qué ahora? Porque el diseño de una sistema tributario no se reduce a la pregunta por la recaudación necesaria para financiar un programa de gobierno. Tiene que ver con la posibilidad de disminuir las brechas de inequidad que se instalan en una sociedad y con los estímulos o restricciones que se desea privilegiar a nivel social, laboral y ambiental.
Con demasiada insistencia se ha afirmado que nuestro Estado está hoy mejor preparado para enfrentar la crisis que en otras ocasiones, debido a que en los años anteriores a la crisis el precio de los commodities que exportamos llegó a niveles extraordinarios. Pero la pregunta clave es si las personas están mejor preparadas para hacer frente a estas circunstancias. Y la respuesta claramente es negativa. Si bien las políticas sociales de los años recientes han permitido disminuir la pobreza estadística de forma significativa, no han logrado reducir la vulnerabilidad de amplias franjas de población que ante un escenario de adversidad económica pueden retroceder a situaciones ya superadas. Ante esta situación es necesario identificar los efectos diferenciados de la crisis internacional, que pueden radicar finalmente en sectores invisibilizados para el mercado y para el Estado.
La clave de esta vulnerabilidad de la ciudadanía radica en los límites de las políticas de transferencia de renta condicionada (como Chile Solidario y otros) que explican los éxitos en la disminución de la pobreza medida como renta. Si bien hay amplio consenso en que su implementación constituye un logro humanitario, con impactos positivos sobre la educación y la salud, también hay conciencia creciente de sus limitaciones a la hora de reducir las desigualdades estructurales y consolidar una red de derechos garantizados que permita pasar de un modelo de protección básica a uno de seguridad social. Por ejemplo, la CEPAL ha planteado hace poco que «aunque en Chile el ingreso per cápita casi se duplicó entre 1990 y 2007, el ingreso autónomo del 20% más rico de la población supera en más de trece veces al del 20% más pobre». A pesar de los avances, en Chile permanece intacto el “casillero vacío” al que se refería Fernando Fajnzylber en los ochenta, en referencia a un modelo que permita crecimiento económico y a la vez una justa y equitativa distribución de la riqueza. Éste es el verdadero desafío al que deberían responder las políticas sociales del nuevo período.
Para llenar este casillero, avanzando desde un estado protector hacia un enfoque de derechos universales y exigibles, es indispensable construir un nuevo pacto fiscal, sobre la base de reformas tributarias progresivas que reviertan la paradoja nacional, que radica en el índice Gini, que mide la desigualdad, es más alto luego de la recaudación de impuestos que antes de su aplicación. Esta constatación sugiere que nuestro sistema tributario es uno de los factores que contribuye a mantener el cuadro de distribución desigual de la renta y, por lo tanto, de la pobreza y la indigencia. Nuestra estructura tributaria está sustentada principalmente en impuestos indirectos de carácter regresivo, lo que obliga a discutir tanto sobre el nivel de la carga tributaria como la composición de la misma, ya que ambos elementos tienen efectos distributivos.
En América Latina no abundan ejemplos a la hora de analizar cambios en esta materia. Sin embargo el gobierno del Frente Amplio Uruguayo puede exhibir como uno de sus logros más contundentes el haber implementado desde 2006 una reforma tributaria progresiva, que junto con disminuir el IVA y algunos impuestos indirectos, instaló un Impuesto a la Renta de las Personas Físicas que descansa en un 80% sobre el veintil de mayores ingresos de la población. La experiencia uruguaya nos muestra que las reformas tributarias no son un espejismo ni un objetivo imposible y además nos plantea un modelo de estructura impositiva que permite combinar equidad, eficiencia y estímulo a la inversión productiva.
Si logramos que el próximo gobierno negocie un nuevo pacto fiscal podremos estar seguros que la ciudadanía y no sólo el Estado habrá logrado un avance sustantivo en la consolidación de sus conquistas democráticas y se podrá hablar de la crisis financiera del 2008-2009 como un momento de transformación productiva de nuestra sociedad. Si esta reforma no se produce, esta crisis se asemejará a la triste “década perdida”, que exigió a nuestro país 24 años para recuperar sus niveles de cohesión social. Situación que puede coincidir con un proceso de involución y derechización del panorama electoral.
*Álvaro Ramis es Presidente Asociación Chilena de ONGs ACCIÓN.