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El escritor oculto: la versión del fantasma


La vida es un caos sin sentido. Las historias son construcciones artificiales que producen la ilusión de un sentido en las vidas de las personas.

Vamos al cine, me parece, por dos grandes razones: para creer que existe un orden o para recordar que no existe un orden.

En esa esquina, Spielberg, Kurosawa y Almodóvar. En esta otra esquina, Cassavettes, Wong Kar Wai y Takashi Miike.

En el medio, un montón de artesanos tibios y muy profesionales.

Hay un momento de nuestra infancia en que odiamos a nuestros padres. Lo hacemos porque algo –un juego estúpido, el insulto de un compañero, el desprecio de una chica- nos hace atisbar la verdad oculta detrás de las mentiras de rigor que todo padre responsable debe contarle a su hijo para mantener el respeto y la disciplina.

El Cuco, el Viejo Pascuero, la importancia de decir siempre la verdad, la bondad básica de la gente, los buenos que siempre ganan, etc.

Roman Polanski aprendió a muy temprana edad que las mentiras familiares eran no sólo absurdas, sino peligrosas. Roman Polanski –polaco de origen judío- quizás aprendió esa lección el día que soldados alemanes le cogieron y le usaron de blanco para jugar una versión de Guillermo Tell con rifles de asalto.

O quizás la terminó de entender meses después, cuando la mitad de sus vecinos eran humo sobre las chimeneas nazis o cuando tuvo que luchar con sus amigos a puñetazos por un paquete de comida lanzado desde un tanque norteamericano.

Y, quién sabe, la revelación tal vez le vino dos décadas después, cuando su mujer embarazada (una actriz llamada Sharon Tate) fue masacrada por una banda de hippies descerebrados a cargo de un tal Charles Manson.

Quizás entonces Roman Polanski entendió algo que se llama el sinsentido de la vida.

Sin embargo, si la revelación no ocurrió ahí, tiene que haber venido por fuerza pocos años después, cuando se confesó culpable de haber tenido relaciones sexuales con una menor de edad, y el circo mediático alrededor del juicio le obligó a huir de Estados Unidos y a volverse un director exiliado que hizo el resto de su carrera en Europa.

Este no es un post sobre juicios morales. Este es un post sobre Polanski, cuyas películas –incluso las menos logradas- siempre han girado en torno a la dificultad de ejercer un juicio sobre las acciones de cualquier ser humano.

Tal vez no haya explicación para la maldad gratuita. Pero –Polanski nos dice- tampoco hay explicación razonable para la caridad gratuita y esa es una pregunta abierta igual de aterradora, como entiende al final de su peripecia el héroe de El Pianista.

La nueva cinta de Polanski en Chile se llama El Escritor Oculto. Es un thriller de género y no está a la altura de sus grandes obras maestras, como Chinatown o Perversa Luna de Hiel. Es un trabajo comercial, pero facturado por un maestro.

Esta es una obra menor en manos de un artista real. Para decirlo de una manera menos amable, si Inception es un elefante ambicioso en manos de un autor menor como Nolan, El Escritor Oculto es un delicado animalito criado y entrenado por un cineasta de las ligas mayores.

Digan lo que quieran, no da lo mismo ver esta película en cine que en DVD. Hay una conciencia de la pantalla grande en cada uno de sus planos que corresponde a un director formado en la vieja escuela.

(A veces no está mal volver a la vieja escuela. Volver a los directores que de veras vivieron una guerra mundial, en vez de aquellos que, como Michael Bay o Spielberg, sólo la conocieron por las películas).

Polanski sabe lo que es la ambigüedad moral y se nota. Sabe lo que es tomar un guión tan corriente como el de El Escritor Oculto (conspiraciones políticas y secretos bajo la alfombra) y convertirlo gracias al montaje, las actuaciones y la fotografía, en una fábula sobre la inestabilidad que todos negamos.

Si me hubiera tocado reseñar esta película en un diario, habría dicho que es un espléndido divertimento en manos de un artista como quedan pocos. Divertimento: palabra de raíz italiana que muchos usan sin saber que su origen primigenio –antes que la ópera comenzara a usarla- viene de la Edad Media, cuando los divertimentos eran los números de circo que la plebe presenciaba entre las ejecuciones que usaba la Inquisición.

“Digan lo que quieran del viejo catolicismo”, escribió Umberto Eco “ellos sí sabían cómo montar un espectáculo. Habían aprendido de los romanos”.

Eco –italiano culto de clase burguesa formado en los años sesenta- no necesita explicar que se refiere a los mismos romanos que alimentaban leones con cristianos en el Coliseo. Simplemente asume que sus lectores saben a qué se refiere.

En El Escritor Oculto hay muchas cosas que se asumen. Se asume que todos conocemos las referencias contingentes a figuras como Tony Blair y Condoleeza Rice, o que cualquier espectador entiende que el seudoexilio en suelo norteamericano del personaje de Pierce Brosnan es una imagen paródica del exilio de Polanski, que justamente no podrá volver a pisar suelo norteamericano en su vida a menos que quiera ir a la cárcel.

Suelo norteamericano. Una ficción que en la película –que transcurre en una isla muy similar al Faro de Bergman– está apenas representada por un par de guardias en una garita y un transbordador que Ewan McGregor mira en una escena detrás de unos barrotes que le hacen prisionero de su propia libertad y de su propia obsesión por saber la verdad de la intriga, un homenaje a Hitchcock certero y elegante como pocos en la última década.

Elegante. Cada vez usamos menos ese adjetivo para referirnos a un filme. Las películas son increíbles, alucinantes, impactantes, feroces, brutales, notables.

De vez en cuando tiene que venir un viejo maestro a golpear la mesa y recordarnos cómo es el cine cuando se concentra en contar una historia y dejar que un plano permanezca más de cinco segundos en pantalla.

Me encantó El Escritor Oculto. Por su cinismo, su madurez emotiva y su capacidad de no perder de vista que la historia contada es material de cine B, simple matiné para adultos.

Polanski me despertó la nostalgia por ese cine lluvioso, nocturno y ambiguo que hoy día casi no se encuentra.

Sí, es un trabajo mercenario. Sí, es una película menor. Y sin embargo, qué placer dejarse llevar por su intriga, por la figura ambigua de una Olivia Williams más grande que la vida y un Ewan McGregor redimiéndose de sus coqueteos con George Lucas y su imagen de chico lindo.

Qué gustazo reencontrarse con Pierce Brosnan y recordar por qué fue uno de los mejores James Bond de la historia.

Qué gran momento cuando Brosnan mira el pendrive que Kim Catrall sostiene en su mano y dice (con el desprecio infinito de quien sabe que la tecnología no es más que un juego de niños que todavía no conocen el sexo):

“¿Todo mi libro está ahí, en esa cosita?”

Háganse un favor. Vean El Escritor Oculto y quítense por un rato la costra torturada de Inception y la rimbombancia calvinista de La Cinta Blanca. He aquí el trabajo de un director que ha visto el mal de cerca y ha entendido que el cine de verdad no necesita confundir ni sermonear.

(Original de Somosblogs.cl)

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