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A dónde va la crisis del Medio Oriente

Es ingenuo pensar que la causa profunda de la rebelión ciudadana en los países árabes tiene solo fundamentos en la obtención de libertades civiles. Si bien ello es un combustible esencial, parte sustancial de la ira social es un estallido por las condiciones de pobreza y la marginalidad de la población.


Es ingenuo pensar que la causa profunda de la rebelión ciudadana en los países árabes tiene solo fundamentos en la obtención de libertades civiles. Si bien ello es un combustible esencial, parte sustancial de la ira social es un estallido por las condiciones de pobreza y la marginalidad de la población.

El alza creciente en los precios de los alimentos fue un ingrediente tan larvado como explosivo en las protestas surgidas en Túnez y Egipto, además de los abusos policiales. Ello es igual en todos los países árabes.

Para Jeffrey Sachs, director del Earth Institute en la Universidad de Columbia, Estados Unidos, las protestas muestran la inestabilidad endémica de los Estados pobres que no podrá solucionarse a menos “que se busque resolver una crisis alimentaria mundial”.

Los precios internacionales de los alimentos según la Agencia de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, FAO, entre ellos el trigo, experimentaron  niveles récord en enero de 2011, afectando la economía de la gente más pobre.

Por ello, según Sachs, la situación no se trata solo de religión y política, sino de condiciones sociales objetivas que favorecen la influencia de grupos radicales como los Hermanos Musulmanes.

[cita]La situación no se trata solo de religión y política, sino de condiciones sociales objetivas que favorecen la influencia de grupos radicales como los Hermanos Musulmanes[/cita]

La percepción de que estamos frente a un hecho límite arranca del diagnóstico crudo de la situación social en el mundo árabe, que va  más allá de una crisis del régimen autocrático de privilegios y represión en que devino el viejo nacionalismo militar árabe de los años sesenta del siglo pasado.

El Informe de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD, del año 2009 contiene un diagnóstico descarnado de la inseguridad humana del mundo árabe.

La tasa de desempleo, con datos de 2005, es del 14.5 por ciento de la fuerza de trabajo, con tendencia permanente al aumento y una enorme disparidad regional. Si se cruzan esos datos con la tasa de crecimiento poblacional, para el año 2020 los países árabes requerirán de 51 millones de nuevos puestos de trabajo que no tienen como proporcionar en las actuales condiciones.

El mayor número de desempleados corresponde a los jóvenes, que en Argelia alcanzaba al 46% el año 2006, y tiene una tasa promedio del doble a la del resto del mundo en los países árabes.

En materia de pobreza, con los indicadores internacionales básicos, unos 35 millones de árabes viven en la extrema pobreza. Y aunque dos dólares diarios no son precisamente una métrica brillante para medir pobreza, usándola esta llega al 30% en Líbano y Siria, al 41% en Egipto y casi al 60% en Yemen.

Tal situación de pobreza impacta de manera brutal en la calidad de vida de la población, en su seguridad, salud, educación, y por supuesto en su capacidad para captar oportunidades o sus expectativas.

Ello ha erosionado la legitimidad que alguna vez tuvieron los gobiernos, provocando desde hace tiempo hechos que no informan los medios de prensa. Entre ellos una fuerte actividad sindical pese a los controles gubernamentales, entre la que destaca las impulsadas por el Centro de Servicios para  Sindicatos y Trabajadores (CTUWS) de El Cairo, una ONG que se ha erigido en el referente orgánico del sindicalismo independiente de Egipto y con fuerte incidencia en la caída de Mubarak.

Sin embargo, las condiciones mismas creadas por la represión sistemática de las disidencias o protestas ciudadanas, hace que no exista una organización política o civil capaz de hegemonizar o conducir las protestas. Estas quedan al arbitrio de las emociones y la ira, terreno en el cual los jugadores políticos tradicionales, entre ellos la veta religiosa musulmana o la fuerza militar, aparezcan como los únicos con capacidad política para ordenar el proceso.

Es verdad que el nacionalismo militar árabe de los años sesenta, impulsor de múltiples iniciativas de laicización de la sociedad, cumplió a cabalidad su papel de recuperación de identidad nacional y autoestima cultural, pero no construyó instituciones sólidas ni dio paso a regimenes políticos de impronta democrática. Más aún, algunos de ellos montados en el poder de las armas, la tradición cultural y la bonanza económica del petróleo, terminaron en satrapías y dictaduras muy lejanas de la modernidad que pregonaban. Ese es su límite.

Hasta ahora, las grandes potencias se han omitido respecto de la falta de libertades y de la pobreza, por intereses de hidrocarburos. Nunca exhibieron mayor preocupación por los temas redistributivos ni los problemas sociales, excepto si los afectaba desde el punto de vista migratorio.

Europa y Estados Unidos aspiran a transiciones ordenadas, pero existe un grado de volatilidad social y política muy grande, pues la fisura social está al límite, al punto que se atrevió a desafiar, a pecho descubierto, a regímenes dictatoriales que no temen disparar a mansalva a los manifestantes.

Ahora que la crisis ahoga a Libia, décimo segundo gran exportador de hidrocarburos en el mundo, la situación parece tomar un cariz de mayor complejidad estratégica para ellos, preocupados básicamente de los suministros internacionales de crudo. El precio del petróleo se ubica en sus niveles más altos en dos años y las Bolsas del mundo evolucionan a baja.

En Israel piensan que esta “intifada” no tiene relación ni con ellos ni con sus problemas con el Estado Palestino. Sin embargo es la hora de la globalización y los ambientes de crisis se nutren de todos los problemas, sobre todo cuando el escenario lo domina la incertidumbre.

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