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El placer del descubrimiento

Rodrigo Pinto
Por : Rodrigo Pinto Crítico de libros
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Bueno, no la descubrí yo, sino Impedimenta. Y antes que ellos, Mondadori, pero me parece que muy poca gente logró apreciar el talento de Penelope Fitzgerald hará un poco más de diez años, cuando sus novelas La flor azul (1998) y A la deriva (2000) circularon por las librerías; y ya ni siquiera aparecen en los catálogos de la editorial. Y antes, desde luego, la descubrió el editor inglés que decidió publicar sus libros (cuestión arriesgada, la dama llegó al mundo editorial cuando estaba a punto de cumplir 60 años), y luego los lectores ingleses. Estuvo a punto de ganar el Booker Prize en 1978 con La librería, la novela suya que acabo de leer y que me sedujo desde las primeras líneas, y lo obtuvo con la siguiente, A la deriva, sobre su vida en una casa fluvial sobre el Támesis. Publicó otros libros, ganó otros premios, murió en 2000 a los 83 años.

Y ahora me tocó a mí descubrirla. Bueno, no fue tan así tampoco, leí comentarios en twitter y un librero me la recomendó encarecidamente. No es extraño, obviamente La librería es un libro que puede tocar teclas especiales para quienes venden o editan o tienen que ver con los libros, pero no hay tanto librero o editor como para lograr lo que descubrí al mirar el colofón: entre marzo y octubre de 2010, llevaba seis ediciones. Es que el encanto de Penelope va mucho más allá de ello y pasa, en buena medida, por el modo fragmentario en que avanza y los muchos espacios que debe rellenar el lector. Una cierta aspereza, una clara distancia, marcan el tono de la novela, acorde con el paisaje de desolados pantanos en la costa del Mar del Norte del condado de Suffolk.

La protagonista es Florence Green, una mujer que derrocha coraje. Al menos así se lo dice un personaje importante del pueblo, desgraciadamente recluido en una soledad insobornable que sólo la quijotesca empresa de Florence –abrir una librería en la localidad- logra romper. Ella es una mujer menuda, que pasa ya de los cuarenta, solterona muy a la inglesa, «un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás», que cree que Hardborough es una buena plaza para la venta de libros, puesto que no hay nada semejante en muchos kilómetros a la redonda. Para tal fin, compra Old House, una histórica y venerable casona llena de corrientes de aire y humedad que además tiene su propio habitante, un poltergeist (en la época de la narración, 1959, se les llamaba rappers, «golpeadores»), con la ayuda de un crédito bancario. Pero antes incluso de que tome posesión de Old House e instale las estanterías de libros abajo y su domicilio en el segundo piso, su decisión despierta una sorda resistencia, que termina por convertirse en guerra cuando gente de la vecindad se agolpa en la puerta en busca de un ejemplar de Lolita.

La construcción de la novela es de una sutileza que abisma. Donde parecería imponerse la obviedad, Fitzgerald opta por la elipsis, la distancia, el corte; y aunque hay pocas tramas más fáciles de contar, se trata también de una de las más difíciles de reproducir en su ritmo quebrado y en la delicadeza con que asoman los distintos actores del drama. El final, por otra parte, es una maravilla de concisión: pocas líneas han dicho tanto y tan bien para rematar un desarrollo simplemente soberbio. Y pocas cosas dan tanto placer como decidir no ser parco en el elogio de una novela cautivante. Ahora espero que llegue pronto a Chile El inicio de la primavera, otra vez de la mano de Impedimenta, y que Random House atine y reedite las que publicó antes. O que ceda los derechos. También estoy dispuesto a aceptar los designios del azar y que estén arrumbadas en esos mesones de ofertas en las librerías de la porteña avenida Corrientes. Juro que la próxima vez que vaya a Buenos Aires voy a llevar “Penelope Fitzgerald” escrito en la frente, por ahí por el tercer ojo.

(*) Texto publicado en El Post.cl

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