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Bicis y veredas: una mala mezcla

Las veredas conforman, en efecto, un moderno babel que todo lo acoge, lo mezcla y lo dinamiza. Son máquinas de rutinas ciudadanas, pero máquinas mucho más frágiles de lo que parecen. Un elemento, desde luego, que las degrada severamente es la velocidad de los artilugios mecánicos.


Me entero de que existe  alguna propuesta parlamentaria para legalizar la circulación de bicicletas por las veredas urbanas. Para los peatones, al menos los santiaguinos, esta noticia no es una sorpresa: desde hace algo más de dos años  han venido sufriendo  la invasión creciente  de los ciclistas en su ya estrechado territorio. No es consuelo que la medida se anuncie solo como temporal hasta que se construyan las tan postergadas ciclovías. Estos “hasta que” o “mientras tanto” hechos a costa de los más débiles (de los peatones en este caso) tienen cara de muy larga  duración. De todas formas,  con o sin ley, la infausta mezcla de bicis y veredas ya está funcionando y  el daño de este grave atentado aumenta silenciosamente día a día.

Las veredas son uno de los pocos espacios de  libertad y espontaneidad de movimientos de que los ciudadanos disponen en la urbe moderna. Son   lugares imprescindibles para quienes hacen de sus pies el instrumento habitual  en sus  traslados  y  paseos.  En  ellas cualquier persona disfruta del derecho a estar, a caminar y a curiosear a su manera. No hay normas previas, a no ser las generales de la buena crianza.

Las veredas se despliegan como   escenarios plenamente abiertos a la peculiaridad de los vecinos.  Por eso las transitan  gentes de toda edad  y  todo estilo: una jubilada con su mascota,  un ciego con su  perro guía, una octogenaria ansiosa de aire libre,   una pareja con sus  niños, oficinistas urgidas por la hora, un grupo de jóvenes celebrando… Existe un especial mérito de inclusividad y de positiva convivencia en  este feliz trajín de diversidades.

[cita]Las veredas conforman, en efecto, un moderno babel que todo lo acoge, lo mezcla y lo dinamiza. Son máquinas de rutinas ciudadanas, pero  máquinas mucho más frágiles de lo que parecen. Un elemento, desde luego, que las degrada severamente es la velocidad de los artilugios mecánicos.[/cita]

Las veredas conforman, en efecto, un moderno babel que todo lo acoge, lo mezcla y lo dinamiza. Son máquinas de rutinas ciudadanas, pero  máquinas mucho más frágiles de lo que parecen. Un elemento, desde luego, que las degrada severamente es la velocidad de los artilugios mecánicos. Así, en cuanto  hay  bicicletas que invaden a  quince o veinte kilómetros por hora (a veces más)   estos recintos  exentos, se descompone el difícil equilibrio logrado a través de una ancha historia de prácticas convivenciales. Entonces se rompe un implícito pacto social  largamente macerado y se dilapida una tradición esencial  del suceder urbano, según la cual hay que respetar  algunas zonas para que reine en ellas sin interferencias la democrática  velocidad de los cuerpos.

El resultado  de esta irrupción ciclística  es que se pierde – y a corto plazo- un necesario  lugar al aire libre  en que se convive y se transita sin  presión  vehicular.  Desde luego, si esa presión se instala, entonces la octogenaria se lo  pensará muy bien  antes de salir a la calle, lo mismo que el ciego con su guía, los papás con los hijos o la jubilada con su mascota y así otros muchos.  Se producirá -se está produciendo ya- la exclusión incruenta   de los más vulnerables, expulsados discretamente de la tranquilidad de su último territorio público.

La bicicleta, como vehículo ligero y no contaminante, es una bendición para nuestras ciudades, tanto que en el mundo actual constituye un símbolo de una actitud progresista y respetuosa. Su desarrollo convoca a una tarea fundamental en que tienen que participar políticos, urbanistas, asociaciones civiles interesadas. Las ciclovías, en efecto, no caen del cielo, ni tampoco  la actitud social positiva respecto al ciclista y a su máquina.  Por eso son  tan meritorias las iniciativas para crear opinión a favor de las ventajas sociales y urbanísticas del uso de las bicis y de sus carriles propios.

Pero, ante las dificultades, no se puede tomar el atajo fácil. Trasladar las bicicletas a las veredas por la presión  de los automovilistas o por la lentitud de la construcción de las ciclovías es cortar impunemente el hilo por lo más delgado. Significa además endosar el problema a los únicos que no merecen ni pueden padecerlo. Las veredas operan en las ciudades modernas  como zonas libres de cualquier vehículo (la única excepción, que confirma la regla, son las sillas de ruedas), donde pueden sentirse cómodos todos los habitantes, sean niños o viejos, gente en plena forma o que sufren dificultades sensoriales o motrices, sean  crónicas o transitorias.

La nueva situación trae un pleito. Si los ciclistas se han quejado  de un mal trato por parte de los automovilistas, también los peatones han comenzado a sufrir durante este último tiempo la insensibilidad de los ciclistas. Con frecuencia éstos se comportan como amos de un espacio de enorme fragilidad. La pasada por detrás, rozándole casi el hombro al paseante, la carencia de luz en la bici nocturna, el no ceder el paso en los estrechamientos de la vereda, el tomar velocidades peligrosas en un lugar protegido son conductas ciertamente minoritarias, pero que los peatones habituales padecen  día a día en su cuerpo y en su mente. El problema es que las antiguas víctimas se conviertan en victimarios.

Bienvenida la bicicleta y su cultura  del ambientalismo y la simplicidad.

Bienhalladas también las viejas veredas de nuestras rutas y nuestros encuentros diarios.   Ahí se ha vivido y convivido  -se vive y se convive- lo más profundo y bello de la historia milenaria de las ciudades. Son un tesoro  que merece ser cuidado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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