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El malestar en el liberalismo Opinión

El malestar en el liberalismo

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Hay un malestar profundo en el liberalismo: demandas libertarias que, cobrándole la palabra al sistema, hacen aparecer, súbitamente, su faz violenta, represiva, que él mismo parecía haber dejado atrás. De paso, más allá de las evidentes y repugnantes desigualdades económicas, es posible pensar que la educación es el escenario de un conflicto soterrado: el que enfrenta a estudiantes bombardeados por aspiraciones libertarias con profesores cuya autoridad está irremediablemente socavada.


Una de las más razonadas y razonables interpretaciones del fenómeno político —el retorno de lo político— que el movimiento estudiantil ha desencadenado en Chile (ver por ejemplo entrevista a Carlos Peña, en “Reportajes” de La Tercera el sábado 25 de agosto) consiste en entender que “el malestar” no afectaría a las bases mismas de la modernización liberal que puso a andar la dictadura en los años ’80, y que los gobiernos de la Concertación, además de profundizar, legitimaron democráticamente. Es decir, las demandas que hoy plantean los “movimientos sociales” serían resultado de esa misma modernización: así, el “malestar” no sería sino expresión de un desequilibrio entre las expectativas meritocráticas que el liberalismo inherentemente desencadena, y el fracaso de su versión local en cuanto a disponer los medios para satisfacerlas. De este modo, la solución a la crisis (por ejemplo, de la credibilidad de las élites) no sería menos, sino más liberalismo: un liberalismo coherente, en suma.

Por cierto, hay muchos elementos que avalan esta interpretación. Más allá de lo que muestran las encuestas, es posible sostener que, por sobre sus demandas específicas, el movimiento estudiantil está movido por un ethos libertario —el ethos de la diversidad, de la transparencia, de la libertad de expresión, de la meritocracia— que en principio, no rebasan, sino más bien profundizan lo que alguna vez se ha llamado “la asombrosamente poderosa sistemática del pensamiento liberal”. De hecho, en el terreno universitario —el de la universidad “de Chile”, más precisamente— las invocaciones a la tradición de Andrés Bello encubren la distancia sideral existente entre una universidad  “de la excelencia”, que necesariamente debe integrarse a las redes globalizadas de producción y circulación del conocimiento en el mundo contemporáneo (y lo hace: de allí el volumen de investigación que con justificado orgullo la Universidad de Chile exhibe), y una universidad nacional en la cual, con palabras de Bello en su discurso de instalación como Rector, “todas las sendas en que se propone dirigir las investigaciones de sus miembros, el estudio de sus alumnos, convergen a un centro: la patria”. Una universidad, la de Bello, que está en íntima conexión con la elite dirigente en todas sus dimensiones (política, religiosa, económica, militar). Pero esta misión nacional deja de ser posible una vez que las universidades pasan a constituir una más entre las esferas autónomas y diferenciadas que constituyen las sociedades contemporáneas. De hecho, la autonomía universitaria no parece haber estado en la mentalidad de Bello ni en la de los prohombres de la época. Su expresión estatutaria, al menos, data recién de 1931 (durante la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo) y coincide, sugerentemente, con la supresión de la tutela que hasta entonces la Universidad de Chile ejercía sobre las demás ramas de la educación. Estos fenómenos coincidentes apuntan hacia el ethos individualista —meritocrático— que caracteriza a la universidad de hoy, y que se traduce, entre otras cosas, en que la desconfianza hacia la política real, en cuanto actividad que exige un cierto sacrificio de la individualidad (“es mejor equivocarse con el Partido, que tener razón sin él”, se decía en el antiguo PCCh) se haya tornado inherente a la vocación académica.

Un liberalismo coherente. No deja de ser llamativo que reivindicaciones como la abolición de la conscripción militar obligatoria —expresión por excelencia del sometimiento de los individuos al Estado— así como la legalización de las drogas, que si bien no han estado en el centro de las demandas de los movimientos sociales en el Chile actual, sí constituyen parte de su difuso trasfondo, hayan sido enfáticamente defendidas por quien, por otra parte, es su bestia negra: Milton Friedman. De paso, Friedman incluía también en la lista la legalización de la prostitución, de modo de terminar con las mafias que controlan esta actividad, y de restituir a la mujer el dominio de su cuerpo, el cual no excluiría, por qué no, la posibilidad de alquilarlo.

[cita]Las demandas que hoy plantean los “movimientos sociales” serían resultado de esa misma modernización: así, el “malestar” no sería sino expresión de un desequilibrio entre las expectativas meritocráticas que el liberalismo inherentemente desencadena, y el fracaso de su versión local en cuanto a disponer los medios para satisfacerlas. De este modo, la solución a la crisis (por ejemplo, de la credibilidad de las élites) no sería menos, sino más liberalismo: un liberalismo coherente, en suma.[/cita]

A Friedman, por cierto, se le puede reprochar su incoherencia: un libertario que, sin embargo, no le hizo asco a colaborar con la dictadura de Pinochet. Pero, y aquí recién llego al asunto de fondo que quiero tratar, quizás fue coherente, pero de un modo que escapa a quienes ven al liberalismo sólo por el lado de la libertad individual. Para entender el “lado B” del liberalismo es preciso ir a la historia de los estados liberales modernos. Éstos surgieron como resultado de las guerras religiosas desatadas por la Reforma Protestante, que duraron más de un siglo (1525 a 1648) y fueron, en términos relativos, las más sangrientas que la historia de Europa ha conocido (se estima que en Bohemia, la actual República Checa, cerca del 50% de la población fue exterminada; otros países como Alemania, Francia, Inglaterra no batieron ese record, pero tampoco lo hicieron tan mal).

