A mayor abundamiento, si bien el papel del capital en el Chile de los últimos 30 años ha sido relevante, no debería olvidarse que parte importante de esa acumulación ha surgido del ahorro obligatorio de millones de trabajadores chilenos en las AFP, cuyo volumen explica actualmente casi el total del PIB anual chileno.
El director ejecutivo del Instituto Libertad y Desarrollo, Luis Larraín, ha planteado una interesante línea argumental en su última columna de El Mercurio. En ella, tras afirmar que “el socialismo comprendió, en el siglo XX (…) que los seres humanos defienden la libertad y la propiedad como sus bienes más preciados”, ha hipotetizado que tras el fracaso de esas ideas, aquellos “han dejado de lado la pretensión de expropiar completamente el patrimonio a los ciudadanos para disponer de él a través del aparato del Estado”, reemplazando esa estrategia por “una más civilizada y democrática”, cual es “expropiar los flujos que generan los particulares”.
Como fundamentos, Larraín nos recuerda que a raíz de su fiasco mundial, los socialistas han abandonado las formas no democráticas de Gobierno para imponer sus ideas —con sólo algunas excepciones menores—, así como el uso de la violencia en política, aunque, acusa, persisten en reivindicar las movilizaciones sociales. Para el economista, esta “puesta al día”, empero, no significa que hayan renunciado a su proyecto. “Siguen creyendo en la igualdad como valor supremo, anteponiéndolo a la libertad. Creen en el Estado como principal factor de progreso de la sociedad, en contraposición a quienes pensamos que son las personas, las organizaciones intermedias y las empresas las que son capaces de crear riqueza material y espiritual”. De este modo, concluye Larraín, “emplean toda su energía y poder de convencimiento, que no es poco, en esta tarea. Las herramientas para lograr este objetivo son los impuestos, subsidios y regulaciones”.
[cita]A mayor abundamiento, si bien el papel del capital en el Chile de los últimos 30 años ha sido relevante, no debería olvidarse que parte importante de esa acumulación ha surgido del ahorro obligatorio de millones de trabajadores chilenos en las AFP, cuyo volumen explica actualmente casi el total del PIB anual chileno…[/cita]
Hasta allí, la perspectiva de Larraín es típicamente liberal, responde a modernos criterios filosóficos, políticos y sociales democráticos y puede dársele la razón en cuanto que impuestos desmedidos achatan la creatividad de los privados y retrasan el crecimiento, puesto que dichas riquezas en manos del Estado se asignan habitualmente a proyectos de baja rentabilidad económica, aun cuando de alta renta social y política, mientras que en manos de los particulares son asignadas de modo que crean más bienes y servicios y de manera más rápida; porque subsidios distribuidos aleatoriamente por presiones de grupos de poder y que no son focalizados en los sectores débiles de la sociedad, impiden que estos últimos sean más ágilmente integrados a su autosustentación, al tiempo que su dependencia paternalista termina por afectar su dignidad de personas; y porque las regulaciones, cuya ampliación irreflexiva basada siempre en la justificación de irregularidades cometidas por unos pocos deshonestos, no sólo limita la libertad de miles de emprendedores y creadores, sino que otorga cada vez mayor poder a una capa burocrático-política cuya proporción de impudicia no tiene por qué ser distinta a la del resto de la sociedad.
Sin embargo, Larraín deriva sus correctas premisas hacia conclusiones discutibles. En efecto, si bien reconoce que la “expropiación de flujos a los particulares” tiene el límite natural de lo que algunos han caracterizado con la frase: “el capital ataca huyendo” y que modelos de subsidios erráticos pueden generar una capa de beneficiarios que ya no busquen trabajar, debido a que sus necesidades y ambiciones quedan satisfechas por esos ingresos generando una crisis, la derivada de su defensa respecto de la creciente crítica mundial sobre la apropiación del excedente económico-social por un porcentaje pequeño de la población (1% o 10%, dice), impacta severamente sobre los principios de quienes creemos en la libertad y la democracia.
En efecto, Larraín dice que esa crítica “es una falacia, pues la riqueza no se crea sola. La crean, principalmente, los empresarios con sus ideas e innovaciones que mejoran la calidad de vida de la gente”.
Aparte que el economista parece olvidar los otros factores de creación de riqueza que acompañan al capital (trabajo, tierra, ciencia y tecnología), también deja de lado el hecho que los principales economistas liberales internacionales han coincidido por años en la necesidad de controlar el surgimiento de monopolios, monopsonios u oligopolios, por atentatorios en contra de la libertad económica y, por consiguiente, de las personas.
Es por eso que los fundadores del actual modelo apuntaron con sabiduría a una apertura sin parangón de nuestra economía, de manera de evitar que, en un espacio económico reducido como el chileno, se instalaran oligopolios de oferta que, sin competencia externa, hicieran de las suyas; así como una regulación razonable y equilibrada que impidiera los monopolios de distribución (agua o electricidad) imponer a los consumidores precios que se les diera en ganas.
A mayor abundamiento, si bien el papel del capital en el Chile de los últimos 30 años ha sido relevante, no debería olvidarse que parte importante de esa acumulación ha surgido del ahorro obligatorio de millones de trabajadores chilenos en las AFP, cuyo volumen explica actualmente casi el total del PIB anual chileno y de la asunción del costo de salud por parte de las personas, lo que, a pesar de todo, ha evitado un mayor déficit fiscal en esa área típicamente gasto del Estado en otras naciones.
Intentar luchar a favor de la legítima preocupación del empresariado en torno a los impuestos, o del mayor gasto fiscal o los excesos de regulaciones paralizantes mediante el miedo al “socialismo” y, de paso, insinuar que las decisiones del actual Gobierno en estas materias le harían el juego a la nueva estrategia izquierdista, no sólo es injusto, sino que distorsiona gravemente las ideas de quienes creemos en la libertad y la democracia, haciéndonos caer a todos en una “trampa conservadora” que en nada ayuda a defender dichos principios.