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El color político de los Derechos Humanos

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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Problemas tan graves como los abusos policiales, ciertos obstáculos a la libertad de expresión o la insatisfacción de derechos sociales, culturales y económicos, que todavía afectan a muchos chilenos después de casi veinte años de democracia, también incumbe a esta clase de derechos y…


Eduardo Saavedra Díaz*

En Chile, cada vez que reaparece el controvertido tema de los derechos humanos, no falta quien dice que estos derechos «no tienen color político». Que como se trata de unos preceptos de alcance universal, cuyos destinatarios son todos los seres humanos, sin importar su nacionalidad, raza, creencia religiosa o ideas políticas, es un error identificarlos únicamente con los casos de crímenes de lesa humanidad perpetrados por la dictadura militar en contra de militantes y adherentes de partidos y grupos de izquierda.

Es cierto que la universalidad de estos derechos no permite circunscribirlos a un determinado período histórico. Problemas tan graves como los abusos policiales, ciertos obstáculos a la libertad de expresión o la insatisfacción de derechos sociales, culturales y económicos, que todavía afectan a muchos chilenos después de casi veinte años de democracia, también incumbe a esta clase de derechos y se originaron mucho tiempo antes del golpe de Estado. En suma, derechos humanos no significa «llorar la dictadura».

También es cierto que la comunidad internacional no diseñó un sistema de protección de derechos humanos con miras a poner en práctica una ideología o construir un modelo de organización social, sino con el propósito de combatir ciertos males que no solamente ocurren en Chile ni los sufre únicamente la gente de izquierdas. La tortura, la censura, las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, la discriminación arbitraria, la extrema pobreza o el desconocimiento cultural son males universales que los han padecido y los padecen personas de distintas ideas y creencias en distintos lugares del planeta, y cuya responsabilidad, sea por acción u omisión, corresponde a los respectivos Estados, porque son éstos quienes se comprometen por medio del derecho internacional a respetar y proteger los derechos fundamentales, así como buscar el modo más racional de superar estos dramas, sea por la vía jurisdiccional o por el camino de la negociación política.

En otros términos, las violaciones a los derechos humanos son independientes de la visión de mundo que sostenga el gobierno que las perpetra o los gobernados que las padecen. En este sentido, una democracia liberal es tan proclive a cometer atentados en contra de esta clase de derechos como la más infame de las dictaduras, y las víctimas de los mismos pueden ser no solamente unos manifestantes pacifistas de pensamiento «políticamente correcto», sino también los más infames terroristas de creencias fanáticas. ¿O acaso un número importante de yihadistas musulmanes acusados de terrorismo no fueron objeto de humillantes torturas en el marco de una «guerra preventiva» declarada por Estados liberales y democráticos?

Sin embargo, una cosa es la política entendida como arte de gobernar y otra muy distinta es la finalidad que a dicho arte deseamos darle. Si el objetivo de la política sólo consiste en la puesta en práctica de una ideología o modelo de organización social, proyectado en función de una determinada visión de mundo o verdad que pretende darse por establecida, es lógicamente imposible que los derechos humanos tengan o puedan tener color político.

La construcción de una sola gran forma de vida, a la que deben ajustarse todos los individuos y grupos más allá de cualquier diferencia que pueda existir entre ellos, depende fundamentalmente de la conquista y el despliegue del poder estatal, no de la creación y el ejercicio de los derechos de las personas. Porque cuanto mayor sea la exigencia de homogeneidad que el modelo proyecte, mayor es el poder que necesita para constituirse, y por ende, menor el campo de acción de los gobernados para ejercer sus derechos.

Además, las buenas razones para institucionalizar los derechos fundamentales, como nos lo recuerda Norberto Bobbio, no emanan de la autoridad estatal, sino de las preferencias o necesidades de los propios gobernados, y una vez que tales preferencias o necesidades cuentan con el reconocimiento activo del cuerpo social, se transforman en aspiraciones sociales que reivindican al poder político su validación como derecho, la mayoría de las veces en una tensa lucha contra el chantaje de los más poderosos o las costumbres opresivas impuestas por una élite, incluso en la más plena democracia.

Antes de ser un reconocimiento constitucional o internacional, los derechos humanos son conquistas sociales. En consecuencia, mal podrían éstos serles útiles a una ideología o modelo de vida social que aspira conducir el Estado, menos aún si tal dirección exige la supresión o restricción de uno o más derechos fundamentales, sea de manera justificada o arbitraria.

En suma, desde una concepción puramente ideológica de la política, los derechos humanos no tienen color político porque son incompatibles con esa forma de entender la política.

En cambio, si la política, junto con proyectar un modelo de vida social, busca también el pluralismo, entendido como valoración positiva de las distintas experiencias o formas de vida, esto es la diversidad enfocada como un bien y no como un mal, los derechos humanos sí tienen color político.

Desde una perspectiva pluralista, la política es un compromiso ético de tolerancia y paz social, cuyo diálogo implica -como señala Isaiah Berlin- empatía o esfuerzo de comprender al otro: por qué el otro piensa como piensa, o por qué el otro vive de la manera en que vive, y así buscar puntos de apoyo para que los distintos individuos y grupos humanos puedan convivir -o al menos coexistir- pacíficamente, manteniendo cada uno de ellos la opción de seguir siendo diferente de los demás.

Esto de ningún modo quiere decir que la convivencia o coexistencia pacífica exija que cada uno de nosotros deba sustraerse de su propia visión de mundo o ideología, como erróneamente sostienen los liberales clásicos. No, las buenas razones para institucionalizar un derecho corresponden a lo que en un momento histórico determinado se juzga trascendental para toda la sociedad, con todos los arraigos culturales e intereses particulares que esas buenas razones implican, y no a partir de un «pacto social», «velo de la ignorancia» u otra ficción de imparcialidad. ¿O acaso la burguesía de la Europa del siglo XVIII abogó por la libertad de expresión sustrayéndose del interés comercial que le reportaba el negocio de la imprenta?

Tampoco significa, como advierte John Gray, que todos los modos de vida sean válidos: pluralismo no es sinónimo de relativismo. Una forma de vida que se nutre de la institucionalización de la tortura, por ejemplo, impide toda posibilidad de diálogo y, por ello, debe ser excluida, no como expresión de una idea, por cierto, sino como acción realizada o que pretenda realizarse. El pluralismo tampoco es sinónimo de maccarthismo.

En consecuencia, allí donde el arte de gobernar se proyecta como «arte de convivir», según las palabras de Octavio Paz, los derechos humanos son de la esencia de la vida política, y aún cuando no todos los partidos y grupos se comprometan en los mismos términos a respetar y proteger tales derechos para cuando accedan al poder, todos sus militantes y adherentes cuentan, sin embargo, con el mismo respeto y protección en su calidad de seres humanos.

Por lo tanto, no es que estos derechos no tengan color político, como sentencia el pensamiento políticamente correcto. El color político de los derechos humanos supone, precisamente, un «modus vivendi» entre diferentes modos de vida, sean individuales o colectivos, donde todos los colores políticos tienen derechos humanos y el mismo derecho de crear conciencia en la sociedad y exigir que se haga justicia cuando son vulnerados.

*Eduardo Saavedra es Abogado. Alumno de Magíster en Derecho Constitucional y Derechos Humanos, Universidad de Talca.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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