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Desigual Distribución de los Horrores


Se han seguido recordando el crimen y la muerte del dirigente sindical radical Tucapel Jiménez. Cuando aconteció, en 1982, recuerdo haberme horrorizado, como todos en Chile, y supuse que él había sido víctima de un delito común. Las versiones que se dieron en ese tiempo sugerían eso.

Después apareció inculpado un sujeto sin mayor connotación, el carpintero Alegría. Finalmente, tras décadas de proceso judicial, resultó que eso había sido un montaje para ocultar las participación en el crimen de la Dirección de Inteligencia del Ejército. Hoy los agentes de la misma, autores del delito, cumplen cadena perpetua.

¿Por qué esa institución podía cometer un crimen tan inexplicable? Tucapel Jiménez no era un revolucionario. Sus declaraciones a la prensa eran moderadas. He averiguado todo lo que he podido acerca de la justificación que pudieron tener oficiales del Ejército para cometer ese delito. Lo más aproximado a una explicación que he recibido ha sido que Jiménez tenía importantes vinculaciones con sindicalistas norteamericanos y europeos y todos ellos se encontraban preparando activamente un bloqueo comercial contra Chile, que en momentos en que la crisis de la deuda de los ’80 tenía al país asfixiado, habría sido considerada un acto de traición a la Patria en una emergencia equivalente a una guerra, que en los códigos castrenses acarrea la pena de muerte.

Pero, indudablemente, desde mi punto de vista, su asesinato es un baldón para el Gobierno Militar. No puede decirse otra cosa.

Pero hubo crímenes de la izquierda igualmente atroces en los años 70 y 80, y nadie recuerda a sus víctimas. A los casos más notorios del Intendente Carol Urzúa y sus dos acompañantes; del subdirector de Inteligencia Roger Vergara, acribillado con más de sesenta balazos en el cuerpo; de los tenientes de Ejército Carevic y Zegers, despedazados por explosivos del MIR que ellos intentaban desactivar para proteger a civiles inocentes, se añaden muchos otros.

Recuerdo, en particular, que un distinguido periodista y médico me refirió un día que había pasado por un lugar donde se celebraba una ceremonia, y había visto a no pocas mujeres y niños llorando. Preguntó qué hecho se estaba recordando: «son las viudas e hijos de unos carabineros muertos por una bomba que puso el MIR en el bus en que viajaban». ¿Quién los recuerda públicamente hoy o les rinde homenaje? Nadie, salvo sus familiares. Nunca aparecerá la conmemoración de su aniversario en un noticiero de TV, como ha aparecido, en todos, la del crimen de Tucapel Jiménez.

Cinco escoltas del Presidente Pinochet murieron en el intento de asesinato de éste. Eso no sólo se conmemora rara vez. La Presidenta de la República recibió en La Moneda al principal autor y gestor del quíntuple crimen y magnicidio frustrado, César Bunster. Lejos de horrorizar a la ciudadanía, su actuación le hizo acreedor a ser invitado a los salones de la Presidencia. Hasta escribió un libro ufanándose de su delito y llegó a pretender la dignidad de ser elegido alcalde, intento en el cual, por suerte, fracasó.

Hoy día leo en «La Segunda» que la alcaldesa Graciela Ortúzar (RN), de Lampa, se suma a los homenajes en memoria de Tucapel Jiménez y ha inaugurado una plaza en su recuerdo, a 30 años de su muerte. ¿Alguien imagina a un alcalde de la Concertación inaugurando una plaza en memoria de alguna víctima del terrorismo de extrema izquierda? ¿Por ejemplo, al alcalde de La Reina homenajeando al teniente Zegers, muerto en un atentado terrorista de izquierda en su comuna? Nadie siquiera lo recuerda.

Los horrores están muy mal distribuidos en el país. Los de un lado se recuerdan y destacan. «Nunca pueden volver a repetirse», se proclama. La izquierda, en cambio, sigue trabajando en ellos. En estos días ¿cuántas bombas estallaron en Santiago? Fueron varias, pero a nadie le importa. Los crímenes de la izquierda se perdonan y se olvidan. Y todo esto con la circunstancia agravante de que quienes iniciaron el proceso de la violencia en Chile, para tomar el poder, fueron los políticos, grupos guerrilleros y terroristas de la izquierda, todos actuando de consuno. Las fuerzas armadas fueron llamadas, justamente, para enfrentar esa violencia y evitar esa toma del poder por las armas.

Los que iniciaron el incendio, entonces, ya no tienen ninguna culpa en los horrores que él provocó. Quienes lo apagaron son los que cargan con todas ellas. Y a estas alturas una redistribución más equitativa de los horrores es completamente imposible, y hasta inimaginable.

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