Inspirada en debates teológicos que habían estado presentes durante toda la historia de la Cristiandad, pero que se agudizaron en la Alta Edad Media, la Reforma enfatizó la omnipotencia divina: la omnipotencia de un Dios cuyos designios, por tanto, habrían de estar más allá del alcance de la razón humana (de lo contrario, Dios no sería más que un constructo a la escala humana, un ídolo). Pero de esta manera, la autoridad de la institución eclesiástica medieval quedó irremediablemente socavada. En efecto, dicha autoridad basaba su legitimidad en su autoconferido privilegio de traducir los designios divinos, contenidos en la Escritura o en el “libro” de la Creación, en términos de normas ético-políticas que, a partir de allí, eran obligatorias para todos. La Reforma, en cambio, al menos en su momento más radical, se opuso a toda mediación institucional. Pero de este modo la conciencia individual pasó a ser la única vía de contacto con una trascendencia opaca, enigmática. A la vez, un Dios omnipotente, impenetrable es, paradójicamente, un Dios distante, ausente: un Dios cuya ausencia hace posible que se abra un espacio para actividades que no suman ni restan a la cuenta individual de la salvación. Se dan así las condiciones culturales, las ideas fuerza que potencian el desarrollo de la tecnociencia y del mercado. Sujeto individual, tecno-ciencia y mercado son, de hecho, los elementos fundamentales del mundo moderno.

Pero hay que agregar un cuarto elemento, el Estado. En lugar de la Revelación administrada por la institución eclesiástica medieval, la Reforma instaló la certeza subjetiva —los dictados de conciencia— como criterio último de verdad. El resultado de ello fue lo que se suele llamar “estado de naturaleza”: la guerra de todos contra todos. Como Thomas Hobbes, padre de la filosofía política moderna, lo supo entender, la Modernidad requiere de un Estado que, desarmando a los contrincantes y monopolizando la violencia, les prometa a cambio defenderlos de la amenaza de muerte violenta en manos de sus semejantes; a la vez, el miedo a esta muerte propicia que los contendientes estén dispuestos a deponer la violencia individual o sectaria a favor del Estado y del imperio del derecho. Nace así el “Dios mortal”, el “gran Leviathan”, en las elocuentes expresiones de Hobbes: la soberanía moderna.

Pero deponer la violencia “natural” sólo es posible si las creencias (primero religiosas, luego todas las demás, incluyendo las políticas) son neutralizadas por el soberano: es decir, confinadas al interior de la conciencia individual o, a lo más, de un grupo, que debe entender (y si no lo entiende, ¡ay de él!) que no debe intentar imponer su dominio sobre el resto de la sociedad(a lo más, influir sobre ella mediante la “libertad de expresión”). Así, la fe religiosa se transforma en mera “creencia” privatizada. Y la sociedad despolitizada pasa a ser el campo de operaciones de la tecnocracia.

Más arriba conjeturé que Milton Friedman pudo haber sido coherente. Lo haya sido o no, la cuestión es que el liberalismo contemporáneo no lo es.  Razón fundamental para ello es la creciente desperzonalización e invisibilidad del poder soberano, oculto bajo formas como el parlamentarismo, la judicialización de aspectos crecientes de la vida (que hace olvidar que el fundamento último del derecho es la violencia); el mismo debilitamiento de los estados nacionales, que sustrae el ejercicio de la soberanía de la percepción del ciudadano de a pie.

No cabe entrar aquí a un análisis más profundo de esta cuestión. Sólo agrego otro factor: la interpretación dominante, y simplista, de los conflictos que caracterizaron al siglo XX (liberalismo vs. totalitarismo). A ello se suma el intenso marketing político ejercido por el bando triunfante: un marketing  ligado a la promesa —hedonismo de masas— de una satisfacción sin límites del deseo, de modo que todo límite pasa a ser visto como injusticia. De todo esto se sigue la idea, que las actuales concepciones libertarias “de izquierda” (el anarquismo) tienden ávida e ingenuamente a comprar, de que sería posible disociar libertad moderna y autoridad. Así se hace posible que esta “izquierda” más bien cultural (que poco tiene que ver con la “vieja” izquierda, no obstante reclame su legado o incluso conserve sus nombres) coincida, tal como lo he hecho ver más arriba, con las ideas “libertarias” de Friedman. Y que sufra, en su ideario, de una profunda esquizofrenia. Así, añora el rol determinante del Estado (el cual, para ser efectivo, debe necesariamente extenderse hacia lo económico), sin entender que, en la medida en que las expectativas y conductas de los sujetos inciden en los fenómenos económicos, no hay economía planificada en serio sin censura y restricciones al comportamiento de las personas (así se explica, de paso, el fenómeno chino).

Si la lógica profunda del “modelo” es ésta, las demandas que se siguen de él no son meramente de tipo igualitario o meritocrático. Hay un malestar profundo en el liberalismo: demandas libertarias que, cobrándole la palabra al sistema, hacen aparecer, súbitamente, su faz violenta, represiva, que él mismo parecía haber dejado atrás. De paso, más allá de las evidentes y repugnantes desigualdades económicas, es posible pensar que la educación es el escenario de un conflicto soterrado: el que enfrenta a estudiantes bombardeados por aspiraciones libertarias con profesores cuya autoridad está irremediablemente socavada.

Nada de esto hace predecible un derrumbe del modelo. Más bien, un permanente estado de insatisfacción, puntuado por estallidos de euforia y de represión.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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